Alto y bajo

La sensación real de apunamiento la comenzó a sentir en Potosí, ciudad boliviana a cuatro mil doscientos metros de altura y de un color gris que invitaba a la depresión. El Cojito no tenía tiempo para deprimirse, estaba allí por su propia voluntad y con todos los gastos pagos. Pero no se sentía bien, la liviandad de sus pasos y el estómago revuelto lo obligaron a beberse una buena cantidad de mates de coca y tomar el cuarto de un hotel por las seis horas que restaban a la partida del ómnibus hacia Cochabamba.

Los días subsiguientes viajó de Cochabamba a Oruro, de Oruro a la Paz, de la Paz al Chapare y vuelta a La Paz, cruzó la cordillera a bordo de un avión Hércules que hacía de frigorífico y visitó campos increíbles.

Ya estaba cumplida la función de su viaje, le habían pagado para que recorriera Bolivia en busca de campos donde establecer un criadero de búfalos y había conocido muchos lugares interesantes, sacado fotos y concretado valores. Por conversaciones con productores se enteró de una exposición ganadera en Trinidad, en El Beni, al Noreste del país. Si bien no estaba en sus planes, le pareció un desperdicio estar tan cerca y no asistir. Averiguó las rutas posibles y todas representaban entre uno y dos días de viaje inseguro a través de zonas medianamente peligrosas, la única ruta segura implicaba ir a Santa Cruz de la Sierra y desde allí subir por la vía del este, pero serían tres días agotadores. Finalmente optó por tomar un avión desde La Paz a Trinidad, de esa manera el periplo sería de 50 minutos. En la Paz llovía y el frío hacía doler los huesos, una hora después estaba en medio de la selva tropical con 35 grados centígrados y un verde envolvente y húmedo que cubría todo. Bajó del avión en la pista desierta. Un señor de aspecto humilde le ofreció un taxi, aceptó concretando un valor bajo, pero el taxi en cuestión era una Honda de 100cm3 en la que se colocó tras el chofer. En quince minutos pararon en la puerta de un hotel donde el cojito tomo la mejor habitación. El dormitorio estaba bien, no tenía TV, pero sí baño privado. La puerta daba a una galería que rodeaba un precioso jardín con un aljibe en el medio. La encargada del hotel le sugirió lugares para comer y el cojito marcho a paso lento por las calles de la ciudad hasta desembocar en la plaza principal. Trinidad era una ciudad maravillosa, daba la sensación de estar en el siglo XIX, no sólo por sus veredas techadas sino también por su gente silenciosa y con revólveres en la cintura. Luego del almuerzo tomó el mapa del lugar y buscó el sitio de la exposición. Quedaba retirado, a más de cinco kilómetros. El mozo le sugirió que alquile una moto y así lo hizo. Montado en la Kawasaki GTO de 80cm3, se sentía feliz, recorrió la ciudad y finalmente se dirigió a la exposición. De tan humilde hasta parecía simpática. Unos pocos animales encerrados y feos, cuatro personas dando vueltas. Eso era todo, se preguntó: ¿cómo alguien tenía el coraje de hacer un panfleto promocionándola como «exposición ganadera de Beni?». Sólo una nota de color, el toro de tres cuernos, un espécimen cebú bastante feo, pero con un gran cuerno que surgía cual rinoceronte sobre su nariz.

En media hora recorrió lo poco que había y conversó con los cabañeros, fueron estos los que lo invitaron a la fiesta de la noche.

Volvió al hotel, durmió una corta siesta, se duchó y partió hacia la fiesta.

El predio estaba en penumbras, pero en una construcción cercana se escuchaba música. Hacia allí se dirigió. La fiesta no era gran cosa, un montón de mesas desparramadas en el terreno, unos tablones con caballetes formaban el bar y en la pista de baile un par de parejas se movían sin demasiado entusiasmo. Como era su costumbre, el cojito se sentó a observar a la gente mientras se tomaba unas cervezas. El lugar se fue llenando, luego de una hora no quedaban mesas libres y la pista estaba abarrotada. Miró una rubiecita bastante linda y la sacó a bailar, fue lo único que pudo hacer, porque durante la canción no logró sacarle palabra, sin mediar despedidas volvió a la mesa, ahora ocupada por un par de señores. Amagó seguir de largo pero lo retuvieron los invasores invitándolo a sentarse con ellos. Se presentaron. José era del pueblo, le explicó a que se dedicaba pero el cojito sacó la conclusión de que era medio atorrante; el otro era francés, Michel decía llamarse y andaba viajando solo por Latinoamérica. Había contratado a José de guía y este lo paseaba por la zona en su moto. El francés no hablaba bien español, pero se hacía entender, en realidad, luego de tres horas de cervezas a ninguno de los tres se le entendía demasiado lo que hablaba. La cabeza del cojito daba vueltas pero sólo quería seguir tomando cerveza y hablando pavadas con sus amigos, estos actuaban de igual manera, por lo que de esa mesa sólo salían risas y eructos potentes. A las cuatro de la mañana se apagó la música, pero los muchachos siguieron bebiendo durante media hora más, hasta que el bar cerró. Abrazados los tres y tambaleándose llegaron a las motos, el francés subió a la de José y el cojito a la suya. El cojito no recordaba como volver por lo que debió seguir la otra moto. Al principio iban despacio, pero en cuanto el viento les despejó un poco la cabeza comenzaron a acelerar más de lo debido. Milagroso fue que llegaran sanos y salvos. En la puerta del hotel concretaron verse al día siguiente para ir de pesca. El cojito durmió hasta la tardecita. Supuso que se había perdido la pesca pero no le importó demasiado, salió a comer al restaurante del día anterior y pasó el resto de la noche mirando TV sentado en una silla en el patio interno del hotel con la belleza del lugar y de la noche. Había un pasajero en el hotel que sólo salía de a ratos y regresaba cargado de cigarrillos de rara procedencia, esa noche al regresar se sentó junto al cojito, no se dirigieron la palabra, sólo compartieron un cigarrillo y luego se fueron a dormir.

Al día siguiente dio por finalizada su estadía en Trinidad, devolvió la moto y tomó un ómnibus hacia Santa Cruz, pero eso es otra historia.


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