Buena la hizo Mahoma al prohibir a sus seguidores cualquier tipo de representación de su imagen. Y eso que su intención no era mala: evitar que el culto que él había inaugurado cayese en la idolatría. Pero, con la asunción de la iconoclastia como rasgo determinante, y el texto escrito como único vehículo, el Islam se enrocó en la literalidad (que viene de letra) y le cerró el paso a la imaginación (que viene de imagen). Y el arte islámico, tras un periodo de gran esplendor (que coincide más o menos con la existencia de Al Andalus, el califato árabe en lo que hoy es España) cayó pronto en un estancamiento del que aún no se ha recuperado.
El cristianismo, en cambio, descontando algunos breves períodos iconoclastas durante la era bizantina y cuando la reforma protestante, siempre le ha dejado una puerta abierta a la imaginación, o (es lo mismo) a las virtudes suavizantes de la literalidad que tiene la imaginación. El budismo y el hinduismo también, y gracias a ello han creado un apabullante legado artístico que los ha fijado para siempre en la memoria colectiva.
Aunque la amplitud de interpretación de la imagen, en oposición a la estrechez de interpretación de la letra, es un arma de doble filo, y más de un misionero cristiano se ha visto abocado al desconcierto y el alcoholismo por utilizar imágenes de Jesús, la Virgen y los santos para predicar en las poblaciones indígenas de África y América Latina, y ver que los nativos se convertían sin problemas, adorando la efigie de Jesús como si de Changó o Quetzalcoatl se tratara, o identificando a la Virgen María con la Pachamama. O con alguno de los dioses orishas, o con cualquiera que fuese la deidad pagana que adoraran previamente.
Aunque la sharia, que prohíbe representar a Dios o a su profeta, no ha sido siempre respetada: los persas y los otomanos (o sea, los iraníes y los turcos) tenían a sus espaldas una larga y sofisticada tradición pictórica y escultórica cuando se islamizaron, y no la cancelaron por ello. Al contrario, el arte musulmán abunda en dibujos y pinturas que representan la imagen de Mahoma –un señor con las barbas muy largas y un voluminoso turbante- realizados en Persia y la Turquía.
En los frescos de muchas iglesias cristianas también puede encontrarse la efigie del profeta del Islam, y por cierto representado de forma mucho más ofensiva que en las famosas caricaturas del periódico danés Jyllands-Posten, pues ahí suele aparecer con cuernos y rabo: cosas de la propaganda a favor de las cruzadas. En los Estados Unidos, en el monumental friso sobre el estrado de caoba donde se sientan los nueve magistrados del Tribunal Supremo, También hay una imagen del profeta, representado con una cimitarra desenvainada en una mano y un ejemplar del Corán en la otra. En los folletos para los turistas se lee que esa figura es solamente «un intento bien intencionado» de honrar a Mahoma, pero sin el deseo de retratarlo.
Ninguna de esas imágenes, ni siquiera los Mahomas cornudos de las iglesias del siglo XII, parecen indignar mucho a nadie. Y ya en nuestro siglo, el periódico danés antes citado publicó unas cuantas caricaturas de Mahoma –ni muy buenas ni muy graciosas- y… no pasó nada. Posteriormente, en octubre, seis de ellas fueron reproducidas en un diario egipcio, Al Fagr… y tampoco pasó nada.
Hasta bastantes meses después, cuando el gobierno de Pakistán exigió disculpas oficiales al gobierno danés, y cientos de ciudadanos musulmanes que no habían visto las caricaturas de marras, que nunca han leído un periódico danés –porque no saben danés, porque a sus países, donde existe una férrea censura de prensa, no llegan esos periódicos o porque, simplemente, no leen- y probablemente ni siquiera saben colocar a Dinamarca en el mapa, salieron a la calle a gritar su indignación, mataron a unos cuantos sospechosos de ser cristianos y quemaron alguna que otra embajada de Dinamarca. Y de paso una de Chile y una de Noruega, porque les pillaba de camino.
El gobierno danés respondió, coherente con los principios de separación de poderes y respeto a la libertad de expresión que rigen en los estados democráticos, que no podía pedir disculpas por algo que ni le va ni le viene, que de las caricaturas el único responsable es el periódico que las publicó, El Jyllands-Posten. Éste sí se disculpó, publicando una carta en varios idiomas, entre ellos el árabe, pidiendo perdón por haber herido los sentimientos de los musulmanes, aunque no por haber publicado las caricaturas, “porque una cosa es el respeto a una religión y otra muy distinta la sumisión a sus tabúes”. La disculpa ha sido totalmente ignorada.
Se trata, es evidente, de un conflicto provocado y hábilmente manipulado por los extremistas salafistas y algún que otro gobierno totalitario para servir unos intereses concretos que no son nada píos. El origen del conflicto, más que en las caricaturas, hay que buscarlo en un informe de cuarenta y tres páginas que un grupo de imanes y dirigentes musulmanes daneses, organizados en la Islamisk Trossansfund (Sociedad de la Fe Islámica) han ido difundiendo por los países de mayoría musulmana, especialmente durante la Conferencia Islámica que se celebró en La Meca el pasado diciembre. En ese informe, además de las doce viñetas publicadas por el Jyllands-Posten, aparecían muchos otros dibujos y fotomontajes, que, en contra de lo que afirma el susodicho, nunca han sido publicados ni en Dinamarca ni en ningún sitio. El informe contiene otras afirmaciones falsas, como que el Posten es un periódico editado por el gobierno de Dinamarca, o que el gobierno danés tenía un proyecto de ley para censurar el Corán, como parte de una campaña para expulsar el Islam de Europa que nunca ha existido.
De las caricaturas del Posten, la más ofensiva –pues equipara Islam con terrorismo- es la que representa a Mahoma con una bomba como turbante. Las caricaturas apócrifas son bastante peores: un Mahoma pedófilo sobando dos niños, un perro –animal impuro; el profeta prefería la compañía de los gatos- sodomizando a un musulmán que reza, la foto de un hombre con una máscara de cerdo y la frase: “He aquí el verdadero rostro de Mahoma”. En realidad, el de la foto era uno de los participantes en un concurso de disfraces porcinos que celebraba en un pueblecito francés.
La crisis ha estallado justo en el momento en que los aliados europeos de Siria le piden cuentas por ciertos oscuros asesinatos políticos, Irán sufre fuertes presiones económicas de la Unión Europea para que renuncie a desarrollar su programa nuclear, y el recién elegido gobierno integrista islámico de Hamás en Palestina se enfrenta a la posible retirada de las subvenciones de la UE (las más elevadas que Palestina recibe) si no abandona las armas y reconoce el estado de Israel.
¿Cuánto podemos confiar en la legitimidad de la respuesta popular en unos países donde no existe la libertad de expresión? Pero, ante la algarada, la reacción de los dirigentes europeos, con la honrosa excepción de Dinamarca -“Ni el gobierno ni la nación danesa son responsables de las viñetas publicadas por un periódico danés, por ello el gobierno danés no puede pedir disculpas en nombre de un periódico libre e independiente”, dijo su primer ministro- ha sido tan evasiva y claudicante como tienen por costumbre: difusos llamamientos a la “responsabilidad”, a “evitar usos abusivos de la libertad de expresión” o a “respetar los sentimientos religiosos”.
La prensa europea, o parte de ella, sí ha hecho una defensa cerrada de la libertad de expresión, reproduciendo las caricaturas de la discordia en muchos casos, aunque sus columnas editoriales criticaran el mal gusto o la falta de oportunidad del diario sueco. Pero a lo hecho, pecho.
El gobierno de los Estados Unidos se alineó con la reacción islamista criticando la publicación de las caricaturas “Incitar al odio religioso o étnico no es aceptable”, dijo la portavoz del Departamento de Estado, Janelle Hironimus, en su declaración pública. Ya sabemos que los dirigentes europeos son especialistas en escurrir el bulto, pero cabía esperar una defensa más decidida de la libertad de expresión por parte del gobierno del primer país del mundo que la reconoció, de forma inequívoca, en su carta fundacional (léanse la primera enmienda de la constitución).
El cardenal Achille Silvestrini, antiguo jefe de la diplomacia vaticana, no condenó la algarada, sino que la alabó de forma indirecta y jesuítica: hizo un llamamiento para que “también en Europa” se produjera “una rebelión contra quien se burla de los símbolos religiosos (cristianos, supongo)”. No es de extrañar que el Vaticano, diversos teólogos, cardenales, algún gran rabino y algún columnista meapilas (Juan Manuel de Prada en el periódico español ABC, sin ir más lejos) hayan manifestado su solidaridad gremial con los piadosos ofendidos. Todas las religiones son cruzadas contra el sentido del humor, dijo Ciorán. Y las supuestamente más civilizadas iglesias cristianas y judías mantienen cierta envidiosa nostalgia de los tiempos en que, como el Islam, ellas también podían inspirar miedo gracias a su poder político y a la crueldad inusitada de sus fanáticos (Ah, los viejos tiempos de los autos de fe, la quema de brujas y la lapidación en la plaza pública. Esos muhaidines sí que saben montárselo bien). Pero de los políticos de nuestros gobiernos democráticos y laicos cabía esperar una defensa más cerrada del principio de la libertad de expresión y la separación entre iglesia y estado, que son dos de los principales pilares de la cultura liberal-democrática occidental.
El gusto y la oportunidad de publicar esas caricaturas es más que discutible, y cualquier musulmán tiene todo el derecho a sentirse molesto y aún dolido por su publicación, pero aunque al sentido común y el respeto le repugnen, el derecho a la libertad de expresión y a la libre difusión de ideas y opiniones les proteje. Y la libertad de expresión es lo único sagrado, porque dioses hay muchos, pero el derecho a la libertad de expresión es único y el mismo para todos. (que no nos lo permitan es otro cantar).
Poseer ese derecho implica que la gente cuyas ideas no compartes y aún combates también lo posee. Implica que, aunque puedas manifestar tus propias ideas y tus convicciones más sagradas sin ser molestado por ello, también te ves expuesto a que otros las puedan criticar, menospreciar y aún burlarse de ellas. Ése es el precio a pagar. Puede ser molesto a veces, pero la alternativa es la supresión del debate público y la vuelta a los tiempos del miedo y el silencio. Así que defender la libertad de expresión no implica sólo defender las expresiones con las que estamos de acuerdo, sino, sobre todo, defender las expresiones con las que no. Nos pueden desagradar las caricaturas, pero, una vez publicadas, sólo nos queda la opción de la defensa cerrada. La libertad de expresión es una planta demasiado frágil como para irla podando cada vez que nos molesten las ramitas. No podemos hacer caso a arrogantes advertencias como la que hizo el islamista bangladesí Kazi Morshedul Hoq: “Pongan freno a su ilimitada libertad de expresión, o no se librarán de ella” No podemos ponerle freno a la libertad de expresión. No debemos. Y es que, de verdad, no queremos librarnos de ella.
La libertad de expresión también permite a los musulmanes expresar su indignación por la publicación de las caricaturas, de palabra o por escrito (lo de quemar embajadas ya es harina de otro costal) con la contundencia que quieran. Algunos de los que se manifestaron ante la mezquita londinense de Regent’s Park, por cierto, utilizaron ese derecho sin restricciones: “Butcher those who mock Islam” (masacrad a los que se burlan del Islam), “Behead those who isnult Islam” (decapitad a los que insultan el Islam), “Liberalism go to hell!” (¡Liberalismo, vete al infierno!) o “Europe, you`ll come crawling when muhaideen come roaring” (Europa, vendrás arrastrándote cuando los muhaidines vengan rugiendo) eran algunos de los textos que se podían leer en las pancartas. Groseros y extremados, desde luego, pero tan protegidos por la libertad de expresión como las caricaturas publicadas por el Jyllands-Posten.
Pero no todos los musulmanes han tenido una reacción tan desaforada, ni mucho menos; los periódicos y los noticiarios televisivos occidentales gustan de las imágenes de manifestantes vociferantes quemando banderas, que refuerzan la idea del Islam como una religión de enoquecidos fanáticos. Los fanáticos enloquecidos hacen mucho ruido y son muy visibles porque se mueven mucho, pero en el Islam también existe una mayoría silenciosa, que no se nota porque no se hace notar. La mayoría de los musulmanes son gente normal que va a sus trabajos, atiende a sus negocios, y manifiestaron su desagrado por esos ataques a su religión de palabra y en privado, sin salir a la calle a quemar nada. O optaron por ignorarlas, poniendo en práctica el viejo refrán que dice que el peor desprecio es no hacer aprecio. “¡Qué importan unos dibujos despreciables que debemos ignorar!” dijo Samina Sikari, militante de la Asociación Marroquí de Derechos Humanos, durante la manifestación de Rabat. Una manifestación que reunió a cien mil personas desfilando en un ambiente tranquilo, portando pancartas con textos como “Todos por el respeto” “Si respetas, te respetarán” o “Nos opondremos con fuerza a los que insultan a nuestro profeta” escritos en árabe, francés y español. De esa manifestación, la más multitudinaria de las que se han organizado durante el conflicto, apenas se han mostrado imágenes. Claro que siempre es más fotogénica una turba enloquecida quemando una embajada, aunque sean sólo un puñado de locos.
En casi ningún país de mayoría musulmana existe libertad de expresión ni gobierno democrático: existe, más o menos, en Turquía, y, más o menos, en Palestina, y para de contar. No es culpa del Islam en sí mismo, sino de una casta dirigente de gobernantes y clérigos a los que les viene muy bien el instrumento de la religión para controlar al pueblo. No debe extrañarnos, en la vieja Europa pasaba lo mismo hasta que la revolución francesa trastocó el equilibrio de poder. Esa casta dirigente teme y combate la penetración de las ideas “occidentales” de democracia y libertad de expresión en el mundo musulmán, y esta crisis les ha ido como anillo al dedo para demonizarlas dentro de su comunidad. Luchar contra la presión política europea era uno de sus objetivos, pero no el único: los movimientos democráticos que existen dentro del mundo musulmán también lo son. Ellos, los musulmanes que exigen libertad de expresión, democracia y separación entre iglesia y estado, son para esa casta dirigente el principal enemigo a batir. Demonizando a los occidentales, les hacen pasar a ellos por traidores vendidos al enemigo, propagandistas de sus ideas.
Esta crisis ha sido utilizada contra el enemigo interior, la prensa árabe independiente, que debe desempeñar una labor punto menos que heroica, atacados con saña por las autoridades de sus países e ignorados por occidente. Nuredin Miftah, director de Al Ayam, el semanario político en lengua árabe de mayor tirada en Marruecos, se quejó de que con las caricaturas “se ha hecho un regalo a los extremistas”. “Les han puesto en bandeja un asunto del que están sacando provecho”. La desesperación de Miftah es comprensible: este periodista, musulmán practicante, ha sido procesado en repetidas ocasiones por publicar informaciones sobre la familia real marroquí, y está en el punto de mira de las organizaciones islamistas radicales.
El semanario jordano Shijane, publicó un escrito de su director, Yijad Mumamí, en el que se leía: “¿Qué transmite más prejuicios sobre el Islam, las caricaturas o un suicida que se hace estallar en medio de una boda en Ammán, o un secuestrador que degüella a su víctima ante las cámaras?”. El semanario fue cerrado de inmediato, y Mumamí, despedido sin contemplaciones.
El dibujante Baha Bujari, que trabaja en un diario palestino también llamado Al Ayam, que como muchos periodistas palestinos critica las caricaturas, pero considera desmesurada la ira desatada por los islamistas. Dijo que le irritaba que los líderes radicales movilicen “como borregos a ignorantes que ni han visto las viñetas”. Él, que sí lo ha hecho, opina que “para colmo, son artísticamente muy pobres”. El columnista Walid Wattrabi, del mismo periódico, dijo ser uno de los muchos musulmanes que, al ver el dibujo de Mahoma con una bomba por turbante, se sintió insultado. Pero sigue manifestándose contrario a la censura. Éstos y otros muchos periodistas e intelectuales árabes y musulmanes saben demasiado bien el valor inmenso que tiene la libertad de expresión, porque para ellos no es un concepto abstracto: ellos pelean por ella en las trincheras, cada día. Su posición se ha vuelto mucho más delicada tras estallar la crisis de las caricaturas. Nuestros líderes políticos occidentales deberían tener más en cuenta su ejemplo y menos la protección de sus fofos traseros cuando para atajar la crisis aparecen tan dispuestos a hacer concesiones con aquello que en occidente ha costado tanto conseguir. Y en el próximo oriente aún no se ha conseguido.
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