En una ocasión una pareja de neoyorquinos se fue de vacaciones a París. En su primer almuerzo en la ciudad la pareja se sentó en una popular brasserie y menos de 2 minutos más tarde llamaron al mesonero. Como prácticamente todo el mundo fumaba en el sitio los dos turistas le pidieron que los moviera al área para no fumadores. El mesonero se rascó la cabeza, vio a su alrededor, les quitó el cenicero y se fue. Historia en el menú de un restaurante de Nueva York.
Donde yo vivo en Nueva York a las doce la noche no hay un solo negocio abierto. La ciudad que nunca duerme mis cojones. Por lo que si se me acaban los cigarrillos a esa hora o más tarde tengo que caminar cuadras para llegar a un deli donde pueda comprarlos. Pero en la esquina de mi casa un negocio está abierto al público 24 horas al día, y a diferencia de los hindúes del abasto, estos comerciantes me llaman por mi nombre y hasta están dispuestos a hacerme free delivery aún cuando jamás les he comprado nada.
En una que otra oportunidad he tenido los teléfonos de algunos de ellos, que como Miguel Mateos, dejan abierta la posibilidad de un negocio futuro soltando un simple «llámame, si me necesitas». Esta es la realidad en toda Nueva York y no es ningún secreto. La droga abunda. Y por la cantidad de carros que se detienen todas las noches en la esquina de mi casa no hay duda de por qué: los clientes también.
Y desde hace un tiempo para acá estos negocios ambulantes están ofreciendo un nuevo producto, y en ese si estoy interesado.
Personalmente, yo admiro a los traficantes de droga. Es difícil imaginar qué negocio legal sobreviviría si este fuera ilegalizado repentinamente. Sin embargo, los capos de la droga se las han ingeniado para construir organizaciones fértiles, estables y prácticamente indestructibles que ofrecen un producto barato e independiente de achaques económicos como la inflación. Y todo esto—vale decir—sin hacer uso de un sólo comercial.
Empresas como Microsoft o Coca-Cola aprenderían un montón de estos industriales, pero es gente con menos que perder la que ha empezado a tomar nota de estos procedimientos, poniéndolos en práctica en el último boom comercial en salir de Nueva York: la venta ilegal de cigarrillos.
En los últimos cinco años el precio de una caja de cigarrillos se ha triplicado en la ciudad. Y como si fuera poco, el consumo de tabaco fue prohibido en bares, discotecas y restaurantes en una movida persecutoria del alcalde y magnate Michael Bloomberg, quien lleva a cabo una cruzada para acabar con lo pocos vicios que aún pueden disfrutar los neoyorquinos.
El objetivo era—según sus voceros—aumentar la salud en la población y reducir a la larga el costo de las enfermedades relacionadas con el tabaco. Ah, y por último y en letra diminuta, tapar un hueco fiscal de unos 8 billones de dólares.
Pero sea cual sea las razón de Bloomberg para preocuparse de quien fuma o no mientras estamos en estado de alerta terrorista permanente, su propuesta no ha servido sino para revivir un tipo de trafico que había ido en descenso por años. Por lo que ahora, mi vecino de la esquina, aparte de susurrarme el usual cocaine crack y weed ha sumado a su inventario una droga de mi interés: Marlboros, Camels y Newports.
Para el que nunca ha visitado Nueva York, las aceras de la ciudad están llenas de todo tipo de ventas ambulantes en las que puedes encontrar desde joyería barata hasta DVD piratas de películas que frecuentemente todavía están en exhibición en el cine frente a la cual los vendedores tienen montada una mesa. A veces se les ve corriendo con la mesa en el hombro para escapar de algún policía sin nada mejor que hacer, pero por lo general nadie los molesta. Oficialmente, solo pueden vender objetos protegidos por la libertad expresión y digestión: comida, libros y películas. Pero en realidad el inventario es amplio y apreciado.
Hace unos años atrás, cuando el Fuhrer Rudolph Giuliani trató de prohibir la venta de todo en las calles se tropezó con la primera enmienda de la Constitución y su protección de la libertad de expresión. Los vendedores ambulantes ganaron—por primera vez en sus vidas—una en contra del statu quo. Y ahora, entre las franelas filipinas, las torres gemelas de vidrio malayo y los libros de a dólar, encontramos los cartones de tabaco fresco en rebeldía con las expectativas económicas de quien sabe que genio legislativo amigo del alcalde.
Como buen liberal, a mi los planes de Bloomberg me tienen sin cuidado. Yo fui uno de los que lo abucheó recientemente cuando al tipo—tirándosela de alternativo—se le ocurrió aparecerse para presentar el concierto gratis de Dave Matthews en Central Park. Según leí después, el discurso estaba supuesto a ser de 15 minutos. Duró 2.
Y la principal razón es que de ser un ciudadano normal y corriente, que con todos sus defectos estaba lejos de ser considerado un delincuente, para comprar cigarrillos ahora tengo que acercarme a una esquina con cara de yo no fui hasta que el sospechoso habitual decide dar el primer paso: ¿Marlboros? Two, le respondo yo e intercambiamos intereses. Los fumadores en vez de ir a un bar a tomarnos una cerveza ahora vamos a pararnos en la acera de enfrente a fumarnos un cigarrillo. Nos hemos convertido en perseguidos legislativos.
Y el show de comprar a escondidas no es ningún juego. El gobierno de Bloomberg le ha declarado guerra abierta a los traficantes de cigarrillos, que en su mayoría vienen de las reservaciones indias en el mismo estado o de otros donde el presupuesto lo completan con menos artimañas. También son producto de un aumento en robos a distribuidoras de cigarrillos en todo el país, que el Buró de Alcohol, Tabaco y Armas ha determinado finalmente son fumados por los neoyorquinos.
El problema no es nuevo y el último episodio similar se dio en los años sesenta con una situación provocada también por el aumento de los impuestos al tabaco. En 1964 el ministerio de la salud norteamericano declaró al tabaco dañino para la salud, y en respuesta la alcaldía de Nueva York aumentó el impuesto al doble.
Al igual que con Bloomberg la excusa fue salvar a los fumadores de ellos mismos, pero las consecuencias del aumento llevaron a que no lo volvieran a hacer hasta los años noventa, tras convertir a Nueva York en la capital del contrabando de cigarrillos.
A quienes leen las estadísticas gubernamentales puede parecerles que el consumo de cigarrillos va en descenso, con una reducción en las ventas de más del 30% en los últimos 30 años. Pero en una segunda revisión se descubre que aunque las ventas legales han disminuido, el porcentaje de fumadores (en todas las razas, sexos y colores) no lo ha hecho en números significativos. ¿La razón? El tráfico ilegal es Big Business en Nueva York.
Este descenso en la venta legal ha producido pérdidas millonarias para la industria del tabaco y otra vez ha empezado a llenar las páginas rojas de los periódicos locales con la infaltable violencia relacionada con este tipo de actividad—que de ser administrada por contrabandistas independientes—ha pasado a ser uno de los negocios más lucrativos de la mafia organizada, cuyos tentáculos—hace poco me enteré—llegan hasta el portal de mi casa libre de cargo.
Hace un mes, una noche como a las doce, se me acabaron los cigarrillos. Exento del estrés que esto me causaba meses atrás cuando tenía que caminar cuadras para comprar más, me puse las cholas y caminé hasta la esquina. Johnny (no es su nombre verdadero) no estaba. Ni allí ni en los alrededores. Lo esperé y di vueltas por el parque de enfrente. Ni la sombra.
Cuando regresaba a casa un ruso se me acercó en una bicicleta. Era un poco tarde y él un poco gordo para ser del tipo deportista. Además llevaba un morral y usaba bluyines. Pero antes que diera un paso hacia atrás me susurró las palabras mágicas que me hicieron sacar la cartera y darle un billete: Marlboros.
¿Tu eres amigo de Jhonny? Le pregunté.
—Of course my friend —me respondió sonriéndose—, pero Johnny ya no está en el negocio. Ahora yo me encargo de esta zona. Aquí esta mi tarjeta, mi nombre es Iván (tampoco es el nombre verdadero). Si necesitas cigarrillos llámame y yo te los traigo a tu casa…gratis.
Johnny apareció unos días después. Tenía cigarrillos pero una caja a cuatro dólares no me vendría mal así que camine hacia él. El puertorriqueño me ignoró.
—¿Marlboros? Le susurre como si yo fuera el que los vendiera.
—No Marlboros my man —respondió sin verme—, y rascándose un brazo me preguntó si en vez de eso quería mariguana o perico. Le dije que no e inmediatamente empezó a alejarse de mí.
Curioso, lo detuve y pregunte si le pasaba algo…entonces le vi la cara. El ojo lo tenía morado y cerrado. El labio estaba cosido hasta la mitad de la mejilla.
—Ya no vendo cigarrillos, man. Eso etá muy peligroso. Si no es la policía, son los ruso y si no los italianos. Mejor ir sobre seguro y mantenerse legal…entonces, quieres un periquito ¿o no?
Legal.
Michael Bloomberg explicó el último impuesto al cigarrillo diciendo que «Todos sabemos que fumar mata. Incrementar el impuesto al cigarrillo salva vidas». Para mi amigo en la esquina lo primero es verdad, pero lo segundo parece que está abierto a discusión.
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