El palo de la felicidad en un tronco escamado del que salen unas hojas verde-grama con rayas manchadas de blanco. Tuve uno en Buenos Aires, que viajó de Entre Ríos a San Fernando y no pudo sobrevivir a los aguaceros ni a los vientos huracanados del sur. No es que sepa mucho de matas pero creo que no es raro en ellas eso de volver a crecer. No fue el caso de aquel turista que tuve yo en Buenos Aires. Se quedó torcido, flaco, medio verdoso en el balcón oscuro que daba al sol de la tarde pintado en el cielo de Tigre (el río que está en la provincia).
Ahora tengo otro palo de la felicidad; también llegó por tierra, de San Antonio a Caracas. La vida se repite a punta de fabricar estrellas de oro, con su rueda maravillosa.
Primera Carta
Ni el acorde de todos los tangos
ni el más intenso ejercicio de tu imaginación
podrán hablarte de la falta que me haces
Francamente ya la matica venía medio piche en el camino, incluso estaba medio piche en el jardín donde la vi por primera vez. Las tardes en Argentina tienen algo muy particular. El tiempo parece estar regido por otros cronómetros, un poco más lento probablemente. El caminante que ve hacia abajo encuentra aceras de piedras y hojas secas. El caminante que ve de frente encuentra sombreros, piedras, botas altas, flores, árboles densos, grúas que levantan raíces, balón de fútbol, pasto, pastor alemán, galgo. Yo lo vi, con estos ojos que se han de comer los gusanos. Los autos, las vías, los semáforos, los ascensores, las plazas. El turista disfruta sus carnes, su dulce de leche, sus facturitas y baila pegao con el acento de los porteños: «un vaso de agua ¿puede ser?» en vez de «un vaso de agua por favor».
Segunda carta
Listo para ser escuchado. Dio un concierto hace poco en Caracas.
Y me llamas extranjero porque me trajo un camino
Porque nací en otro pueblo, porque conocí otros mares
Y un día salí de otro puerto
Si siempre quedan iguales en el adiós los pañuelos
y las pupilas borrosas de los que dejamos lejos
los amigos que nos nombran,
y son iguales los rezos y el amor de la que sueña con el día del regreso.
No, no me llames extranjero
Traemos el mismo grito, el mismo cansancio viejo
que viene arrastrando el hombre desde el fondo tiempos,
cuando no existían fronteras, antes que vinieran ellos:
los que dividen y matan, los que roban, los que mienten
los que venden nuestros sueños
Ellos son los que inventaron esta palabra, extranjero.
Veía una foto en cada esquina: un postigo medio abierto con una chica blanca, rubia, con cara de rusa sentada en los peldaños. La imagen de aquella tarde era eso, sentados en el jardín tomando mate. Habíamos ido al Paraná, donde me enseñaron a cebarlo al mate. Y fue una pareja de ancianos quien me dio un recuerdo de Entre Río. «Tomá nena —me dijo ella— llevateló». Y salí de aquella casa con una maceta en la mano, así mismo viajó en la parte trasera de un carro, al lado de un perro mirándola con cara de esta tarde te meo encima. Así salí de aquella casa y de otras que ya no recuerdo y que hoy parecen salidas de uno de esos cuentos que se «arquitectan» (palabra inventada por mí, por supuesto) cuando se abren. Existen algunas palabras que si fueran consideradas por la Real Academia, mi vida sería mucho más fácil. He aquí otro ejemplo: igual que se dice «en primer lugar… en segundo lugar…» (es el momento de imaginarse a la gorda en Mafalda que está peleando con su esposo en la playa y que cuenta hasta con los dedos de los pies), por qué no decir «para empezar… para secundar… para tercerar…»
Tercera carta
Alejandra:
En «Clave del aire», un poema del uruguayo Fernán Silva Valdez, grabado como tango por Carlos Gardel, encuentro la mejor metáfora de cómo los imprevistos hacen viajes y germinan recuerdos. Cosa grande ésta la de llevarte en los sueños y la de verte, pese a tu ausencia, en el territorio de las imaginaciones que le sirven de exorcismo a la tristeza.
En «Clavel del aire» el cantor se asemeja a un árbol muy argentino y muy triste, el ombú. Se acostumbró a vivir sin flores, pegado a la tierra sin otro norte que la sobrevivencia. «Y mi ramazón secándose iba / cuando ella una tarde mi sombra buscó / Un ave cantó en mi ramazón / y el árbol entonces tuvo su flor». Ojalá que lo puedas escuchar en algún boliche.
Con los ojos no se avizoran bien las catástrofes del tiempo. No caben en las retinas. Al árbol y al cantor los une la tragedia. Un viajero se lleva la flor. «El que cruzó fue el viento / el viento pampero que se la llevó». Gardel más que cantarlo, lo llora con esa forma tan heroica en lo viril que tiene en su voz para eternizar las quejumbres del tamaño del mundo.
Pasan los días y una alegría inédita es la de esperar tus cartas. Uno vive en habladurías con uno mismo para encontrar un sentido. Y me invento para estar alegre, una imagen: la del reencuentro contigo, el otro, el esencial, que está más allá del correo y la lectura. No sé si vendrás para diciembre. No sé si me jubile a comienzos del nuevo año, y provocaría celebrarlo yendo a Buenos Aires. En fin, yo te veo siempre aquí en Caracas.
Un gran abrazo…
Sí, los árboles en Buenos Aires son como el de aquella escena de «Lo que el viento se llevó». «Are you telling me, Scarlet O’Hara that Tara doesn’t mean anything to you?«. Serpientes disecadas, de los que necesitarían un psicoanalista, nada que ver con la pobre matica que había llevado yo al depto de San Fernando.
Cuarta carta
«No quiero que sigas apareciendo y desapareciendo tan súbitamente. ¡Si le das a uno vértigo! Y esa vez desapareció muy lentamente, empezando por la punta de la cola y terminando por la sonrisa, que se mantuvo ahí durante un tiempo después de todo lo demás».
Ahora, diez años después de aquel parpadeo, está allí, chiquito, asomado, verde grueso, gordo, sano; todavía con la tierra seca creció un palo de la felicidad frente a mi ventana en Caracas. Me recibe como Argos a Ulises, me mira, me saca el sucio del ojo, aguándomelo. Siempre he creído en los buenos augurios y éste ha sido uno de los más inquietantes.
última carta
«Aunque consiguió arrancar muy hermosos junquillos mientras el bote pasaba, había siempre uno más bello que no conseguía alcanzar. ¡Los más bonitos siempre están lejos! Exclamó por fin, con un suspiro, ante el empeño de los junquillos por crecer tan lejos».
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