Hoy me he sacado una muela, la última del lado izquierdo. Ya no me dolía de tanto tiempo que llevaba cariada, pero hacía dos semanas que se había partido de un lado. Del lado que pega con la carne interior del cachete y la lengua estaba empeñada en enloquecerme paseándose sobre las puntas cortantes que me hacían sangrar cada vez que abría y cerraba la boca.
La primera vez que fui a la Escuela de Odontología de la Universidad de Nueva York me habían radiografiado toda la boca, pero esta muela estaba tan atrás que hoy hizo falta radiografiarla de nuevo. Dos veces. En aquella ocasión un pasante asiático me dijo que había bastante que hacer con mi boca pero que al terminar por lo menos aprendería a cepillarme con frecuencia.
«Si», le respondí. «De nada. Yo me cepillo vigorosamente tres veces al día», mentí cínicamente.
Pero la doctora que me asignaron ahora es menos radical y opina que nada hubiera salvado esa muela, que como todas las del juicio, siempre terminan por pudrirse. Ella es una muchacha cubana con una vida tan curiosa que no hice más que interrogarla durante todo el procedimiento.
En los tres años que llevo en los Estados Unidos, fui testigo del lento e inevitable desgaste de mis dientes con la impotencia de quien ve un juego de béisbol donde tu equipo va perdiendo. Hace dos años, tras haber pasado noches durmiendo en un carro, comiendo mierda y cepillándome sin pasta de dientes, me comía un sándwich de jamón cuando un pedazo de hueso hizo saltar el empaste de un tratamiento de conducto. Para no atragantarme, tuve que tragármelo y lo sentí bajar lentamente hasta el estomago mientras desgarraba las paredes del esófago. La explosión dejó un hueco del lado superior derecho, dos diente después del colmillo que me enseñó a reír de un solo lado. Hace un mes vino la del juicio, cuando al tratar de sacar un pedazo de algo atorado entre sus grietas, se quedó entre mis dedos la mitad del esmalte podrido. Gracias a Dios, otra vez sin dolor. Aparte de eso, una docena de caries completan el equipo que poco a poco se empeñaba en hacerme dejar de reír.
La cita de hoy la hice la semana pasada y llegué un poco pasada la hora, a las 3:09 de la tarde. Parado frente a la secretaria que hablaba por teléfono, una muchacha me preguntó si mi apellido era Díaz. Yo le dije que no. Viendo al suelo me dijo que no sabía por qué, pero que súbitamente había tenido la impresión de que ese era mi apellido. Yo le dije que yo era Morales Díaz y pregunté si eso le servía de algo. Ella sonrió y se fue. Entonces la secretaria colgó y preguntó cómo me llamaba.
«Gustavo», le dije, pero ni me entendió, ni se preocupó por hacerlo.
«¿Quién es tu doctora?»
«Ivonne Hernández».
La secretaria tomó un micrófono y repitió el nombre por los parlantes. Mi doctora apareció casi inmediatamente.
Ivonne está embarazada, y cuando le pregunto que como va, ella se queja. Al parecer en vez de ganar peso como todas las preñadas, lo está perdiendo. Ella dice que si estuviera en su país estuviera hospitalizada, pero como su doctor es un judío americano y ella no tiene mucha plata, él no hace nada. Se me ocurre preguntarle que por que no va a otro doctor, pero me fastidiaría ahondar en un tema que en realidad no me importa mucho.
Cuando me siento en la silla Ivonne dice que tiene que tomar otra radiografía, que las de mi archivo no muestran la muela que quiero sacarme, así que me levanto otra vez y voy hasta un cuartito al final del consultorio donde hay una maquina de rayos x. Cuidadosamente ella introduce un placa en mi boca, se esconde detrás de una pared y pulsa un obturador que me fotografía. La placa en mi boca está muy adelante como para que salga la muela, pero no digo nada, al final, yo no soy el doctor. Pero al revelarla la muela no está en la radiografía, por lo que vamos de nuevo al cuartito, me pongo el babero de plomo y cuando Ivonne se mete en el cuartito, me empujo la placa hasta el fondo de la boca y contengo las nauseas. Siento que mi conteo de esperma se reduce cada vez que me expongo a esto y no quiero hacerlo de nuevo. Por suerte, esta vez sí sale.
De regreso a la silla Ivonne dice que posiblemente necesite cirugía, pero que al director de la escuela no le gusta que los internos hagan ese tipo de extracciones por que es muy difícil y puede tener complicaciones. Quiero preguntar que clase de complicaciones, pero un nudo en la garganta me lo impide. Al final, pregunto si es más caro, y ella me evade diciendo que tiene que preguntar. Cuando regresa viene con un profesor, un hombre saludablemente viejo que inmediatamente le dice que la silla está mal puesta y que no tiene las herramientas que necesita para hacer el trabajo.
Cuando salen otra vez, saco de mi morral un libro de García Márquez que me estoy leyendo y empiezo a leer un cuento llamado «Un día de estos». A mitad de la historia lo cierro y trato de pensar en otra cosa. En el cuento el alcalde de Macondo sufre una dolorosa extracción sin anestesia. Desgraciadamente el daño ya está hecho, y no puedo dejar de recordar la vez en que, cómo al alcalde, mi tía odontólogo me sacó un molar inferior sin anestesia, resultando en uno de los tantos traumas que se escoden detrás de mi sonrisa sin dientes.
Al rato vuelve el viejo con mi doctora. Él empieza a arreglar la silla y yo le pregunto que si me levanto. Él no me responde y finalmente la arregla dejándome casi igual a como estaba antes. Lucho con mis ojos para evitar verle en las manos el instrumento que lamentablemente avisto. Parece algo que uno conseguiría más fácilmente en un taller mecánico que un consultorio médico. Trago saliva y cuando me dicen que abra la boca, la lengua se queda pegada el paladar por que la tengo completamente seca. Abra la boca, repite el doctor, y yo obedezco sin poder evitar un chasquido.
Cuando está a punto de meter su instrumento entre los últimos dos molares de arriba, Ivonne le dice que aún no me ha anestesiado. El corazón empieza a saltarme en el pecho y siento ganas de gritar, pero me mantengo tranquilo y abro la boca exageradamente para que ella me inyecte. Sin esperar a que la anestesia haga efecto, o al menos eso me parece a mí, el doctor me dice que abra la boca otra vez.
«Esto me tomará 5 minutos», dice el doctor, y le ordena a un grupo de estudiantes detrás de mí que se pongan al frente. Son todas mujeres, y esto empeora mi estado de ánimo.
Él empieza a explicarles que ese no es el instrumento que hallarán en los libros para este tipo de extracciones, pero que durante su carrera él lo ha conseguido ideal. Gimo ante esta confesión, pero antes que pueda escupir los algodones y protestar el uso de una herramienta inadecuada, me impala entre dos muelas y empuja hacia arriba como quien abre una puerta con una pata de cabra. Casi inmediatamente, una de las muelas cede, siento un crack en la mandíbula y me calmo. Hasta ese momento no sentía la boca dormida y juraba que me iba a doler apenas comenzara la operación. Por suerte no era así, pero inexplicablemente las manos enguantadas siguen empujando y jalando mientras la mandíbula traquetea.
Tras diez minutos, el hombre finalmente se detiene. Gotas de sudor caen de su frente a mi mejilla y él las seca con una servilleta. Usualmente esto sólo toma cinco minutos, dice el profesor, y lo veo agacharse nuevamente sobre mí a través de mis lágrimas sin dolor. Cinco minutos más tarde, Ivonne me toma de la mano y dice que esté tranquilo, que ya está casi listo, y un millón de años más tarde, que cuidado me trago la muela cuando me la saque. Yo tranco la garganta y le aprieto la mano como nunca he apretado la de nadie. Enseguida siento otro crack y un vacío que se convierte en alivio cuando el viejo me quita las manos de la cara y dice que con razón estaba tan difícil, las raíces estaban «hacia adentro». Todo es mi culpa, supongo.
Ivonne me limpia la boca y me pasa una servilleta por los ojos. El doctor sostiene la muela como un premio mientras se pregunta si habrá quedado algo adentro. No sé si fue por evitar asomarse de nuevo en mi boca, pero rápidamente concluye que no. Que mis raíces además de torcidas son cortas. Cierro los ojos y oigo campanas, cuando los abro de nuevo, sólo Ivonne está allí limpiándome la sangre de la boca. Ya está, me dice. Que llorón eres.
Yo le quiero decir que qué bolas tiene, pero no me salen las palabras, y cuando por fin me sale algo, le digo que me regale la muela. Ella dice que no, que es contra las normas de la escuela y yo me le quedo viendo y le digo que de todas maneras es mía. Ivonne responde que lo más que puede hacer es enseñármela y me la pone en la mano. Es gigantesca y con las raíces dobladas hacia adentro como una araña muerta. De un lado, un hueco negro con bordes como un serrucho me hace devolvérsela y cierro los ojos.
Quédate ahí un rato, me dice Ivonne. Por hoy no fumes ni vayas al gimnasio. Vete tranquilo a tu casa te tomas dos Tylenol y te acuestas a dormir. En la mañana hazte unas gárgaras de agua tibia con sal y en una semana todo debe estar bien. Yo no le paro muchas bolas.
Al rato ella regresa con una libretita y me pregunta que cuando quiero la próxima cita para sacarme la otra cordal. Yo abro los ojos y la miro de arriba abajo. Me sonrío. Entonces recojo mi morral y camino a la puerta, y mientras otro paciente entra y se sienta en la silla le respondo, cuando se me pudra doctora, cuando se me pudra. (Enero 8, 2002)
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