3 años después de los ataques terroristas que han puesto al mundo de cabeza es mucha la tinta que ha corrido explicando cómo, cuándo y por qué. Pero en realidad lo único que hemos aprendido es que aquel cliché que invita a aprender de los errores del pasado para no repetirlos en futuro nos importa muy poco. O le importa muy poco a algunos que siempre terminan excusándose con otro: la historia se repite a sí misma.
El primero de ellos sucedió el 15 de febrero de 1898 en la bahía de La Habana en Cuba.
La Destrucción del USS Maine
Durante casi un mes entre diciembre y enero de 1898 el recién construido USS Maine había estado esperando en Key West, Florida, por las palabras claves que lo llevarían a su destrucción: two dollars. El mensaje, (que debía ser repetido una sola vez) tenía que venir del cónsul norteamericano en La Habana, el General Fitzhugh Lee, y significaba que las vidas de norteamericanos y sus propiedades estaban en peligro por la revolución cubana en contra de los españoles.
Sin embargo, la situación no era tan sencilla y se veía afectada por muchos acontecimientos presentes y pasados.
A diferencia de la revolución que sacudiría Cuba poco más de medio siglo más tarde, el gobierno norteamericano sí simpatizaba con esta. Sobre todo por razones económicas, pero serían las electorales las que tendrían más peso en el desenlace de todo el asunto.
La opinión pública norteamericana, vía una incendiaria prensa amarillista liderizada por William Randolph Hearst y su New York Journal, no pasaba un día sin urgir al gobierno de intervenir en la isla y ayudar a los patriotas cubanos en su lucha contra el «salvaje» imperio español.
La prensa norteamericana de entonces estaba envuelta en la llamada guerra de los periódicos. Esta era una batalla de estilos donde un bando encabezado por Hearst y otro encabezado por Joseph Pulitzer se peleaban por el mercado periodístico norteamericano. El bando de Hearst favorecía el amarillismo escandaloso, el de Pulitzer una prensa más seria, con ambos terminando siempre tan incendiarios como el que más. Y como lo que vendía periódicos en esa época era Cuba, la opinión pública recibía su dosis diaria de noticias del frente español que generalmente giraban en torno a las barbaridades que cometían los españoles en contra de los patriotas cubanos.
A pesar de esto Washington cuidadosamente se negaba a intervenir. O al menos a intervenir directamente. En lo que iba de guerra habían sucedido varios conflictos diplomáticos por la captura por parte de los españoles de suministros dirigidos a los rebeldes desde Florida. A pesar de ser española, el comercio de la isla estaba prácticamente en manos del industrialato norteamericano y a solo ellos perjudicaba la inestabilidad cubana, por lo que la excusa de Washington para el armamento camuflado era siempre era el mismo: el derecho al libre comercio.
Pero este mangüareo también se debía a otras razones. McKinley, por ejemplo, apenas había sido juramentado el año anterior y su política exterior aún no estaba definida. Que Washington le tenía ganas a Cuba desde hacía tiempo no era ningún secreto, pero las condiciones nunca se habían dado para cristalizar este deseo. Monroe había diplomáticamente abierto las puertas al futuro expansionismo norteamericano con su doctrina de «América para los Americanos», que en realidad era más como «América para los Norteamericanos en vez de los para los Europeos». Y sureños de la Florida habían intentado sin éxito invadir la isla tan temprano como en 1841.
Pero en general la política de Washington hacia Cuba era de esperar y limitarse al apoyo indirecto y la presión diplomática. Cosa que en 1847 Quincy Adams puso en palabras al declarar que tarde o temprano Cuba iría a manos de los Estados Unidos «como la fruta desprendida cae del árbol».
Además, la armada española todavía era demasiado poderosa para que los yanquis trataran de hacer algo, o al menos eso creían ellos. Los españoles estaban fogueados por siglos de dominio marítimo y geográfico, cosa que los Estados Unidos, sin experiencia en conflictos internacionales, no podía decir ni en chiste. Pero para 1898 las cosas habían cambiado. Los españoles se habían debilitado por las guerras de independencia tanto en Cuba como las Filipinas, y los norteamericanos, libres de la guerra civil y la conquista del oeste, no se equivocaron al ver en esto otra oportunidad de expansión a costa de los castellanos.
Pero la duda estaba. ¿Podía los Estados Unidos verse cara a cara con España? Muchos en Washington lo dudaban y muchos más en Madrid lo temían. Además, aunque el resto de las naciones europeas veían con gusto que España perdiera sus posesiones en América, no les daba ninguna nota que fueran a caer en manos de los Estados Unidos. Por esto, a pesar que la milicia estadounidense se encontraba prácticamente ociosa y el generalato ansioso por probarse a sí mismo con un conflicto como el cubano, los días siguieron pasando sin que McKinley se decidiera hacer nada. Y quizás nunca hubiera podido hacer nada de no haber sido por dos hechos fortuitos que acabaron con la neutralidad de Washington y convirtieron en proféticas las palabras de Grover Cleveland al transmitir la presidencia a McKinley. «Siento profundamente, Sr. Presidente,» dijo Cleveland «dejarle la herencia de una guerra con España, que llegará antes de que transcurran dos años».
Esto no era ninguna novedad. Ya desde hacía más de un año que los perros de guerra en Washington habían hecho un plan de ataque contra las Filipinas. Culturalmente menos sólida en cuanto a su identidad como nación independiente, creían los norteamericanos, los filipinos eran un hueso más fácil de roer que Cuba, que ya se veía a si misma como nación libre. Las Filipinas al final extenderían la guerra con España contra Washington hasta 1902.
Y mientras se esperaba por el llamado de Fitzhugh, que nunca llegaría o sería necesario, la guerra empezaba a cuajarse en los círculos diplomáticos de la capital norteamericana.
Entonces el ministro exterior de España en la capital americana era un Enrique Dupuy de Lôme. Un valenciano de origen francés que había logrado mantener a Cleveland a distancia y quien autorizó a regañadientes la petición del Departamento de Estado norteamericano para que el Maine levara anclas con destino a La Habana para una visita de cortesía. De Lôme, inocente de ser vigilado de cerca, expresó su disgusto a un amigo en una carta fechada en diciembre de 1897, donde en lenguaje abierto llamaba a McKinley un hombre crudo y populista hasta la indecisión. La carta nunca llegó a su destinatario porque fue interceptada por espías cubanos o norteamericanos que la enviaron como un regalo del cielo a la oficina de William Randolph Hearst en Nueva York. El 9 de febrero de 1898 la primera plana del Journal sería el primer paso hacia la guerra: «El peor insulto a los Estados Unidos en su historia».
McKinley inmediatamente solicitó una disculpa oficial del gobierno español, la cual fue recibida el 14 de febrero junto con la remoción de Dupuy y un cortejo de delegados que buscaron solucionar el conflicto sin ir a la guerra, pero los acontecimientos del día siguiente condenarían la movida al fracaso.
Alrededor de las 9:40 PM del 15 de febrero de 1898, todos menos cuatro hombres de su tripulación de 26 oficiales y 328 marinos estaban a bordo del Maine. El capitán de la embarcación Charles D. Sigsbee escribía una carta a su esposa en su recamara cuando la primera de dos explosiones le tiró al piso. Desde tierra firme el espectáculo era más impresionante.
Al escuchar la explosión el General Lee, que se encontraba escribiendo un reporte a Washington sobre la impresión en Cuba de la carta de Dupuy, corrió a la ventana para ver en llamas al destructor de 6682 toneladas hundirse rápidamente por la proa. Los españoles enviaron naves a rescatar a los sobrevivientes y antes que pudieran contarse las bajas, las consecuencias, aunque no las causas, fueron aparentes inmediatamente.
La explosión había ocurrido directamente debajo de los dormitorios y mató a dos oficiales y 250 hombres instantáneamente. Otros ocho morirían en las horas siguientes a la explosión. Posteriormente y bajo una gruesa lluvia el capitán Sigsbee, como era costumbre en la época, abandonaría de último al Maine antes que se hundiera por completo.
En su primer reporte Sigsbee urgió a Washington a no hacer juicios antes de realizar una investigación sobre el siniestro. Pero la guerra de los periódicos no se servía de intereses públicos y antes que Washington dijera algo Hearst anunció que él mismo investigaría la explosión. Sin quedarse atrás Pulitzer alquiló un remolcador y contrató a unos buzos para estudiar el destructor, y aunque nunca obtuvieron permiso para hacer tales cosas, las portadas del World y el Journal dejaban poco lugar a dudas: «El Maine fue partido en dos por una maquina infernal secreta del enemigo» publicó Hearst. «Explosión del Maine fue causada por una bomba», «Sospecha de torpedo», publicaría Pulitzer. En todos los Estados Unidos empezaron a usarse botones con la orden del día: «Remember the Maine, To Hell with Spain».
Por meses los periódicos habían estado publicando detalladamente historias de horror sobre lo que era la vida bajo el opresivo gobierno español. Favoritas eran sobre todo las relacionadas con la errónea política de reconcentración aplicada por el ex gobernador de la isla General Valeriano Weyler. Weyler había movido pueblos enteros a campos de reconcentración con la intención de minimizar el daño a civiles durante la guerra con los rebeldes, o al menos eso decía. Pero en realidad, como el proyecto no había sido implementado correctamente, los campos de reconcentración terminaron matando a miles de hambre y enfermedad, eventualmente convirtiéndolos en focos de insurgencia.
Las historias en la prensa norteamericana hablaban de españoles caníbales, torturas y campos de exterminio, pero por lo general las historias sólo eran inventos o exageraciones del conflicto. Uno de los corresponsales que visitó Cuba en esa época fue el ilustrador Frederick Remington. Enviado por Hearst, Remington se sorprendió cuando al llegar a Cuba la isla estaba lejos de parecer el infierno que había leído en los periódicos.
«No hay guerra,» Remington le escribió a Hearst. «Solicito que se me venga a buscar.»
La respuesta de Hearst llegó por cable el mismo día. «Favor quedarse. Usted suministre las fotos, yo suministro la guerra.» En el ínterin Hearst ganaría la primera de sus muchas batallas periodísticas. La edición del 17 de febrero del Journal sería la primera en los Estados Unidos en vender más de un millón de ejemplares.
Y mientras las investigaciones sobre la explosión se llevaban a cabo las teorías no dejaban de aparecer. El General Lee pensaba que era accidental. Otros que habían sido los rebeldes cubanos para forzar la intervención norteamericana. El Departamento de la Marina por su parte sugirió que quizás había sido el producto de una combustión espontánea en los depósitos de carbón. Otras naves habían sufrido incidentes similares aunque no tan graves. También se pensaba que el barco había derivado hacia una mina, una bomba había sido traída a bordo por un visitante en La Habana o en Key West y que las municiones habían sido empacadas incorrectamente.
En este ambiente los españoles sabían que el tiempo era oro, por lo que entrevistaron a los sobrevivientes en la primera hora después del incidente y el 20 de febrero una corte anunció que no había encontrado evidencias sugiriendo una causa externa. Pero Washington se había negado a realizar la investigación en conjunto y durante el siguiente mes entrevistó de nuevo a los testigos, realizó una experticia y a finales de marzo publicó el reporte final. Las explosiones en dos o más cartuchos delanteros habían sido causadas por una mina submarina. No se asignó culpa, al menos oficialmente, y mientras trascurrían los días lo populista que Dupuy había criticado en McKinley emergió al ser presionado por una opinión pública cada vez más escandalizada por la inacción.
El 11 de abril McKinley pidió al Congreso poderes extraordinarios para intervenir militarmente en Cuba. Dos semanas más tarde empezó lo que Teodoro Roosevelt describió como la «esplendida pequeña guerra», que terminó con la victoria de los Estados Unidos el 12 de agosto de 1898.
Como resultado de la guerra España perdió sus posesiones en el hemisferio occidental y las Filipinas.
Pero el misterio del Maine continúo en tinieblas, apareciendo de vez en cuando en alguna comisión del Congreso hasta que en 1911 el barco fue levantado del fondo del la bahía para realizar otra investigación sobre la causa de la explosión. La comisión volvió a concluir que el agente había sido externo pero no coincidió con el lugar de la explosión. Sin embargo, antes que se pudiera estudiar el fondo del barco este fue destinado a la historia.
En 1912 el Maine fue arrastrado a alta mar y tras una ceremonia de despedida con honores militares desapareció bajo las olas.
En diciembre: Arde el Reichstag y el mundo paga el pato.
Descubre más desde El Nuevo Cojo Ilustrado
Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.