El día en que Mohamad Atta y compañía tomaban el mando de cuatro aviones para estrellarlos poco después contra el World Trade Center, el Pentágono y unos pastizales en Pensilvania, yo llevaba alrededor de 6 meses pidiéndole un compañero de trabajo que convenciera al papá de que me llevara en un viaje de pesca al cañón del Hudson.
Durante toda la primavera y el verano del 2001, James me había llenado la cabeza con las historias de estos viajes que cada vez tenían más oídos en la oficina. Por diferentes razones le temo a océano y tendía a subestimar sus historias como simple pantallería y secretamente deseaba que se callara la boca para no tener que escucharlas más.
Un día trajo unas fotos de su último viaje.
En varias de ellas tiburones trataban de escapar del anzuelo de alguien fuera de foco, con el agua paralizada en pleno movimiento a su alrededor y una línea de nylon estirándose como una lengua desde las entrañas.
La que más llamo mi atención fue la de un Mako, con los ojos abiertos, tal como Quint, el personaje de la película Tiburón los describía, negros y muertos, viéndome desde el que fue el último lugar que vio con vida.
No puedo describir con seguridad qué clase de limo estas fotos removieron en mis ojos, pero esa noche, con las fotos pegadas en la puerta de la nevera, hipnotizado, sin hambre ni sed, iba por algo de comer o beber, para pararme frente al refrigerador abierto un minuto más del necesario, a contemplar en silencio la lucha entre el animal y el ser humano plasmada en ese pedazo de papel.
El ojo negro, completamente abierto, apenas un palmo por encima de la boca llena de dientes. Como muerto. Sin cejas que reflejen asombro u odio o cualquier otra expresión conocida por el hombre. Pero listo para voltear el resultado de la lucha y destazar sin piedad a quien fuese que se había atrevido a adentrarse en sus dominios. El cuerpo negro gigantesco colgaba como una nube de lluvia, hacia el fondo del océano azul. El hocico blanco apenas fuera del agua, como agarrando un segundo aire, expectante.
El tiburón no tuvo el menor chance y allí estaba James con cuatro libras de filetes de Mako para probarlo. Según él, la mejor carne del mundo por venir de uno de los animales más rápidos e inteligentes sobre la tierra. Con la adrenalina aún corriéndole por las venas James me reveló que sus planes para el verano eran no comer nada que no hubiera matado él mismo.
Noches más tarde, comiéndome los filetes de Mako súbitamente sentí celos de James. Más que celos, envidia. No porque tuviese un yate o una casa en la playa. De alguna manera me sentía en desventaja con respecto a él. Yo nunca había comido nada que yo hubiese matado. De hecho, si por alguna razón me quedaba a la deriva en un bote lleno de cañas de pescar lo más seguro es que me muriera de inanición ya que nunca había pescado en toda mi vida.
¿Qué era yo? ¿Un inútil? Incapaz de alimentarme por mí mismo en caso de que así fuera necesario. Este pensamiento me dio vueltas en la cabeza hasta que sentí repulsión de mí mismo. Me imaginé a mi novia conmigo a la deriva y concluí que no sólo me iba a morir de hambre yo, sino que también la iba a matar de hambre a ella. Era una desgracia de hombre.
James y su novia podían vivir para siempre en un bote si llegara a pasarle eso. Y quizás se tropezarían un día en alta mar con un barco vacío con dos esqueletos abrazados tirados en el suelo.
Terminé de comer y miré la foto del tiburón con un imán encima. Moví el imán a un lado para ver el ojo muerto.
Quizás debía probarme a mí mismo, me dije. Empezar poco a poco. Aprender a cazar o a pescar. En el Hudson la gente pesca los fines de semana a pesar de estar prohibido por la contaminación. La mayoría, había leído una vez en el periódico, eran gente sin casa o sin trabajo, que a diferencia de mí, eran capaces de alimentarse por sí mismos. Quizás tardaría años pero al final lograría perfeccionar las artes que habían convertido a la raza humana en lo que es. La caza y la pesca.
Pero no tenía tiempo que perder. Yo tenía 31 años. Ya había perdido 31 años de mi vida. Cómo podía recuperar el tiempo perdido. Pensé en silencio, frente al ojo, comiéndome las uñas. quizás yo no era ese hombre autosuficiente que a mí me gustaba imaginarme. Pensé en los ghetos de judíos creados por los nazis. ¿Cuánto tiempo hubiera yo sobrevivido en uno de ellos? ¿Hubiese sido capaz de procurar para mi familia lo necesario para subsistir? ¿Qué tal si algo así ocurría mañana? ¿O el año que viene? Cualquier cantidad de comparaciones desfilaron por mi cabeza.
No podía perder el tiempo aprendiendo. Tendría que arreglármelas con mis instintos. Si era capaz de lograrlo tenía que lograrlo rápido, yendo por la práctica sin teoría. Persiguiendo la presa más grande que pudiese. Demostrarme que si era capaz de enfrentarme a mi humanidad y sobrevivir. ¿Pero a qué? ¿Cómo? El ojo negro me veía desde el infinito.
Entonces las palabras de James me abofetearon el cerebro: uno de los animales más rápidos e inteligentes sobre la tierra.
Si yo era capaz de agarrar uno de los animales más rápidos e inteligentes sobre la tierra, entonces no era tan inútil después de todo. Probaría que de macho no me faltaba un kilo, lo que fuera que esto significara. Que yo sí podía al igual que James ser capaz de decir un día, este verano me voy a comer sólo lo que yo mismo haya cazado.
Y para empezar me iba a comer un tiburón.
Pero no iba a ser tan fácil. Aún estaba el no tan pequeño detalle de mi miedo por el agua.
Yo soy de Punto Fijo, un pueblo costero de Venezuela donde ir a la playa es como ir al supermercado. Pero por razones que atribuyo a la película Tiburón, «como pez en el agua» no es para mí una forma de expresar comodidad.
En una piscina sí me siento como pez en el agua, pero en el mar, donde me imagino constantemente expuesto al peligro de ser atacado y devorado, me siento más bien como gusano colgando de un anzuelo.
Mientras pude, siempre me he mantenido alejado del mar. Y cuando en 1993 casi me ahogo en las playas de Chirimena, mis viajes a la playa llegaron a su fin y se convirtieron en viajes a la arena.
Este miedo retardó cualquier intento de pedirle a James que me llevara con él por toda la primavera, época en la cual me recomendó que me leyera un libro llamado «On the Slick of the Cricket» por Russell Drumm.
Drumm, un periodista de Long Island, no es un buen escritor. Su prosa está llena de falsos comienzos y paradas en falso que hacen de la lectura del libro una constante desilusión, lo cual debe ayudar a que, como yo, muy poca gente se lo termine.
Pero la historia que él narra en el libro es lo que al final me llevo a plantarme frente a James y pedirle que me reservara un puesto en la próxima excursión que hubiese. Quería montarme en ese barco y no iba a aceptar un no como respuesta. Pero eso fue lo que recibí por meses. Cada viaje James inventaba una excusa acerca de por que no podía ir en esa oportunidad.
La más común era que aún no era el momento y que la temporada aún estaba cruda y que si esperábamos un par de meses estaríamos en medio de la migración anual de atún que alcanza su pico a mediados de septiembre. Yo no creía ninguna de estas excusas y haciéndole honor al dicho venezolano que reza que «el que no llora no mama», insistí con el irlandés hasta que decidió utilizar otros medios de persuasión.
La forma más común fue a través del miedo. Fábulas de tiburones aterrizando dentro de un bote y arrancándole las piernas a los pescadores, de hombres arrancados de sus sillas de pesca para no vérsele más nunca y hasta una donde el papá de James tiraba por la borda a un amigo de él que había dejado caer al mar un cuchillo de 150 dólares me hacían reír en la oficina.
Pero en la noche, antes de dormirme, viendo al techo pensaba en todas las historias que James me había contado y no podía menos que retorcerme en las sábanas en búsqueda de una seguridad que no tendría si llegase a ir en ese viaje. Pero tanto temor me causaba, ¿qué es lo que me movía a rogar que me llevasen? ¿Deseo de aventura?
Encontrar aventura en el mundo de hoy no es fácil. Ya no es como hace cien años, cuando un hombre podía ponerse una mochila en la espalda e irse a descubrir una civilización perdida en Mongolia. O ir cazar ballenas en el Mar del Norte. La civilización ha llegado a un punto donde ya no existen fronteras geográficas, y para ir a cualquier parte hay que comprar un ticket de avión y reservar hotel como lo hace todo el mundo.
El mundo se ha transformado en un gigantesco parque de diversiones donde sólo el realmente aventurero se atreve a perseguir un destino más allá de los límites convencionales, no aceptando montarse en un crucero, manejar de costa a costa o perderse en una calle de París como paliativo. Apegándose a la idea tradicional de aventura, la que conoció al hombre hasta mediados de este siglo y que murió con el desarrollo de los conceptos de conveniencia y seguridad.
De hecho, la falta de seguridad es lo que convierte un paseo en una aventura, y esta era la cuchara que revolvía mi curiosidad y me llamaba a desear el desaparecer en el horizonte y enfrentarme a mis miedos en un territorio tan inhóspito para el ser humano que uno nunca ha podido vivir allí.
La sola idea de salir en barco como en la película Tiburón a cazar un animal tres veces mi tamaño me helaba la sangre, pero esto por alguna razón me excitaba y me encontraba varias veces al día pensando en lo mismo simplemente tratando de hacerme sentir como que ya estaba allí, caña en mano, listo para luchar contra la naturaleza o simplemente unirme a ella, siguiendo el llamado de sangre que nos une a la tierra y todos sus habitantes.
Yo nunca había matado nada en mi vida. Una vez atropellé un gato, pero esto no había sido intencional ni comparable. Y sentía algo de culpa en pensar en hacerlo. Después de todo quién era yo para ir y matar algo con el único de fin de alimentar mi ego. Matar un tiburón, es lo mismo que matar un perrito o un león. Y yo definitivamente nunca mataría a un perrito y ni siquiera a un león.
Pero pensando el asunto llegué a la conclusión de que matar estaba bien. De qué otra manera pudiéramos los humanos subsistir sin sacrificar la vida de otro ser viviente.
Nosotros no cortamos árboles por placer, los cortamos para fabricar cosas que necesitamos o nos morimos. Matamos vacas para alimentarnos o nos morimos. Pescamos en el mar y matamos millones de peces al año porque o lo hacemos o corremos el riesgo de desaparecer como especie. De todas las razas de la tierra el Homo Sapiens es la más débil y más hambrienta, pero no por eso menos necesitada.
Es duro vernos de frente con esta realidad dada lo comeflor que se han vuelto nuestros hábitos de caza y supervivencia. Donde hemos pasado de hacer las cosas por nuestra propia mano a dejar que otros lo hagan por nosotros. Dedicándonos, con la conciencia tranquila y las manos limpias, a hacer lo que sea que hacemos. Qué otro animal en el mundo se puede dar el lujo de dedicar tiempo a otra cosa que no sea prepararse para depredar y depredar?
El libro de Russell Drumm es acerca de Frank Mundus, un pescador de Montauk que invento la caza deportiva del tiburón. Montauk es el pueblito en Long Island que inspiró el Amity Beach de Tiburón. Frank Mundus es el hombre en quien Quint, el caza recompensa protagonista de la película, está basado.
Según Drumm, Mundus regresaba de un viaje de pesca no muy lejos de la costa cuando paso al lado de una ballena muerta que flotaba libremente en el mar. Estuvo a punto de dejarla pasar cuando notó que no estaba sola. Acercó el bote a la panza del animal y vio como dos inmensos grandes blancos devoraban el cadáver.
Todavía en ese entonces el tiburón blanco era una especie de mito, rara vez fotografiado y mucho menos visto en acción. Viendo la oportunidad de su vida, Mundus le dio una cámara a un pasajero, se bajó sobre la panza de la ballena y posó para la cámara dándole de comer galletas de soda a los tiburones. Las fotos le dieron la vuelta al mundo.
Ya a principios de los años ochenta los tiburones habían prácticamente desaparecido del nordeste estadounidense y en 1986 Mundus pescó un gran blanco de 3,427 libras que lo escribiría en los libros de historia como Monster Man, el hombre monstruo.
Eso sí era un apodo.
Yo nunca iba a tener ni los cojones ni la suerte de Mundus pero cuando James por fin me dio el 14 de Septiembre como fecha definitiva del viaje, supe que el momento de la verdad había llegado. Sin embargo, el viaje estaba destinado a retrasarse. A una semana del viaje, un Boeing pasó encima del edificio donde trabajo para estrellarse finalmente en la torre norte del World Trade Center.
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