El año pasado, a medida que se acercaba el aniversario del 11 de septiembre, revivió la campaña que existe en mi familia para convencerme de que abandone Nueva York para siempre. La batalla es con mi madre y mi padre. Mi padre en particular, desde que tenía 15 años. Es decir, desde la vez en que toda la familia vino a Manhattan para pasar un fin de semana largo hace 14 años.
Mamá, papá, mi hermana menor Mandy y yo nos quedamos en un hotel en Midtown, visitamos el Museo Metropolitano y pasamos por donde una tía medio loca que vive en el Upper West Side. En Nueva York, yo sentía como si hubiera abierto los ojos por primera vez tras crecer en el demasiado aburrido Toronto. Sin embargo, mis papás y yo estábamos viendo dos películas completamente distintas.
En Times Square, que era mucho más intenso de lo que es ahora, mi padre vio sus peores pesadillas hacerse realidad: prostitutas, sex shows, travestis, carteristas, mendigos, estafadores, lunáticos, tráfico, basura y un asesino con un arma acechando en cada sombra. Tal vez le recordaba a la India, de donde había huido hacía 25 años. Durante todo el viaje nos hizo caminar en fila india del lado de la acera contrario a la pared.
Yo hallé a los artistas callejeros fascinantes. Nunca en mi vida había visto a tanta gente con tal falta de inhibiciones. Viniendo como vine de un país donde no cruzar la calle por la esquina es considerado un delito en contra de la humanidad, aquí todo me parecía posible. Mi papá, mientras tanto, no dejó de imaginarse a su hija dentro de una bolsa de plástico en la morgue.
La lucha surgió de nuevo cuando llegó el momento de escoger una universidad. Yo dije Columbia, él dijo Smith. Yo sugerí la Universidad de Nueva York, él contraatacó con Wellesley. Él no sólo me quería lejos de la ciudad, me quería lo más lejos posible de cualquier hombre. Peleamos durante meses; él insistiendo que yo terminaría siendo una marginal viviendo en el Lower East Side.
Al final llegamos a un acuerdo con McGill, en Montreal, años luz de Nueva York, pero mucho menos cara y al menos un cambio de escena de mi aburrido terruño anglosajón. Ahí empecé a planear mi escape. Un día vine a la Universidad de Nueva York para hacer un curso de verano y jamás volví al Canadá. A principio de los años noventa había más crimen en la calle de lo que hay ahora y me costaba mucho esconder esto de mis histéricos padres. En mis primeros días en la ciudad fui la desafortunada testigo de un grupo de malandros que medio mataban a un mendigo a patadas en la parte baja de la 5ta Avenida.
Hombres pasaban en bicicletas y les arrebataban la cartera a las mujeres. Hubo un tiroteo durante el robo de un deli a pasos de los dormitorios de NYU en la calle 10 del West Side. En medio del robo el coreano dueño del deli sacó una escopeta y le voló la cabeza al ladrón. Pero como ojos que no ven, corazón que no siente, jamás le dije una palabra al viejo. Incluyendo acerca de las gigantescas cucarachas que tenía como roommates en el estudio que más tarde tendría en la Calle 12 del East Side, cuyas escaleras los vendedores de drogas del vecindario utilizaban como oficina.
En visitas posteriores, papá y yo caminábamos la novena avenida desde mi apartamento en Hell’s Kitchen, mientras poco a poco él iba enloqueciendo de tan sólo ver las manchas de chicle en las aceras, creciendo con cada paso su rabia e indignación.
—Estas personas son animales—, me aseguraba casi en un susurro. Yo trataba de animarlo y le preguntaba ¿Dónde más puedes conseguir comida etiope, peruana y afgana y en una misma cuadra?
Tan sólo el olor lo volvía un energúmeno. Toronto es tan limpio. Yo terminaba explicándole que «con el tiempo te acostumbras». Para él, todo en la ciudad gritaba Tercer Mundo. Yo sé que tenía razón, pero quería vivir aquí de todas formas. Cada vez que interactuábamos todo siempre terminaba en sermón, y al final esto se convirtió en la única base de nuestra relación. La única manera en que podíamos identificarnos uno al otro.
Su compromiso al repetir siempre las mismas frases una y otra vez era impresionante. Era como un perro que no quiere soltar un palo. Mientras más duro jala uno, más firme esos dientes se clavan en la madera.
Tratando de cambiar las cosas experimenté con diversas estrategias. Molestarme con él (inútil), cambiar de tema (imposible) y tratar de ser razonable (una pérdida de tiempo). A medida que me acercaba a mí cumpleaños número 30, la rutina empezó a volverse costumbre.
Parte del problema era que a mí me importaba lo que él pensaba ya que posiblemente ese era el único aspecto de mi vida en el que él sentía que tenía algo que decir. Si me mudara ahora no estoy segura de tener algo qué hablar con él.
La cruzada continúa. Ahora yo me preocupo también, sólo que acerca de problemas mayores que las pequeñas molestias que constituyen la vida en Nueva York. Cada vez que a algún burócrata se le ocurre cambiar el nivel de alerta terrorista el teléfono repica. La ansiedad en la voz de mi padre me perturba. Sus peores pesadillas se han vuelto mucho peores aún. No puedo explicarle por qué aun sabiendo que vivo en una diana gigantesca, eso no me lleva a querer irme. Todo lo que puedo decir durante esas interminables conversaciones es «No estoy lista. Todavía no».
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