Sonrió cuando le enuncié la síntesis de su historia. —Mire que resultó simple mi vida, tantos años peleando para que usted me la resuma en una historia de dos amores.
—Discúlpeme Guadalupe, no quise lastimarla ni desmerecer todo lo que ha hecho, pero lo que yo hice fue ponerle un título a su historia.
—No se preocupe, está bien el título.
Hace nueve años que Guadalupe pisó suelo americano, tenía dieciocho años. Su personalidad práctica la hizo viajar sola.
«Era mejor así, el camino estaba lleno de peligros y preferí no cargar con más responsabilidad que mi persona. Mi familia tenía un bar en Tepatlaxco de Hidalgo (aún lo tienen), a media hora de Puebla, vivíamos bien, con lo justo pero bien. Todos fuimos al colegio y lo terminamos. El bar no daba mucho pero como dice el dicho (García Márquez) «el que vende comida siempre tiene para comer».
Papá leía mucho, mamá decía que no tenía tiempo, gran verdad con seis hijos que vestir y controlar, no alimentar, esa era la obligación de papá que solo agrandaba un poco el plato del día y nos lo servía cuando regresábamos de la escuela. A papá le regalaban libros los clientes y otros los compraba. Le gustaba García Márquez ante todo y podría decir que me obligó a leer sus libros. En realidad yo era la única que le obedecía ya que su idea era obligar a todos.
Los libros que me pasaba papá estaban surcados por manchas de grasa, azúcar o sal entre las hojas, tenía la pinche costumbre de solapar las hojas como señalador. Cada libro que recibía implicaba recriminaciones varias de mi parte y carcajadas de la suya, extraño a papá, más que a nadie en México. Hablo con él una vez por semana, nos escribimos cartas, pero nueve años ya van sin verlo. Nuestra única complicidad radicaba en los libros que compartíamos, era lo que nos diferenciaba del resto de los vecinos. Alardeábamos en las fiestas, citábamos libros y escritores y muchos quedaban con la boca abierta».
Guadalupe se enamoró a los dieciséis años de Ramón, dos años mayor que ella y un gran jugador de fútbol. Fueron novios cuidadosos durante un año, pero en la navidad de 1993 este le comunicó que cruzaría la frontera para buscar la mejor forma de sacarle un poco de lo mucho que tienen los gringos. Esa misma noche fue la despedida, a la mañana siguiente ya no estaba. Lupe lloró la pérdida pero a pesar de ello finalizó el año escolar con buenas notas.
Pasaría un año antes de recibir una carta de Ramón. En esta hablaba maravillas del norte, contaba sus logros y le proponía que se fuera a Los Ángeles con él. Lupe decidió esperar sus dieciocho años, sabía que no podía partir siendo menor de edad y mientras tanto ahorraría desde lo poco que ganaba entre los pequeños sueldos que le pagaba su padre en el bar hasta lo que conseguía por otros trabajos. A pesar que en su cabeza no cabía otra cosa que la idea de encontrarse con Ramón, no le rendía pleitesía a la separación.
Hablaba cada tanto con su chico, pero nada le impidió tener nuevos amoríos, y al terminar el bachillerato, había llegado el momento de partir. Por esos procesos internos, en cuanto tomó la decisión, volvió a enamorarse de Ramón y desear el encuentro con toda su alma.
Su padre trató de disuadirla, pero la cabeza dura de Lupe no tenía marcha atrás.
El día que se marchó tenía mil sesenta dólares en el bolsillo y bastantes pesos como para llegar a Nogales. Pasar la frontera era caro y complicado, pero un distribuidor de golosinas conocido de su padre, solía pasarla sin mayores problemas con su camioncito VW.Tres días después de la despedida llegó a Nogales. El pueblo no era muy diferente a todos los que conocía, pero subiendo una colina podía apreciarse lo que significaba vivir en Estados Unidos; casas bonitas, separadas por grandes jardines y calles limpias. El Nogales mexicano era movido, un ambiente de fiesta parecía impregnar el lugar. Guadalupe no dudó en entrar a un bar y tomarse una cerveza. Llamó la atención de los parroquianos, pero manejó con destreza los intentos de aproximación de los muchachos. Doña Josefa era quien la hospedaría mientras esperaba al coyote. Vivía a las afueras de la ciudad en una casa con patio grande transformado en bar. No fue una bienvenida afectuosa, pero no esperaba demasiado de una conocida del cura de su pueblo.
Tres días pasó en esa casa donde no conversó demasiado con la dueña, pero la ayudó en algunos quehaceres, abaratando su estadía. El amigo de su padre llegó un mediodía, no parecía apurado. La saludó amablemente y le explicó que tendría un compañero de viaje. Se trataba de un muchacho de Nogales. Viajarían en la caja del camión, en un pequeño compartimiento oculto. Debían hacer silencio si el vehículo se detenía y podrían respirar bien aunque viajarían casi a oscuras. Serían cinco horas dentro de la caja si todo salía bien.
Casi no conversó con su compañero de viaje, el miedo los silenció a ambos incluso mientras el camión avanzaba. Un par de veces se abrieron las puertas traseras del camión, por suerte llegaron a Tucson sin ser descubiertos. En la estación de tren vieron nuevamente la luz. El chofer no quiso cobrarle, le dijo que era un regalo de su padre y con él arreglaría cuentas. También la ayudó a comprar el pasaje hacia Los Ángeles, aunque los 30 dólares salieron de su bolsillo.Entrada la noche subió al tren, siempre con un libro en la mano y los anteojos puestos. El viaje fue tranquilo, a pesar que policías iban y venían por el vagón, ninguno de ellos le pidió sus papeles. En la madrugada arribó a Los Ángeles, en la estación la esperaba Ramón, vestido de manera extraña y con un aspecto temerario. Se saludaron de manera calurosa y se subieron a un auto viejo. Viajaron durante 40 minutos, y a medida que avanzaban la ciudad iba perdiendo color. Todo era gris en cuando finalmente se estacionaron.
El edificio era viejo, subieron tres pisos por escalera y entraron, silenciosos, a un pequeño apartamento. Solo tendrían poder sobre el dormitorio, el resto de los ambientes estaban bajo el dominio de un matrimonio mexicano con dos niños de corta edad. Un nudo en la garganta de Guadalupe le sujetaba el llanto, la desilusión era muy grande, Ramón no había dicho nada de esto en las charlas y las cartas. Su novio le explicó que había poco trabajo, pero en cuanto repuntara, rentarían algo solos. De esa manera desapareció el fugaz re-enamoramiento de Guadalupe, el novio le había mentido o al menos había exagerado sobre las bondades de su nueva vida. Decidió dormir un rato para calmarse. Cuando despertó Ramón no estaba y gritos de niños inundaban la casa. En cuanto salió del cuarto se topó con su tocaya y dueña de casa, se saludaron cordialmente. Era una señora simpática, un poco gorda y gritona, pero muy amable. El marido y Ramón trabajaban juntos aunque no sabía claramente en que.
Durante el día acompañó a su tocaya en todas sus salidas y recorrió el barrio. Notó que solo se hablaba en español y parecía una sucursal de México, aunque sin identidad. También había gente de otros puntos de Latinoamérica y el Caribe. Pensó que ese barrio era el paso previo a algo mejor, pero se desilusionó al descubrir que mucha gente vivía ahí desde quince o veinte años atrás.
Ramón era su único conocido en la ciudad, solo por eso tuvo que seguir a su lado y cumplir sus requerimientos. Ante todo estaba aburrida, los hombres salían a tomar o a jugar al fútbol, pero ella (al igual que a la mayoría de las mujeres) debía quedarse en casa a esperar a su hombre con una rica comida.
El tedio la desesperaba. Quiso buscar un trabajo pero Ramón se negó, y apenas le permitió anotarse en un curso de inglés al que asistía tres veces por semana. Su padre estaba al tanto de sus pesares y le sugería regresar sabiendo de antemano la respuesta de su hija. Guadalupe no volvería.
Finalmente, luego de dos meses en Los Ángeles, su padre le habló de una tía que vivía en Nueva York y que estaba dispuesta a recibirla en su casa a cambio de una pequeña pensión. Casi no recordaba a su parienta, pero le pareció la mejor opción posible. La llamó por teléfono y todo quedó arreglado.
El día que se fue, se despidió normalmente de Ramón, juntó sus cosas y marchó hacia la estación. Aprovechó para ver un poco de Los Ángeles, especialmente la parte linda que se había perdido.
A las seis de la tarde subió a un tren. Llegar a Nueva York le costó 120 dólares y 3 días de viaje. Algún día llamaría a Ramón para explicarle. Solo la alarmaba un pequeño retraso en su periodo, pero confirmaría su embarazo en la calidez de su tía.
Manhattan la encandiló en cuanto salió de Penn Station. Caminó junto a su tía por la séptima avenida hasta Times Square. Los ojos no le alcanzaban para admirar todo. Bajaron al subterráneo y caminaron por interminables pasillos luminosos hasta subir al tren 7 hacia Queens. Durante 30 minutos no dejó de mirar para todos lados, gente de todas las razas circulaba a su derredor. Bajaron en Corona y caminaron dos cuadras hasta la nueva casa. El barrio era un poco más bonito que el de Los Ángeles, aunque ninguna belleza comparado con otros que divisó desde el tren. Pero la casa era limpia y su tía cálida. Trabajaba por la mañana en la sede de Caridades Cristianas, ayudaba en todo lo que fuera necesario. Allí la llevó al día siguiente y se anotó en la bolsa de trabajo. A la semana empezó a trabajar haciendo la limpieza en unas oficinas en Manhattan. Comenzaba a las cuatro y media de la mañana y terminaba al mediodía. Le pagaban el mínimo pero alcanzaba para vivir. Lo primero que hizo en cuanto tuvo unos billetes fue internarse en una gran tienda y comprarse ropa a discreción. Era un gusto que siempre había querido darse.
Cuando se cumplió el tercer mes de atraso le comentó a la tía la situación, lejos de alarmarse, esta le sugirió que trabajara duro los meses posteriores pues iba a necesitar dinero en los meses post parto. Así lo hizo, tomando diferentes trabajos por las tardes, desde camarera hasta lavadora de autos. De esa manera logró juntar suficiente dinero para sobrevivir varios meses sin trabajar ni depender de su tía. El parto fue normal y al segundo día entró con su hijo a la casa. El niño era americano y por lo tanto tuvo acceso a todo lo necesario, el estado le proveyó pañales, leche, remedios y médicos. Gracias a él pudo acceder a los famosos «food stamps» y de alguna manera la mantuvo a salvo de una futura deportación. A los tres meses volvió a trabajar, el niño quedaba en su casa y luego su tía lo dejaba en el daycare de Caridades Cristianas, donde ella lo recogía pasado el mediodía. Nada volvió a ser simple, pasaron seis años antes que pudiera hacer algo por ella misma. Durante ese tiempo solo trabajó y cuidó al niño. Un día volvió a leer libros en lugar de mirar TV. Otro fue a bailar con algunas compañeras de trabajo y no dudó en estudiar inglés cuando cayó en la cuenta que en siete años no lo había aprendido. La realidad era que no lo necesitaba demasiado, pero si quería conseguir un trabajo mejor era imprescindible dominarlo.
Hace dos años que trabaja en un conocido restaurante latino. Está encargada de la barra y ya no gana el sueldo mínimo. Se casó el año pasado con un muchacho ecuatoriano que trabaja de chofer. Él es fanático de García Márquez como ella y quiere mucho al niño. Rentaron un apartamento en Astoria, a 10 minutos de Manhattan. Está contenta. Según ella, su vida fue más fácil que la de otras mujeres en su situación. Asegura que muchas cosas se le facilitaron gracias a su tía, aunque nunca dejó de valerse por sí misma. Que su hijo la retuvo para siempre en este país tan distinto del suyo del que no quiere ni puede salir fácilmente. Que no tuvo aquí la vida que esperaba tener, pero que a los veintisiete años todavía las posibilidades son muchas. Extraña a su padre aunque la maternidad la acercó más a su madre, el niño conoció a los abuelos el verano pasado, lo llevó su tía y pasaron un mes con la familia. Ella desea volver, pero lo que está en juego es demasiado importante para ponerlo en riesgo, es la vida de su hijo, que habla mejor el inglés que el español aunque cuando se despide, un resoplo mejicano suena desde su garganta.
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