Testigo de la destrucción de las torres gemelas narra minuto a minuto su experiencia durante uno de los días más importantes de la historia contemporánea.
Septiembre 11
1:50 a.m. Llego a mi apartamento en Briarwood, New York. Desde el primero de agosto estudio un Master en Derecho en la Universidad de Fordham. Las clases terminan a las 11 p.m. Despedirme y esperar al metro toma un bien tiempo. Este fue el día que llegué más temprano a casa en más de un mes. Me voy a la cama inmediatamente.
6:07 a.m. Abro los ojos y veo al despertador. Salto de la cama en absoluto pánico. Normalmente a esa hora ya estoy detrás de mi escritorio en las oficinas de Salomon Smith Barney en Tribeca, un vecindario en el extremo sur de Manhattan. El tren de las cinco tarda una hora exacta en llegar hasta allá. Trenes posteriores toman al menos hora y media. Algo curioso del metro de Nueva York: hay tráfico en horas pico. Como en las calles.
6:08 a.m. Camino al baño suena el teléfono. Es James, mi compañero más cercano de trabajo. Él también tiene que estar en la oficina a las 6, pero anoche estuvo de farra y tampoco escuchó su alarma. Peor aún, Jaime, nuestro jefe, lo llamó desde su casa en Brooklyn. Naturalmente, no estaba feliz. James y yo nos ametrallamos con acusaciones hasta llegar a un acuerdo. Él vive a 20 minutos de la oficina así que se apurará en llegar. Yo intentaré llegar antes que Jaime. Por decir a quien sea que llame que estoy en la cafetería, tengo que pagarle una cena a James donde él quiera.
6:10 a.m. Mientras me cepillo los dientes me percato de lo serio de la situación. Hoy me van a despedir. Jaime es mi amigo y mi mentor, pero el viernes pasado me advirtió sobre mis llegadas tarde al trabajo desde que comencé clases. Dice que las quejas han alcanzado niveles que no puede controlar. Llegas tarde una vez más y no podré defenderte de Alexandra.
Alexandra es la jefe de comunicaciones del piso de corredores de bolsa de Salomon. Esta es una posición importante e influyente dentro de la organización. Alexandra me odia a muerte y, viendo una oportunidad para librarse de mí, desecha por completo que por 3 años jamás llegué al trabajo después de las 5:30 ni salí antes de las 6, trabajé fines de semana, no tomé vacaciones, y no me enfermé ni un día.
6:15 a.m. Tomo mi café en calma en la mesa de la cocina mientras repica el teléfono. Es James y algunos números que no conozco. No atiendo. El pánico ha mutado en resignación. Definitivamente me van a despedir ese día y no me importa. Estoy agotado. Pienso en el Principio de Peter. Dormir tres horas al día casi todos los días por mes y medio por fin me había elevado a mi nivel de incompetencia.
Me visto con calma tras una ducha más larga de lo normal. Tres o cuatro minutos. Para qué apurarme. Me visto de viernes casual y dejo mi maletín en casa. No me afeito. Qué carajos, estaré de vuelta en un par de horas, cuando mucho.
6:40 a.m. Compro lo usual en el Dunkin’ Donuts al lado de la estación de metro—un café y un bagel de tomates secos con queso crema. Este el único Dunkin’ donde venden ese tipo de bagel en todo Nueva York y estoy adicto a ellos. Compro el New York Post en el abasto de al lado. Camino al tren en calma mientras bebo mi café y leo que los Mets no usarán a Edgardo Alfonzo ese día porque está lesionado.
También leo que el concierto de Michael Jackson en el Madison Square Garden el viernes anterior fue un desastre. Intenté comprar un ticket por semanas pero no pude convencerme de pagar $1000 por el gusto. La noticia me alegra momentáneamente, pero entonces recuerdo que, malo o no, de verdad quería ver a Michael y que en apenas unas horas no tendré trabajo.
Mientras espero al tren, uno de los policías de la estación me saluda desde el otro lado de los rieles. Nos conocemos. Una vez a la semana compro una docena de donas y una jarra de café para él y sus compañeros de turno. Vas tarde otra vez, me grita. Lo sé, respondo. Lo sé.
7:40 a.m. James escucha cuando llego a mi escritorio y rápidamente asoma la cabeza como una mangosta por encima del laberinto de cubículos que dividen la oficina. Habla por teléfono con alguien, por lo que se limita a gesticular vulgaridades en mi dirección. Sé que habla con Alexandra. Le muestro el dedo medio y reviso uno de los teléfonos sobre mi escritorio. 14 mensajes. James se acerca. Eres hombre muerto, susurra como si se tratase de un secreto de estado. Jaime quiere hablar contigo. ¿Ya está aquí? James dice que Jaime llegó antes que él. Alexandra está furiosa y llamó directamente a Mike Carpenter, el CEO de Salomon. Esto desencadenó una jauría de emails y llamadas que sacaron a Jaime de la cama.
Uno de los teléfonos sobre mi escritorio nos interrumpe. Es Alexandra. James pide que responda. Por favor. Le digo que no voy a darle el gusto de humillarme antes que me despidan. James maldice al universo antes de agarrar el teléfono.
Es fin de trimestre, la temporada más ocupada en Wall Street. Nuestro trabajo es aprobar la divulgación pública de información solo si no expone a la empresa a riesgos financieros o legales. El trabajo de Alexandra es usar esa información para hacer millones de dólares a la empresa y sus corredores. Ese dinero paga todos nuestros sueldos y beneficios pero estamos en lados diferentes de lo que se conoce como la Gran Muralla China. Y como si se tratase de una gran muralla de verdad, normalmente nuestras comunicaciones son a gritos. Y hoy no quiero caerme a gritos con nadie. Camino al ascensor escucho a James decir que aún no he vuelto de la cafetería. Que no sabe que me puede haber pasado. James es un buen amigo.
8:10 a.m. Fumo un segundo cigarrillo sentado en un banco de la placita enfrente del edificio. ¿Cómo llegué aquí? Hace dos meses era una estrella dentro de mi departamento. Tenía el camino abierto hacia un estable y lucrativo futuro corporativo. Por eso voy a la universidad. El título de derecho de la Santa María no es suficiente para competir con todos los MBA que me rodean. Y aunque he abierto camino a punta de carisma y horas extras, la verdad es que nunca seré lo que quiero ser sin un diploma de más prestigio. Irónicamente, buscar esa herramienta fue precisamente lo que echó todo al traste.
Mi amigo Christopher, el gordo, me ve y se acerca. Dice que vio a Alexandra en la cafetería. Te está buscando, bromea con una sonrisa cómplice. Nos reímos. Chris me apretuja el trapezoide cariñosamente. Nos vemos arriba, dice y se marcha tras unas palmaditas en la espalda. Realmente me gusta la gente con que trabajo. He hecho buenos amigos. Los voy a extrañar.
8:30 a.m. Compro otro café y subo a mi piso, el 29. Las pocas personas que encuentro me saludan como si estuviésemos en el velorio de mi madre, pero sé que algunos están felices por mi desgracia. Lo sé porque yo lo estaría si se tratase de ellos. Competimos por los mismos puestos.
8:35 a.m. Llego a mi escritorio. James no voltea a verme. Está en el teléfono. Auricular entre hombro y oreja mientras revisa una hoja de cálculo. Le hablo y me responde mostrándome el dedo medio. Reviso mis emails y veo uno de Jaime. Dice que pase por su oficina cuando llegue. Maldigo lo primero que me viene a la cabeza. Bebo mi café mientras desarrollo el coraje para caminar los 20 metros que me separan de su oficina. Finalmente bebo la última gota. El momento de enfrentar al destino ha llegado.
8:45 a.m. Camino a la oficina de Jaime y me detengo frente a su puerta. Recuerdo los grandes momentos que viví en esas oficinas. Suspiro con resignación y empuño la manilla. Estoy a punto de entrar cuando algo que suena como un avión retumba desde el piso de arriba. Es inusual. Un compañero se levanta de su cubículo y nos fruncimos el ceño el uno al otro. Medio segundo más tarde ambos volteamos hacia el fondo de la oficina.
Normalmente, vemos el edificio norte de las Torres Gemelas en primer plano a través de las grandes ventanas de vidrio del edificio. Pero tras el crujido lejano que nos hizo voltear, vemos una cascada de fuego cubrir al famoso complejo de oficinas.
Aún empuño la manilla cuando mi jefe abre la puerta. Nos vemos. ¿Qué fue ese ruido? Encojo los hombros. No sé. Inmediatamente caminamos hacia las 4 o 5 personas ya reunidas frente a una de las ventanas. Lo que vemos es ridículo: un agujero gigante en la fachada de la torre norte. Un círculo casi perfecto con dos largas grietas a cada lado y una corta en la parte superior. Como en las caricaturas, su forma es indiscutible. Un avión se ha estrellado contra el edificio.
Todos estamos catatónicos hasta que alguien bromea. ¿Quién devolvió a John John su licencia de piloto? Algunos ríen. Sandy, una chica con la que tengo una buena amistad está a mi lado, mano sobre boca. Nos vemos. Lo siento, dice, y corre a su escritorio. No la volví a ver. Renunció desde la casa de sus padres en Texas. Voy a ver si alguien necesita ayuda, dice Jaime, y también se marcha.
Más temprano deseé que algo pasara para salvarme del despido. Que llovieran ranas. Que la tierra se tragara a Alexandra. Cualquier cosa. Siento culpa de haber pensado tal cosa pero en silencio continúo viendo el espectáculo. No es el primer evento histórico que presenció. Estaba en las Fuerzas Armadas cuando el Caracazo. Y perdí el uniforme por razones relacionadas con el golpe del 92. Pero esta vista, tan trágica como es, es indiscutiblemente inolvidable.
8:47 a.m. Llamo a Melina, mi novia. Está camino a Cúa, Estado Miranda. Se acaba de graduar de médico en la Universidad Central y trabaja en un centro asistencial de ese pueblo. Le cuento que un avión se estrelló contra una de las Torres Gemelas y que tiene que ser un ataque terrorista. ¿Qué cómo sé? Conozco la ruta de los aviones que pasan sobre Nueva York. Tengo miedo a volar y de los aviones en general, por lo que enfermizamente tomo nota de estas ridiculeces.
Ella ríe. Me conoce. Dice que seguro no es nada. Que me calme. Le digo que la gente está yéndose a casa. Es serio. Ella repite que no es nada y minimiza todo lo que digo. Me siento mal porque en 1999 me llamó justo antes de la Tragedia de Vargas y yo había hecho lo mismo. Estaba preocupada porque llovía mucho. No es nada, le dije entonces. Cálmate. Ahora entendía que en vez de calmarla había menospreciado su ansiedad. Por eso le digo que quizás tiene razón. Te llamo más tarde. Voy a tomar fotos del accidente. No menciono el despido.
Abro la última gaveta de mi escritorio. Ahí guardo mi cámara. Pero no ese día. Durante el verano hubo unos robos en la oficina. A mí me robaron los anteojos un día en que fui al baño y los olvidé sobre mi escritorio. El escándalo fue mayor, me habían costado un pequeña fortuna. Pero también desaparecieron laptops, carteras, prendas vestir, y otras cosas de valor. Inexplicable en un lugar donde todo el mundo hace tanto dinero, pero pasó. Se instalaron cámaras. Algunos días más tarde, el departamento de seguridad descubrió al ladrón. Un asistente recién contratado. La policía se lo llevó esposado. Mucho antes de esto me había llevado mi cámara a casa. Porsia. Y ahora no tengo cámara. No importa. Camino a las Torres Gemelas hay una fototienda.
8:50 a.m. Camino al ascensor noto algo extraño. Aparte de James, que aún está en el teléfono con Alexandra, la oficina está completamente desierta. Avanzo entre cubículos vacíos llenos de monitores encendidos, cafés humeando, y bolsos y chaquetas colgados de las sillas. La gente se había ido sin siquiera recoger sus cosas.
8:53 a.m. Compro una cámara desechable y comienzo a caminar Greenwich hacia las Torres Gemelas. Una sola porque hay cola para hacerlo y el chino dueño de la tienda decidió vender una por persona. A medio camino noto que millones de pequeños papelitos caen lentamente desde el edificio en llamas. Atajo algunos en el aire. Son tan pequeños que apenas tienen una letra o dos de lo que debieron ser largos documentos. No tomo fotos porque desde donde estoy no hay un buen encuadre y porque estoy corriendo. Quiero llegar antes que cierren las calles. Ya casi estoy en el World Trade Center 7 cuando escucho pasos apresurados y objetos metálicos golpeándose entre sí.
Volteo. Un bombero intenta ponerse su chaqueta mientras corre en mi dirección. Entre jadeos grita que me detenga. Obedezco. Me dice que vuelva a casa. Noto el efecto doppler cuando pasa por mi lado y el clinc, clinc, clinc de las hebillas de su chaqueta me dejan atrás. No le hago caso y continúo corriendo. Debe vivir por aquí, me digo a mí mismo.
Tribeca no es un vecindario muy bueno. Se está gentrificando, pero prácticamente cualquiera puede vivir ahí. De hecho, temprano en las mañanas es tan peligroso que Salomon tiene autobuses para transportar empleados entre las pocas cuadras que separan al metro de las oficinas. Por esto me parece raro que haya nadie en la calle. Eso cambia apenas rodeo al WTC 7.
9:00 a.m. Caos materializado. Estoy en la calle Church frente a la Capilla de San Paul, donde una masa confusa camina o corre en todas direcciones. El metro ya está cerrado pero las calles no. Policías parados en medio de ellas guían a la gente con silbatos. Algunos gritan que no corramos o regresemos a las torres, pero no obligan a nadie a no hacerlo. Esto me impresiona. Me parece la cosa más civilizada que he visto en mi vida.
Me acerco a la torre sur. Allí está uno de mis sitios preferidos de la ciudad. Una librería Borders en el segundo piso. Allí pasé innumerables horas leyendo y bebiendo café tras mi llegada a Nueva York. Desde donde estoy veo gente sentada en las mismas mesas cerca de las ventanas donde me había sentado en muchas ocasiones. Leyendo. Tranquilamente. Vasos de té o café sobre sus mesas. Ese comportamiento me hace pensar que el todo el bululú es injustificado. Es la gente siendo gente. En seis meses Giulani reinagura la torre, da un discurso sobre la voluntad y el valor de los neoyorquinos, y Hollywood hace una película sobre la resistencia del espíritu humano ante la adversidad que arrasa en los premios de la academia. Punto y final. Entonces volteo hacia la calle Vesey, la cual separa las Torres Gemelas del edificio 7. El periódico satírico The Onion más tarde describió lo que vi como una película mala de Jerry Bruckheimer.
Yo en cambio pensé en la visión del infierno de El Bosco en El jardín de las delicias. Horror. Confusión. Desesperación. Muerte. Edificios en llamas.
También recordé la Canción de cuna del grupo anarquista español La Polla Records.
Llegará, llegará
cada burgués recibirá
su broma, su broma
se vengará la humillación
Llegará, llegará
la hora del sabotaje
Todos serán obligaos
al suicidio colectivo
Y eso es exactamente lo que veo. Proyectiles humanos obligados a desafiar la gravedad en un intento absurdo de supervivencia.
Boquiabierto, me pregunto si todo esto es simplemente un mal sueño. Los colores son demasiado nítidos. La acción perfectamente coreografiada. Joligudesca. Nada es así en el mundo real. Nada de esto pasa al mismo tiempo y en el mismo lugar en ninguna parte. Claro, cosas imposibles pasan todo el tiempo, pero aquí todo brilla por impropio. El suicidio en masa. Los policías guiando gente calmadamente. Personas leyendo y tomando café en un edificio en llamas. El sobresaturado cielo azul sin una nube. Dios, hasta el mismísimo hecho de que esté en Nueva York trabajando en Wall Street es inconcebible. Solo soy un chico de Punto Fijo, Estado Falcón. Crecí entre chivos y cardones. No debería estar aquí.
9:03 a.m. Me percato de que hasta ahora todo ha sido una película muda a 48 fotogramas por segundo. Cuando vuelve el sonido, un estallido de gritos me pone los pelos de punta.
Alguien apunta al cielo. Entre el humo y el confeti veo destellos. Comienza una estampida. Lucho por mantenerme en pie y evitar convertirme en alfombra. Un policía me tropieza sin disculparse. Se le cae la gorra y ni intenta recogerla. Por fin entiendo lo que pasa cuando alguien lo grita. ¡Otro avión!
Sin vergüenza empujo a todos los que encuentro en mi camino. Incluso al policía. Apenas pasan dos o tres segundos desde que veo los destellos hasta que siento el calor de las llamas que caen desde las alturas de la torre sur. Quiero voltear pero pienso en la esposa de Lot. No lo hago. Corro sin parar por Church hasta llegar a la oficina.
9:10 a.m. El edificio de Salomon está tomado por chaquetas azules con grandes letras amarillas en la espalda. FBI. Pero no detienen a nadie. Todo el mundo parece ir en la dirección correcta. Hacia afuera. Soy el único que sube las grandes escaleras mecánicas del edificio cuando Jaime me avista.
Jaime es uno de los cientos que bajan hacia el lobby. Al verme, grita sobre las cabezas de las tres abarrotadas escaleras que nos separan. ¿A dónde vas? A trabajar, le respondo, James está solo. Jaime sonríe. ¿Ahora vas a trabajar? James ya se fue. El trabajo se acabó por hoy. Vámonos.
Bajo de nuevo al lobby y salimos del edificio. El drama del despido se ha esfumado. Temporalmente. Jaime dice que otro avión se ha estrellado contra la torre sur. No respondo. Hablamos con algunos compañeros por un rato. Nadie sabe que hacer. Los celulares no funcionan. Los teléfonos públicos que funcionan tienen colas de una cuadra. No hay un solo taxi a la vista. Chris pregunta si he tomado fotos. ¿Qué? Ahí me percato de que todo ese tiempo tuve la cámara en mis manos. Ya regreso, digo a nadie en específico. Jaime pregunta mi destino. Respondo que voy a tomar fotos. Inesperadamente, Jaime decide ir conmigo.
9:57 a.m. Jaime y yo bajamos por Broadway hacia las Torres Gemelas. Nos detenemos alrededor de la calle Worth. En el camino he tomado algunas fotos, pero aquí por primera vez tengo un buen ángulo. Tomo más fotos, pero con moderación. Solo tengo doce. Hablamos con algunos que observan los edificios.
Un hombre comenta que ya están rescatando a las víctimas. Sigo su mirada a la azotea de la torre norte, donde alguien parece estar ondeando un mantel blanco. Un helicóptero intenta acercarse, pero cada vez que lo hace aviva las llamas de los pisos inferiores y el humo lo obliga a retroceder.
Otro persona dice que parece que ya están arreglando los edificios y apunta a una esquina en el daño más bajo de la torre sur. Es verdad. Una catarata de chispas da la impresión que alguien está soldando algo. Las chispas son tan gruesas y numerosas que parece que el edificio se está derritiendo por esa esquina. Jaime dice que es impresionante que Giuliani ya esté arreglando el edificio. Increíble, le digo en español. Jaime es panameño. Estos gringos no comen cuento, concluyo con genuino asombro.
9:59 a.m. Una estampida inesperada embiste contra nosotros. Gritos. Levanto la cámara hacia las Torres Gemelas. De alguna manera, todos sabemos que algo terrible va a suceder. Jaime me toma del brazo. Vamos, dice. ¡Vámonos ya! Le digo que me de un minuto y casi inmediatamente la torre sur comienza a derrumbarse. Lentamente. En silencio. Calmadamente fotografío una secuencia del derrumbe. Jaime insiste en irnos sin soltar mi brazo. No le presto atención, pero súbitamente todo vuelve a su velocidad normal y una avalancha de polvo y cenizas vuela hacia nosotros. A medida que se acerca parece moverse más rápido. El cielo desaparece. Nos resguardamos en un restaurante al percatarnos que nunca correremos tan rápido como el concreto pulverizado del edificio. Por las ventanas vemos como la ola arrastra lo que consigue a su paso y deja todo cubierto en un talco gris. Nos marchamos apenas se asienta el polvo. Por ninguna razón en especial tenemos prisa de volver a Salomon.
10:20 a.m. Nos unimos a una gran masa de gente reunida enfrente del edificio de Salomon. Los únicos grandes negocios del vecindario son algunos bares prehistóricos, el Tribeca Grill y Nobu, dos restaurantes propiedad de Robert de Niro. Comemos ahí con frecuencia y tanto el chef como todos los cocineros y mesoneros están en la calle mirando en silencio hacia la única torre en pie. También está el chino de la fototienda con su familia, todos los corredores de bolsa y lo que parece una cantidad exagerada de agentes del FBI.
Es extraño porque la tragedia está a diez cuadras de distancia, pero pronto todo adquiere sentido. Frente al edificio de Salomon hay unas reliquias del pasado industrial de la ciudad. Viejos edificios abandonados de esos con altos y anchos portones de hierro para descargar camiones. Pero en realidad no están tan abandonados como parecen.
Con sus oxidadas puertas abiertas por primera desde que trabajo en Salomon, veo que adentro hay bien iluminadas oficinas que me recordaron al centro de operaciones de 24, la serie televisiva protagonizada por Kiefer Sutherland. Monitores cuelgan del techo. Mapas de las paredes. Son oficinas del FBI. Los agentes han salido para hacer lo que todo el mundo hace, ver arder lo que queda de los edificios más famosos de Nueva York. Y también para tomar el edificio de Salomon, que será usado para almacenar restos humanos y ofrecer atención primaria a las víctimas del ataque terrorista. Hoy en día esas oficinas del FBI son tiendas y apartamentos de lujo. En uno de ellos está el Tribeca Film Center, sede del famoso festival de cine del mismo nombre.
10:25 a.m. Alguien de la cocina del Tribeca Grill que no habla inglés me pregunta si sé que ha pasado. Le digo que nadie sabe. Ese señor parece que perdió a alguien, me dice, apuntando con la barbilla sobre mi hombro. Volteo. Es Chris. Llora mientras pide celulares prestados a cuanta persona pasa. La gente los presta, pero ninguno funciona. Qué pasó, broder, pregunto. Intento recordar si alguna vez había visto a un hombre llorar. Mi cuñado, dice Chris, trabaja en una de las torres. Chris desconoce el piso o la torre. Nos abrazamos. Chris llora sobre mi hombro mientras veo la torre arder por encima del suyo.
10:28 a.m. Mi primer instinto es decir que no se preocupe, que su cuñado seguro trabaja en la torre norte. Pero inmediatamente pienso que si esa torre también se derrumba, solo habré empeorado las cosas. Aún pienso en esto cuando con sigilo reptiliano la torre gemela norte desaparece detrás de un edificio de apartamentos algunas cuadras al sur del edificio de Salomon. En su lugar solo queda una nube con la forma exacta del edificio, incluyendo su gran antena de comunicaciones. Pienso en los pobres diablos que vi ondeando una sábana en la azotea.
Chris intenta voltear. Lo abrazo fuerte. No voltees, le digo. Tranquilo. Chris igual voltea. En silencio vemos la gran nube desparecer sin ningún apuro. Sin mediar palabra me escurro hasta la acera enfrente del Greenwich Street Tavern, una vieja taberna popular en la industria financiera.
10:35 a.m. Todavía sentado, me ahoga un gran sentimiento de culpa. No por haber deseado que pasara algo, sino por la forma en que me conduje ese día. ¿Qué estaba mal conmigo? ¿Cómo es posible que no llorase como todos los demás? ¿Qué clase de animal solo piensa en tomar fotos mientras cientos de personas mueren frente a sus ojos? Siento que todos lo saben y me juzgan. Intento forzarme a llorar para mostrar al mundo que también soy humano, pero empiezo a hacerlo naturalmente. Algunas compañeras de trabajo se acercan y me abrazan. Creen que lloro por la tragedia. En realidad lloro porque me siento como la más grande plasta de mierda del planeta.
10:50 a.m. Mi jefe nos invita a comer. Caminamos a la Pequeña Italia porque no hay transporte público de ningún tipo. En el camino, nos agrupamos alrededor de un indigente y su carro de supermercado. Encima de sus pertenencias tiene un radio de transistores. La radio dice que hay más aviones perdidos y que pueden atacar en cualquier momento. Todos vemos hacia el cielo. Un solitario y lejano avión se mueve de sur a norte sobre Manhattan. Jaime dice que debemos mantenernos alejados de cualquier edificio alto. Todos asentimos.
Comenzamos a caminar pero Chris se queda atrás. Nos detenemos a esperarlo. Tras hablar por algunos segundos con un tipo cubierto en polvo, Chris sonríe y lo abraza. Todos esperamos hasta que se despiden y Chris se nos une con una gran sonrisa. Su cuñado no fue a trabajar ese día. Esta en su casa de Staten Island. Alguien aplaude. Todos nos abrazamos. Gracias a Dios, dice Chris. Todos asentimos otra vez.
Comemos en el primer restaurante que se nos atraviesa. Pido un escocés en las rocas. No recuerdo lo que comimos o hablamos, solo rostros sonrientes por la buena suerte del cuñado de Chris.
12:30 p.m. Nos despedimos enfrente del restaurante. Leslie, una seca y bastante hostil señora que trabaja en nuestro departamento, me da un largo beso. Todo va a estar bien, me susurra. Dice que la llame si necesito hablar y me da su número de teléfono por primera vez en tres años. Todos caminamos en direcciones distintas.
Jaime y yo caminamos hasta el puente Manhattan y lo cruzamos a pie junto a cientos de otros residentes de Brooklyn o Queens. No hablamos. A mitad de camino volteo y tomo la última foto en la cámara. No recuerdo qué pasó después. Nos despedimos en alguna parte de Dumbo y no sé si Jaime caminó a su casa o si los trenes todavía funcionaban en Brooklyn. Lo que sí sé es que poco tiempo después estaba en la estación de trenes de Jamaica, Queens, y que de ahí camino a casa.
3:00 p.m. Llego a casa sucio, afligido, confundido y por alguna razón hasta dolorido. Crystal, una de mis roommates, no trabajó ese día y se horroriza al verme. Me abraza. Estaba tan preocupada por ti, dice. Llamé varias veces pero tu número no caía. La dejo parada en medio de la sala sin dar explicación alguna. Camino al teléfono de la cocina y reviso la contestadora. No hay mensajes. Llamo a Melina varias veces pero las llamadas no conectan con Venezuela. Camino a mi habitación. Tengo tanto sueño. Enciendo la televisión y caigo sobre la cama así mismo como estaba, cubierto de asbestos y posibles restos humanos. CNN es un circo macabro.
5:00 p.m. El teléfono me despierta. Es Jaime. Intercambiamos preguntas, opiniones. ¿Escuchaste al Presidente Bush? Mañana hay que ir a trabajar. Esa es la orden. Le digo que estoy disponible para lo que sea. Pregunto por James. James estaba en la casa de su familia en Montauk. Se niega a volver hasta que todo se calme. Ambos entendemos. ¿Y Alexandra?, pregunto, implicando todas las preocupaciones del principio del día. Jaime dice que Alexandra puede comer mierda. Reímos. Por alguna razón no le gustas, y creo que esa razón es racismo, confiesa. No sé que será y no me importa, le digo, pero es una gran piedra en mi zapato. Jaime dice que no preocupe y aproveche esta oportunidad para reorganizarme. No puedes seguir como ibas. Agradezco el consejo y prometo que estaré en la oficina al día siguiente a las 6. Jaime dice que no esperaba menos.
6:00 p.m. Tras una hora de la peor televisión que he visto en mi vida, voy a la cocina y preparo un sándwich. El teléfono repica mientras como. Es mi mamá. Hablo con ella muy esporádicamente. Nuestra relación no es muy buena. Tras pocas palabras me pasa a mi tía Nelly. Nelly me habla por algunos segundos antes de pasarme a tía Eduy, y esta me pasa a tía Maya. Todas dan gracias a Dios. Mi mamá toma el teléfono de nuevo. Te paso a tu papá, dice. Con mi papá la relación es más complicada, por no decir inexistente. No recuerdo la última vez que hablamos. Muy seguramente antes de salir de Venezuela a finales de los 90s.
Papá pregunta si todo está bien. Todo bien, le digo, gracias por llamar. ¿Cómo se ve la semana después de esto? Le cuento que tengo que trabajar al día siguiente. Que el Presidente Bush lo había ordenado o algo así. Papá dice que Bush tiene razón. Que no me quede encerrado ahí. Que salga y haga todo lo que tenga que hacer como si nada hubiese pasado. Murmullo un gracias. Le digo que hablamos después, que tengo que irme. Me despido y llamo a Melina. La pobre casi se muere del susto. Hablamos por un buen rato.
Tras colgar, tomo una larga ducha y me tiro a la cama sin ropas. Me duermo instantáneamente.
Septiembre 15
5:30 a.m. Entro al ascensor del edificio de Salomon y presiono mi piso en el tablero. Es mi primer día de regreso a la oficina desde la tragedia. Estoy disfrazado de Patrick Bateman. Hasta ayer he usado un salvoconducto para cruzar Manhattan e ir a trabajar en un edificio de emergencia de Salomon en Nueva Jersey. Este cuento merece su propia historia.
Las puertas empiezan a cerrarse, pero una mano interrumpe el proceso. Las puertas se abren de nuevo y entra la mismísima Alexandra. Cruzamos miradas. Las puertas se cierran y ascendemos en silencio, uno al lado del otro. Los elevadores de Salomon son de doble cabina, por lo que a veces se detienen mientras la otra cabina sirve otros pisos. Ese día se detuvo bastante antes de finalmente llegar a su piso. Las puertas se abren y Alexandra sale sin despedirse, pero antes que vuelvan a cerrarse, ella vuelve a interrumpir el proceso bloqueando el sensor con la carpeta de manila que lleva en una mano.
Alexandra me ve a los ojos fijamente por un larguísimo instante. Es obvio que piensa en cómo decir lo que quiere decir. Finalmente suelta un gran suspiro. Creo que todo esto puso las cosas en perspectiva, dice. ¿No crees? Me muerdo los labios. Desde el ataque habíamos hablado por teléfono todos los días debido a la naturaleza de nuestro trabajo. Esta era la primera que nos veíamos y la primera vez que mencionaba nuestro conflicto. Definitivamente, le respondo sin muchos ánimos. No tengo ningún interés en arreglar nada con ella.
Alexandra asiente y esquiva mi mirada. Suspira de nuevo. Sus ojos se fijan en todo lo que hay en el ascensor menos mi rostro. Busca algo más que decir pero tarda demasiado y se activa la alarma del ascensor porque está bloqueando la puerta. Al fin, su cabeza se desploma y arrastra los pies hacia su oficina. Claro, claro, dice mientras se cierran las puertas.
* * *
Un año después hable de ella con Jaime. Ambos creímos que cambiaría tras los terribles acontecimientos que experimentamos juntos en los días posteriores a los ataques, pero no. Continuó siendo la misma pesadilla y abogó por mi despido por el resto de los años que trabajé con ella a pesar que casi inmediatamente intenté hacer las paces. En su cumpleaños y en todos los San Valentín le envié un ramo de rosas y una nota con el mismo mensaje. Te perdono. Jamás respondió.
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