Los hijos de Castro

Han pasado 50 años desde que Fidel Castro se graduó de abogado en la Universidad de La Habana, su alma mater, donde ahora todo el mundo parece estar pasándola bien. En vez de estudiar, los estudiantes de las diversas cátedras compiten en polo acuático, fútbol, racquetball, atletismo, natación y karate. Los juegos anuales del Caribe, un acontecimiento atlético de tres semanas, están en marcha. Aunque las clases no han sido canceladas oficialmente uno de los estudiantes me asegura que nadie asiste.

Llegué al campus universitario unas pocas horas después de desembarcar de mi vuelo desde Montreal, motivada por una curiosidad post-Elián de saber cómo vive la gente joven en la isla de Castro. Apretujada en las gradas de cemento azul de una piscina al aire libre, un muchacho de 23 años de piel cobriza y ojos claros se me presenta como Alejandro. Está pidiendo prestados zapatos de goma para poder competir en una carrera en la que muchos estudiantes corren descalzos.

Alejandro estudia inglés y alemán a pesar de tener poca esperanza de alguna vez visitar Inglaterra o Alemania. Vive con su padre, su madre, su tío y sus cuatro hermanos en un suburbio de la Habana llamado La Lisa. Vivieron en Rusia por algunos años cuando su padre, un militar, fue enviado como agregado. Su padre ahora está retirado y su mamá da clases particulares a estudiantes—una práctica que es ilegal pero común.

Alejandro dice que los estudiantes pagan 30 pesos al mes por ir a la universidad (el equivalente a $1.50) y me muestra su tarjeta de racionamiento. Esta le da derecho a cinco comidas en la cafetería universitaria cada semana. Su familia recibe una tarjeta aparte para ir al supermercado. Alejandro es muy bien parecido pero su cuerpo, incluso su cara, es huesuda, angular, demacrada.

«Estoy de acuerdo con el racionamiento», me dice. «Están intentando dar lo mismo a cada persona pero todos no siempre reciben lo mismo. Es imposible, pero es bueno que estén tratando de solucionar el problema».

Ale vacía su morral y me muestra su carné de estudiante, un cassette de Metallica y un cuaderno. Me pregunta si me gusta Cher. ¿Sabías que su nombre completo es Cherilyn LaPierre y que nació el 20 de mayo de 1945? Consiguió esta información, me dice, en «La Enciclopedia de Nuevos Grupos». Ni siquiera pienso en discutirlo.

«No sé si sabes acerca de Elián González», continúa, como si fuera posible no ver las docenas de carteles en la ciudad con la cara del niño tras las rejas. «No necesitamos luchar para ganar. Ganamos siempre con nuestras ideas».

«¿Entonces, a ti te gusta Cuba?», le pregunto. «¿No has considerado irte flotando dentro de una tripa hasta La Florida?»

«Bueno», contesta cuidadosamente, «muchos se van a Estados Unidos porque ven todas las cosas que pueden tener allí. Piensan que si se van sus vidas serán mejores. Pero no hay garantía de ello». Aún así entiende por qué se van. «Uno tiene que hacer lo que tiene que hacer. Si yo tuviera una buena oportunidad en otro país tomaría ventaja de eso. No tiene nada que ver con política».

«Si yo viviera en otro país», continúa, «no podría estar cerca de la playa. Cuando fuimos a Rusia vivíamos cerca de un río. Me volvía loco por echar una nadada. Pero cuando vi que el agua no era como en nuestras playas y que había rusos tomando el sol y nadando en ropa interior deseé regresarme a Cuba».

Hacer amigos en Cuba es como ser adoptado. Cuando Alejandro se va a su carrera soy transferida al cuidado de sus amigos. David, un muchacho larguirucho con una voz profunda, es el atleta estrella de la escuela; Omar, un fanático greñudo de Bob Dylan que tocaba la guitarra pero se le rompieron las cuerdas y no puede conseguir reemplazos; y Dayron, quien estudió en Belice y está haciendo post-grado. Todos hablan inglés y tienen la esperanza de ser asignados—los trabajos en Cuba son asignados, no se tiene que aplicar a ellos—como traductores una vez que se gradúen.

También me presentan a «un VIP»—el presidente de la Liga de la Juventud Comunista. Es un hombre negro buen mozo con una sonrisa enorme y la presencia de un líder. Usa una camiseta por dentro del pantalón con la palabra «Beijing» y la foto de un panda. Los muchachos me cuentan que la mayoría de los estudiantes pertenecen a la juventud comunista. No se castiga a los estudiantes que critican al gobierno—me dicen—pero la «gente los mira diferente». «Los miembros de la liga intentan demostrarles que nuestro gobierno está en lo correcto».

Pero basta de política—hay una fiesta a la una en uno de los sitios preferidos de los estudiantes de la universidad.

«Nos llaman los rumberos de la escuela», dice Dayron.

«¿Oh sí?», pregunto con una mueca. «¿Y qué se necesita para hacer una fiesta en Cuba? ¿Alcohol?»

«Sí, alcohol y baile».

«¿Drogas?»

«¡No! No tenemos ese problema aquí».

«¿Comida?»

«No. Sólo ron. Y bailar».

«¿La universidad proporciona el ron?»

«Por supuesto. Suenas sorprendida».

«Bueno, en los Estados Unidos no nos animan exactamente a emborracharnos en la escuela».

«Bueno amiga mía», se ríe él, «este es un país libre».

Caminamos algunas cuadras hasta la Federación de Estudiantes Universitarios, que resulta ser un establecimiento sumamente exclusivo. Me toma un rato convencer a los tipos de seguridad en la puerta pero los muchachos me anuncian como embajadora de la paz, título que orgullosamente admito. Una amplia escalera conduce a la puerta de una casa de tres pisos, donde carteles de colores brillantes al estilo Warhol de Fidel Castro y el Che Guevara adornan las paredes al aire libre.

La fiesta, sin embargo, es en el patio, al aire libre, en donde un DJ se levanta en una cabina sobre la pista de baile de cemento rodeada por mesas y sillas de metal. El ron se dispensa desde dos tinas gigantescas y se vende por centavos a los estudiantes que han traído sus propias botellas vacías. Dayron estaba en lo cierto, no hay ningún alimento. Ahora son las 7 p.m., el sol se ha puesto, la gente no ha comido desde el mediodía pero nadie ve nada inusual en esto.

El lugar está lleno de mujeres y hombres jóvenes en camino a ser biólogos, psicólogos y abogados. La gente me grita «¡A mí me gusta el inglés!» y me invitan a quedarme en sus casas. Bailo con varios hombres, traicionando la rigidez de mis caderas americanas, y me aventuro hasta la cabina del DJ. Los dos DJ’s felizmente me dejan examinar su colección, que no consiste de discos de acetato, ni de CDs, sino de casetes. Y ni siquiera casetes, sino copias de casetes. Segundas y terceras generaciones de casetes regrabados. Los audífonos del DJ están quebrados por la mitad.

La noche siguiente me invitan a una fiesta en un pueblo cercano a La Habana llamado Alamar. Mientras más me alejo de la capital, la destruida arquitectura típica es substituida por gigantescos complejos de apartamentos que serían derribados en los Estados Unidos. Se ven los ladrillos y los postes del teléfono y los alambres eléctricos se lían y encadenan peligrosamente. Las calles se extienden vacías y oscuras.

Los interiores, sin embargo, son otra cosa. El apartamento que estoy visitando tiene el piso embaldosado, muebles de mimbre y cuadros enmarcados de Picasso en la pared. David toca discos compactos prestados en un equipo de sonido que trajo para la ocasión. Comemos y bebemos galletas con mantequilla de ajo, chicharrones de cerdo, vino casero y botellas de ron. Por primera vez en mi vida juego dominó, y mi compañero, un tipo flaco que es el doble de Jerry Seinfeld, no se molesta por perder 100 a 0. Repite una y otra vez algunas de las pocas palabras que sabe en inglés: «We are the winners!»

Sin ningún tipo de sustancias con que alterar la mente, pero con gran imaginación, jugamos juegos que me recuerdan al bachillerato. En uno de ellos cada persona escribe un elogio o una pregunta anónima a otro de los jugadores. Por ejemplo, «¿Por qué estás tan serio esta noche?» o «Eres un gran jugador de voleibol». El jugador lee la nota, escribe una respuesta y tacha su nombre. Después pone la nota en una pila que se leerá en voz alta. Le escribí a Alejandro, «Eres muy inteligente». Cuando una de las muchachas lee la nota Ale me responde: «Obviamente, me subestimas».

Luego jugamos otro en el cual los muchachos, como grupo, eligen una pregunta para las muchachas. Mientras están eligiendo, las muchachas deciden cuál de nosotras contestará la verdad—el resto de nosotras mentirá. La pregunta de los muchachos es, «¿Dónde te gusta más hacer el amor?» y «¿Qué parte del cuerpo te gusta más que te besen?» Nosotras respondemos por turnos y los muchachos adivinan quién dijo la verdad.

El sexo es una de las pocas formas de entretenimiento asequibles en la isla, pero es difícil encontrar un lugar aislado en el cual tenerlo. En Cuba se pueden alquilar cuartos por hora, pero alguien me dice que una de las formas más populares de hacer el amor es la que llaman «amor vertical». También me dice que los condones son el método preferido de control de la natalidad, pero no mencionan que la tasa de aborto de Cuba es la más alta del hemisferio.

Los abortos han sido legales desde los años 1940 y se realizan gratis en los hospitales. Como en los Estados Unidos, la gente pospone casarse hasta que están casi en los treinta y la tasa de divorcio es alta. «Noventa y nueve por ciento», alguien me bromea (En realidad la tasa es 3,7 divorcios por cada 1000 personas, casi igual que el índice de 4,3 en los Estados Unidos según estadísticas de las Naciones Unidas).

Cuando suena una canción de los Backstreet Boys, cinco muchachos se alinean y revientan repentinamente en movimientos que harían llorar a la banda americana. Alrededor de las 4 de la mañana intento llamar un taxi de un teléfono público. No tengo nada más pequeño que un dólar, que, de poder usarlo, compraría cien llamadas. Pero no puedo, así que Alejandro paga. Aun así no tenemos éxito con el sistema de teléfonos y tengo que quedarme a dormir.

Doce de nosotros nos vamos al apartamento de David. Entramos a su cuarto, tratando de no molestar a su familia dormida. El cuarto es pequeño, frío e iluminado por bombillos fluorescentes. Afiches de Alicia Silverstone y estrellas de la NBA cubren las paredes. Siete personas se apilan en la cama. Alejandro y yo nos acostamos en el piso. Jugueteamos hasta que un gallo en el patio comienza a cantar.

A la salida del sol ya hay una cola larga para tomar el autobús. Un funcionario entrega boletos a la gente en el orden en que llegaron. Logramos tomar el siguiente autobús y Dayron paga mi pasaje, aunque, con el dólar que tengo en la mano, pagaría cientos de ellos. La caballerosidad aún vive en Cuba.

La ciudad de Santa Clara—donde ocurrió una de las batallas que definiría la Revolución—es famosa por su estatua gigante del Che Guevara. Batista huyó tan pronto como los rebeldes tomaron Santa Clara y un espíritu de energía y optimismo se pasea por sus calles. En cada cuadra la gente está jugando algo: béisbol, rayuela, dominó. Parejas en motocicleta nos pasan cerca llevando panes bajo el brazo. Un hombre carga una televisión en una carretilla. La gente enciende fogatas y cocina guisados en medio de la calle. Y cuando paso cerca de un muchacho de 26 años llamado Ernesto (en honor a Ernesto «Che» Guevara) este me da un ramo de flores. Me adoptan otra vez.

Ernesto quisiera tener un restaurante. Y no es ninguna sorpresa. Él y su amigo Tony me conducen a un paladar—un tipo de restaurante incógnito funcionado en la casa de alguien. Nos colamos furtivamente por una escalera en espiral estrecha a un cuarto minúsculo con las ventanas cubiertas y dos mesas pequeñas. Yo ordeno pero ellos insisten que no quieren nada. Les pido cervezas de todos modos y le digo al dueño que traiga platos adicionales. Una vez que llega la comida—pollo, camarones, arroz, habas, ensalada y plátanos—los dos se relajan, pero sólo un poco. La cuenta llega a casi $30. Acabo de gastar en nuestra cena la suma que le tomaría tres meses ganarse a un cubano.

Tony es un técnico en música para las bandas que tocan en Santa Clara. «¿Te gusta Metallica?», me pregunta. «¿Gun’s N’ Roses? ¿Whitesnake? ¿Nirvana? Santa Clara es la capital del rock». Cuando nos vamos a un bar él hace lo qué él piensa es un favor y pide estas bandas a la cabina de DJ una y otra vez.

En la noche—de regreso a mi hotel—me detiene un grupo de muchachos en un Cadillac púrpura preservado desde los años 1950. Tales carros son comunes en Cuba, pero es extraño ver a una persona joven manejar uno de ellos. Diez muchachas están apretujadas en el asiento de atrás—el dueño del carro y sus dos amigos, obviamente, lucen orgullosos de esto.

Las muchachas, me entero, estudian farmacología en la Universidad de Santa Clara, y dos de los muchachos van al bachillerato. El dueño del carro no terminó la universidad, y cuando le pregunto si planea hacerlo, todos ríen nerviosamente. Es como si le hubiera pedido a Bill Gates que regresara a Harvard por el par de créditos que le faltan para terminar su carrera.

«¡Él tiene carro! ¡Ya no necesita hacerlo!»

Uno de los muchachos dice que él conoce a un tipo que se fue a Miami y se compró dos carros en seis meses. Esto produce una ola de «oohs» en las muchachas, que me miran para confirmar que esto es posible. Cosas como estas son leyenda.

Me preguntan si tengo carro en los Estados Unidos y contesto sí. Doce pares de ojos críticos, curiosos, se fijan en mí, y me siento un poco culpable. Intentando desviar la atención, pregunto a los muchachos que hacen además de ir a la escuela.

«Paseamos» dice la muchacha más habladora, la líder.

¿Sólo pasear?

«Y ver qué conseguimos para comer».

No toda la gente joven en La Habana tiene la fortuna de ser estudiante de la universidad. Para entrar en la Universidad de La Habana los estudiantes deben pasar una serie de rigurosas pruebas de admisión. Una vez adentro, los estudiantes deben pasar más pruebas para ser admitidos a la carrera que prefieren. «¿Qué le pasa a los que no entran?» le pregunto a Dayron. Él se encoge los hombros. «Hacen otra cosa».

Para algunos, otra cosa significa ser jinetero. El término que literalmente se aplica a los jockeys, se refiere sobre todo a las prostitutas, pero también se utiliza para describir a los jóvenes capitalistas en busca de turistas a quienes exprimirles unos dólares. Los jineteros vienen en versiones masculinas y femeninas, y en La Habana ellos se pasean por los alrededores del «Coppelia», que es el lugar para ver y ser visto.

Una noche en el «Coppelia» se me acerca una muchacha de 25 años llamada Alicia y una amiga más joven que—al parecer—estaba en entrenamiento. Impaciente por complacerme, Alicia me pregunta si deseo ir a una fiesta o a una película o a un club. Al final me lleva a un bar llamado «La Red». Allí me dice que ella y su amiga son profesoras de salsa, lo cual más tarde aprendo, es una popular y vagamente definida profesión en Cuba.

Este club está cerca de varios hoteles. Un canal de televisión pasa videos de música americanos con influencia latina de artistas como Christina Aguilera, Jennifer López y Elvis Crespo. Los «profesores del salsa» me dan una improvisada clase en la pista de baile ante los ojos envidiosos de los presentes. Todos juntos están aprendiendo a cómo manejar esta economía.

Alicia pide una ronda de tragos. Cuán generosa, pienso. Sólo más tarde—cuando estamos listas para irnos—me doy cuenta de lo que sucede al recibir la cuenta por los tragos y me cobran $8 por entrar. Alicia consulta con el portero. Aparentemente se acaba de ganar una semana de paga. Cuando regresa le digo que estoy cansada y lista para irme a la cama. ¿Seguro? me pregunta. ¿No hay nada más que pueda hacer por mí? ¿Alcohol? ¿Drogas? ¿Marihuana?

En Cuba no se ve bien a las personas que no le dan la cola a otras en las autopistas. Si tienes carro y aunque sea un pequeño espacio dentro de él, se espera que tomes pasajeros. De hecho, trabajadores del gobierno en bragas amarillas colocados a lo largo de las carreteras detienen a los conductores y organizan el proceso.

Unos treinta kilómetros afuera de la ciudad de Trinidad detengo mi Peugeot turquesa alquilado para darle la cola a Iván, un profesor de natación de 26 años. Iván trabaja dos mañanas a la semana en una escuela primaria varias ciudades lejos de su casa. Debido al problemático sistema de transporte, sale de su casa a las 5 de la mañana para poder llegar a su trabajo a las 8:30.

«¿Pero qué haces los otros cinco días?» Él se ríe. «Las muchachas piensan que estoy loco porque todo lo que lo hago es pescar». Alrededor 8 de la mañana, me dice, se ata una red al tobillo, toma su arpón y nada cinco kilómetros mar adentro. Solo. Y no sale del agua hasta que ha cogido al menos 70 pescados o llega la noche. Es ilegal agarrar las langostas—están reservadas para la exportación. En tierra firme vende los pescados a cinco pesos cada uno a hogares que funcionan como bed and breakfast para turistas que cobran alrededor de $15 por noche.

Iván se llama a sí mismo «Indio» debido a su piel rojiza, pero el color de la piel no es problema en estos lares. El cincuenta y uno por ciento de la población cubana es mulata. Gente de todas las razas trabaja y socializa junta y la discriminación es apenas perceptible al visitante americano. Racismo, me dicen, es un problema de menor importancia aunque es más sensible en las provincias.

Iván vive con su abuela, su mamá y su padrastro. Quisiera mudarse, pero dice que no es posible. Existe tal escasez de vivienda que muchos recién casados no consiguen un lugar propio—y ni hablar que le concedan uno a un hombre soltero. Iván quisiera vivir en los Estados Unidos, pero sólo por un tiempo. «Podría abrir un restaurante cubano por unos meses y hacer bastante dinero para devolverme y vivir como un rey».

Más adelante caminamos por la ciudad. Los bares están llenos de canadienses, italianos y franceses. Le pido a Iván que me lleve a uno donde vayan los locales, pero realmente no hay uno. Una cueva gigante en una ladera la han convertido en un nightclub. Iván ha ido sólo un par de veces, cuando ha vendido muchos pescados y puede permitirse pagar los $7 que cobran de entrada. La ciudad—al parecer—no pertenece a los cubanos. Pertenece a los turistas.

En el club, un joven en pantalones negros, camiseta camuflada pegada al cuerpo y lentes de sol baila ostentosamente. Iván lo señala y dice: «Gay». Hace una cara de repugnancia y dice que hay muchos homosexuales en Cuba. «¡Son un problema!»

Dos días más tarde despierto a punta de golpes en la puerta. No son las 7 a.m. Un oficial de inmigración en uniforme del ejército me ordena ir a su oficina para resolver un asunto con su jefe. Todavía medio dormida lo sigo a un complejo de edificios de concreto en una calle sucia donde me llevan a una pequeña oficina. Allí soy interrogada por dos soldados.

Son severos pero comprensivos. Sólo están haciendo su trabajo, cerciorándose de que todas las noticias sean publicadas por el único periódico nacional, el oficialista Granma. Me piden que les confirme lo que han leído en él sobre los Estados Unidos y mis respuestas los atontan. Sí, la universidad cuesta $24.000 por año. Sí, los niños se caen a tiros en la escuela. Y sí, debemos pagar para ver al doctor. «¡Dios Mío!»mascullan.

El soldado de más rango me da una charla sobre las diferencias entre una visa de periodista y una visa turística. «Mucha gente no entiende Cuba», me dice. «Vienen aquí por algunos días y cuando llegan a su país escriben cosas negativas». «Con esta visa», continúa, sosteniéndola frente a mí, «usted puede ir a las cascadas, a la playa y a tomar fotos bonitas. Deje de hacer preguntas».

Hay un refrán cubano que reza, «Si tienes amigos, tienes un central»—si tienes amigos, tienes una fábrica. Cualquier cosa puede ser producida.

Necesito un lugar donde permanecer mis ultimos dos días en La Habana. Despues de regar esto entre mis conocidos doy con el hogar de la familia de Elisa, una mujer que cruza el límite superior de la Generación X. Cuatro generaciones del clan de la familia de Elisa viven en la casa y se las arreglan para reordenarla, hacer espacio para mí, alimentarme y darme una rara moneda de tres pesos con la imagen del Che Guevara. No me dejan ver la televisión cada vez alguien en ella descarga contra la diabólica mafia de Miami (lo cual es frecuente) y me dicen que yo soy «familia».

La hospitalidad es asombrosa, pero la casa se está desmoronando. Las paredes y los techos están llenos de agujeros, cucarachas corren a través de la sala y el cuarto de baño es asqueroso. Ropa interior grisácea cuelga de ganchos al lado de la ducha. La poceta funciona sólo de vez en cuando y el material para limpiarse (que no necesariamente es papel tualé) debe botarse en un pipote de basura porque el pozo séptico no tiene capacidad suficiente para eso. En la ducha uno debe pararse en una colorida tina de plástico dentro de la bañera o las centenares de moscas miniatura que viven en y alrededor del drenaje salen en enjambre en una nube negra.

Tratando de aligerar mi carga para el viaje de vuelta al hogar, filtro cuanto encuentro en mi maleta. Elisa acepta todo lo que le ofrezco, incluyendo una camisa, champú, jabón, crema para las espinillas y un desodorante medio usado. Se contenta especialmente con los rollos de película y las baterías, y cuando me dice algo sobre mis zapatos, también se los doy. Su mamá pierde el juicio cuando le doy una pintura de uñas.

A mí me daba la impresión que Elisa es de alguna forma una mujer de poder, por lo que no me sorprende cuando me entero que trabaja en oficinas gubernamentales de alto nivel y que en algún momento trabajó con Raúl, el hermano de Fidel. Muchos estudiosos de Cuba especulan que Raúl tomará el lugar de Fidel cuando se muera, pero Elisa me ve de lado cuando traigo esto a colación y menea el dedo índice.

«No, no, no», me dice. Raúl no tiene personalidad, ninguna habilidad para la dirección, la gente no gusta de él. «Pero no pienses por un segundo que Fidel no ha pensado en esto», me dice. Elisa golpea ligeramente su dedo índice en la sien y dice, «Él sabe. Él ha estado entrenando gente…No puedo decirte los nombres, pero son buena gente». Me cabecea y me guiña un ojo. «No te preocupes, buena gente».

«¿Cuba entonces se convertirá en una democracia?» le pregunto. «¿Habrá capitalismo?» Medio cierra los ojos y piensa. «Poco posible», me dice uniendo su índice y pulgar, «muy, muy poco chance».

Al día siguiente paseamos con Lili, una amiga de Elisa. Todavía no he entendido la ética de trabajo del cubano. Todo el mundo o vende algo o vaga lentamente a través de las calles o espera una cola hacia alguna parte. Un camión de basura pasa al mediodía. Tres hombres se turnan la recogida mientras que otros en la cabina beben de una botella de ron. Gente cuelga perezosa de las ventanas de las fábricas de habanos, mirando a los transeúntes. Nos detenemos varias veces a visitar amigos de Elisa que descansan en las salas de sus casas.

Elisa dice que ella está entre trabajos. Lili es profesora de Jai-Alai, y dice que trabaja de lunes a sábado, pero es viernes al mediodía y allí está paseando con nosotras por La Habana en mi carro alquilado («el carro alquilado de Fidel», me corrigen), escuchando cassettes de Elvis Crespo y yendo a tomar cerveza en la casa de Ernest Hemingway. «Está bien» me dicen, riendo.

Esa noche me uno a los estudiantes de la universidad detrás de la piscina para celebrar el fin de los juegos del Caribe. Cerca de 1500 personas, incluyendo el DJ con sus cassettes de mezclas, rodean la tarima improvisada al lado de la piscina y debajo de una colina cubierta de matas de plátanos. Un muchacho llamado Miguel («¡Como Michael Jordan!» declara. «I like Mike!»), que con su camisa hawaiana y kakis se parece a LL Cool J modelando para el catálogo de J Crew, me ofrece un poco de ron.

«I love English», dice el muchacho de 27 años por encima de la música. «Sólo que nunca podría vivir en América. América es demasiado rápida. Aquí es el paraíso». Con su brazo cruza de lado a lado el cielo nocturno. «Yo amo a mi país, amo a mi gobierno y amo demasiado a mi familia».

Todo el mundo se sacude. Los DJs, montados en unas sillas, levantan sus puños en el aire y algunas personas se caen en la piscina. Estoy intentando bailar salsa con el entrenador de fútbol cuando la música se detiene. Se oyen unos gritos y el centro de la pista escupe 1500 cuerpos hacia los lados. Ha comenzado una pelea.

Joel, un conocido mío, me agarra y me conduce a través de la muchedumbre histérica mientras que afuera la gente hace cola en la puerta. Pero la fiesta se ha terminado. La tristeza nos envuelve.

«Esto realmente me molesta», dice Joel en inglés. Un muchacho pasa cerca de nosotros, sin camisa, goteando sangre de un lado de su cara. Nuestro grupo de amigos lo ve, decepcionado.

«Esto nunca sucede», me dicen con urgencia, como si debieran convencerme de esto.

«Está bien», les digo. «Peleas hay en todas partes».

«Usualmente no pasan en Cuba, y nunca en la universidad», dice Joel.

Un policía militar ha venido a investigar y nos vamos. Mientras caminamos a través del campo oscuro del fútbol, una mujer grande y fuerte en un camisón blanco largo, con pelo gris y anteojos, corre a través del campo gritando, «Miguel!». Mi amigo Michael Jordan corre hasta ella, la besa en la cabeza y camina con su brazo alrededor de ella—es su mamá.

Cuando ya pensaba que iba a irme de Cuba sin conocer a alguien que quisiera desertar, Joel me dice que él quiere irse a Miami. Seriamente. El próximo año. «Aquí hay muchos problemas. Es difícil conseguir jabón. Te dan una casa, pero la casa se está cayendo. Te dan comida, pero la comida que se supone es para un mes es realmente sólo para siete días. Tengo hermanos pequeños y a mis padres, y quiero ir a los Estados Unidos para enviarles dinero».

«¿El gobierno no te prohíbe irte?»

«¡No! Si uno desea irse, bien. Adiós. Buen viaje».

El problema está en conseguir la visa

«Por cada visa dada, 20 personas aplican», dice Joel, «y entonces está el problema de llegar a los Estados Unidos». Joel conoce a una muchacha que ganó la lotería de visas y ha acordado casarse con él para que pueda ir.

«Tengo un amigo que se fue a Miami en un bote», me dijo. «Me dijo que tenía mucho miedo de estar en el mar por varios días en la noche oscura. Me dijo que si él hubiera sabido cómo iba a ser nunca se habría ido. Pero yo debo irme ahora. Soy joven y soy como un buey. Siempre luchando».

Para financiar su viaje, Joel vendió una computadora portátil en el mercado negro. Con los $50 que obtuvo se compró un grabador de CD que piensa utilizar en la computadora de un amigo. El plan es descargar música de la Internet, hacer CD y venderlos en el mercado negro. Dado el hecho de que pocos cubanos han enviado un e-mail, y ni hablar de haber bajado algo de la Internet, el plan de Joel es impresionante.

Su inocencia sobre lo que son los Estados Unidos pronto se pone en evidencia. «Creo que el gobierno de los Estados Unidos le da a cada cubano que llega el dinero para vivir por un año», me dice.

Le recomiendo que piense en un plan B. Su trabajo ideal, me dice, sería en una tienda de computadoras. Y agrega que puede arreglar hardware y que sabe Microsoft Access y Microsoft Excel. De pronto, se me ocurre, que con estas habilidades y dado que él es bilingüe Joel es posiblemente más empleable que yo.

La siguiente noche, mi última en Cuba, invito a toda la gente que he conocido en La Habana a un picnic en un parque desde el que se ve la bahía, casi debajo de la estatua de Jesucristo. Compro en una tienda de comestibles moderna que sólo los cubanos ricos y los turistas pueden permitirse. El tinte de pelo y la crema dental se exhiben en vitrinas de cristal cerradas con llave y un guardia de seguridad patrulla los pasillos. En la charcutería compro 45 rebanadas de jamón por 20 dólares americanos. El ron me cuesta tres dólares la botella.

Siete amigos vienen al picnic, donde les enseño el concepto del submarino de dos metros e intento describir un McDonalds.

«¿Quieres decir que no tienes ni que salir del carro?» me pregunta Alejandro. Me enseñan algo de argot español. «Nadar en pelota», me explican, es nadar desnudo—cosa que ninguno de ellos ha hecho—y me dan una camiseta de «Salvemos a Elián» que consiguieronen un mitin. Al final terminamos cantando «Hotel California» y algunas canciones de Bon Jovi.

Les digo que deseo enviar un paquete cuando esté en los Estados Unidos, pero me advierten que puede ser confiscado si lo envío a través del correo. Prometo escribirles a sus direcciones de e-mail de la universidad pero sabemos que no son fiables. Me dicen que me apresure en volver y me siento halagada, pero cuando sugiero que vengan a visitarme puedo leer en sus caras que es como si hubiera dicho una chiste cruel.

 

 


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