Experiencias en una tienda de ropa íntima femenina

Estoy caminando por San Sebastián, en España, algo borracho aunque apenas son las dos de la tarde. En una curiosa sucesión de eventos, salí hace dos días para el aeropuerto de París dispuesto a tomar un avión para Barcelona. Cuarenta y ocho horas más tarde, me encuentro deambulando por el país vasco español. Al final nunca me pude montar en el avión y, como todo en mi aleatoria vida, los imprevistos se impusieron y terminé acá. Cosas de la vida.

Ahora bien, lo básico era ir a la playa y disfrutar de algo de sol. Pero llovió todo el día, lo cual me obligó a recurrir al plan dos de «cosas que hacer en España»: Caerme a «cañas» como le dicen a la cerveza y comer pinchitos de jamón.

La lluvia paró, pero bastó con que saliera a la calle con mi novia para que empezara a llover otra vez. De vuelta al bar. Con los precios ibéricos de un euro la cerveza, tampoco es que me quejo. Sin embargo, luego de dos horas más de lluvia, estoy zigzagueando algo zarataco por las calles de la ciudad. Mi novia propone que vayamos a ver tiendas, algo a lo cual nunca he visto el sentido ya que nunca tengo dinero; ir a ver cosas que no podrás comprar es para mí una experiencia frustrante, como llevar a un Etíope a un restaurante all you can eat y decirle que sólo puede ver, o en el mejor caso, pedir agua (el agua viene siendo las mariqueras ésas de cadenitas y collarcitos que termino comprando a buhoneros hippies por todo el mundo, las únicas «tiendas» a las cuales asisto).

Entramos a una tienda de ropa interior femenina. Lo primero que me impresiona es la cantidad de prendas diferentes que existen, sobre todo en cuanto a sostenes. Parecerá banal, pero la verdad que nunca me había fijado en detalle en la ropa íntima, atado como es usual en una pelea de lucha greco-romana con los botones y demás que siempre se te enredan en los dedos y nunca salen. Juro que esos bichitos son los cinturones de castidad moderno, y el que los diseñó un padre sobreprotector que ni Freud. Los sostenes resisten —y lo digo por experiencia—, jalones, arañazos, dientazos y hasta llaves de puertas Multilock. Son la pesadilla de aquellos como yo que somos menos adeptos a la lógica abstracta, a resolver cubos rubick o Sudoku, porque mira que hay que meterle la cabeza y analizar el cerrojo para poder removerlos.

Por supuesto que decidí invertir mi tiempo (y la calma que me daba la borrachera) en la primera clase autodidacta del curso que acababa de inventar, «cómo desabrochar sostenes». Esperaba poder llegar al nivel superior, «cómo desabrochar sostenes con una sola mano» y tal vez lograr incluso hacerlo con los ojos vendados. Era todo un reto en la ciudad donde siempre llueve, una vaina que ríete de Macondo.

Entretanto, mi novia desapareció por otro lado de la tienda, diciéndome algo como que se iba a probar algunos modelos mientras me dejaba con mi mano trabada en un perchero, sudando y frustrado (una vez más), por la bendita prenda.

Fue en ese entonces que noté algo raro, unos ojos acusadores, miradas incriminatorias. Volteé un poco para ver la tienda y algo no encajaba, como un cuadro de «descubra el error» que yo no captaba. Al rato entendí, mientras mi anular e índice resbalaban una y otra vez de fracaso en fracaso en el broche de un sostén: En la tienda no había hombres. Yo era el único, y parado como estaba, sudando alcohol y con algo de baba que podría confundirse a distancia con espuma rabiosa saliendo de mi boca, no pasaba exactamente desapercibido.

Saqué la mano rápidamente y acomodé las prendas en el perchero, limpiándome la frente y sintiéndome excluido de la sociedad y castigado por las miradas ajenas. Supongo que yo era, a los ojos de los demás, otro pervertido baboso que vino a deleitarse en el recinto de lo femenino. Caminé un poco por la tienda tratando de parecer «normal» (algo que francamente logro poco desde los dieciocho años), un cliente decoroso que esperaba a su novia. Pero no había remedio, por más que tratara me seguía sintiendo como John Wayne Bobbit en medio de una convención de feministas.

Mi novia tardaba en aparecer así que merodeé un poco más por las diferentes secciones y pensé tal vez en darle mi opinión a las clientes, «cómo vas a comprar eso en verde», «ajá, ya está que tú eres 36-B» o algo por el estilo. Fui rechazado otra vez, a tiempo que descubría el talento que tenía por correr a las muchachas de la fila a la que yo llegaba. Bastaba con que me parara al lado de una chica o tocara un sostén para que toda la clientela se fuera para el otro lado de la tienda. Ni un leproso.

Me di por vencido al rato, y salí renegado a sentarme en la acera de enfrente y ver a la gente pasar. Por suerte pasó un buhonero (uno de los míos), vendiendo cerveza en lata, así que sin más ni más me instalé. Al menos había sobrevivido a la experiencia sin recibir una cachetada o un insulto obsceno. Eso ya era algo que valía la pena celebrar… ¡Salud!


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