También había negros en los campos nazis

Carlos Greykey nació Barcelona, el 4 de julio de 1913. En 1939 era uno de tantos combatientes por la república española que se tuvieron que exiliar en Francia. En 1941, tras la capitulación, los alemanes le enviaron a los campos de exterminio, como a cualquier otro español exiliado que encontraban durante el victorioso avance del ejército del Reich por Europa. Llegó al de Mauthausen el 21 de junio de 1941, hacinado en un tren con otros cinco mil compatriotas. Entre ladridos de perros y ladridos de soldados alemanes, cansados, maltratados y famélicos, los SS les formaron en el patio de los garajes y les hicieron desnudarse. Cinco mil. Y de todos ellos, el oficial al mando se tuvo que fijar en él. Y es que, entre la palidez terrosa de aquel mar de cuerpos demacrados expuestos al frío austriaco, el color ébano de la piel de Carlos destacaba inmediatamente.

Carlos Greykey fue uno de los aproximadamente 30.000 individuos de raza negra que entraron en los infames campos de exterminio. La mayoría no salieron. El holocausto nazi de los negros permanece ignoto, eclipsado por el mucho más documentado holocausto de los judíos, el grupo más numeroso, y en menor medida los de los gitanos y los homosexuales (y los eslavos, y los españoles republicanos, y los alemanes arios disidentes, y los…), pero ya en su «Mein Kampf» Hitler había  dejado claro que los negros le gustaban tan poco como los judíos o los gitanos. A esos tres grupos étnicos los definía como razas genéticamente inferiores y corruptores de la sangre aria. A los negros, además, los definía como lascivos, salvajes y animalescos: un eslabón evolutivo intermedio entre el mono y el hombre (ario, por supuesto).

Las leyes promulgadas en Nuremberg  contra los «no arios» concernían no sólo a los judíos, sino también a otros dos grupos étnicos presentes en la Alemania de entonces: los gitanos y los negros.

Alemania tenía algunas pequeñas colonias en África. Por la época en que Hitler fue nombrado canciller, vivían en el Reich unos 25.000 afroalemanes. Algunos eran inmigrantes venidos de las colonias, otros descendientes de los matrimonios entre éstos y mujeres alemanas, y otros, la mayoría, fruto de las relaciones entre alemanas y soldados franceses de las colonias, durante la ocupación de Renania  en la I Guerra Mundial. A estos afroalemanes los nazis los llamaban Schawrzesmach, «vergüenza negra», o Rheinlandbastarde, «bastardos renanos».

Según Hitler, estos afroalemanes eran el resultado de una alianza entre negros y judíos que conspiraba para infectar la raza aria. Y, como los judíos alemanes, los negros alemanes fueron despojados de su ciudadanía, esterilizados, expropiados de sus bienes y, finalmente, deportados a los campos. También a los combatientes de piel oscura capturados en los ejércitos enemigos se les aplicaba ese tratamiento: entre ellos, muchos militares norteamericanos de origen afroamericano. O el mismo Carlos Greykey, cuya historia es una de las mejor documentadas de entre todos los negros que pasaron por los campos.

Con todo, 25.000 afroalemanes son comparativamente pocos, y la mayoría de los alemanes nunca habían visto un negro de cerca en su vida. Por eso los SS sentían tanta curiosidad por Carlos Greykey. Tampoco sus compañeros de infortunio y compatriotas estaban acostumbrados a ver negros. Y menos, negros que hablasen castellano y catalán con un perfecto acento de nativo de Barcelona. Quizá por eso —y porque, al parecer, Carlos era un tipo simpático que pronto se hizo popular en el campo— muchos le recuerdan, y abundan los testimonios sobre él, algunos recogidos en varios libros: «Los catalanes en los campos nazis», de la escritora Montserrat Roig; «K.L. Reich», del superviviente Joaquim Amat-Piniella; «Spaniards in The Holocaust: Mauthausen, The Horror in The Danube», del historiador británico David Wingate Pike; y, particularmente, «Noirs dans les camps nazis,» del periodista francés de origen africano Serge Bilé. Este último libro, de reciente aparición en Francia, ha sacado por fin a la luz pública —no sin provocar algunos roces y resquemores— este pedacito olvidado de la historia del horror nazi.

Pero volvamos con Carlos. Había nacido en Barcelona, pero sus padres venían de la isla de Fernando Poo, entonces una de las colonias españolas en África. Su madre contribuía a la economía familiar fregando suelos en los lujosos edificios del Paseo de Gracia. No constan datos del oficio de su padre. En todo caso, Carlos recibió una buena educación, era culto y hablaba varios idiomas, entre ellos el alemán. Sus compañeros le recuerdan como un joven de físico atractivo y trato agradable.

A Carlos le asustaba llamar tanto la atención de los nazis, porque suponía —era inteligente— que llamar la atención de los nazis no podía ser bueno para la salud. Pero quizá fuera eso lo que, paradójicamente, le salvó la vida. Los SS, por bromear, le vistieron con un uniforme que uno de sus compañeros describe «como de botones de gran hotel» (En realidad, era un uniforme de la Guardia Real yugoslava) y de esa guisa, y aprovechando que hablaba alemán, le emplearon como camarero de los oficiales. El temible  Franz Ziereis, comandante del campo, le exhibía como a un mono amaestrado ante los peces gordos de Berlín cuando venían de visita al campo.

Era humillante, pero peor lo pasaban  los otros prisioneros, picando piedra en la cantera. Un trabajo durísimo que sólo los más fuertes soportaban. Y a la vuelta a los barracones había que rezar para no ser escogido como blanco por el hijo de once años de Ziereis, a quien su padre animaba a practicar con el rifle disparando, desde el porche de su residencia, contra los prisioneros que caminaban por el patio.

Uno de los peces gordos de Berlín que acudieron a ver el negro amaestrado de Ziereis fue el mismísimo Heinrich Himmler, que en 1941 visitó Mauthausen. Carlos fue, de hecho, el único prisionero que tuvo el dudoso honor de ver al Reichführer de cerca. El comandante Ziereis se lo presentó con estas palabras:

—Reichführer, esto es un negro español.

—Oh. ¿Es realmente español? —respondió Himmler.

—Vivía en España. Pero su padre era un caníbal y comía carne humana.

El Gruppenfuehrer Kaltenbrunner, jefe de las SS en Austria, que acompañaba a Himmler en la visita, se adelantó y pellizcó a Carlos en la mejilla. Vete a saber por qué. Quizá para comprobar si aquella piel tan oscura era de verdad o maquillaje.

Tiempo más tarde, durante otra visita de peces gordos, un oficial borracho le pasó la mano por la cara. Por eso precisamente, para ver si desteñía.

—¿Por qué eres negro? —Le preguntó, farfullando, tras mirarse perplejo los dedos sin tiznar. «es que los nazis, sabe usted, no eran muy inteligentes» le dijo a Amat-Piniella el superviviente que le relató esta anécdota.

—Es que mi madre olvidó lavarme— le respondió con sorna Carlos. Para entonces ya se había acostumbrado a su condición de mascota de los nazis y les había perdido un poco el miedo. Pero perderle el miedo a los nazis siempre es un error. El grupo de oficiales borrachos a los que servía champagne francés frío estallaron en carcajadas ante la ocurrencia. Pero después le castigaron, por haber replicado con insolencia a un oficial. El comandante Ziereis le puso a fregar los lavabos de los SS y acabó con su condición de preso relativamente privilegiado.

Aún así, Carlos sobrevivió a su cautiverio en Mauthausen. Vivió para participar en la (victoriosa) revuelta con que los presos, envalentonados por las noticias del avance imparable de las tropas aliadas, redujeron a sus carceleros. Vivió para recibir a los soldados norteamericanos con canciones y pancartas escritas en español. Y, como tantos republicanos españoles, aceptó la ciudadanía francesa que les ofreció De Gaulle y se fue a vivir en un departamento cercano a París, que quizá fuera Seine Saint-Denis, o quizá la Courneuve. Se casó con una francesa, tuvo hijos, y de vez en cuando se acercaba a los locales donde se solían reunir los republicanos españoles para tomar una copa de vino, recordar la patria perdida  y hablar de lo que harían cuando por fin cayera el General Franco. Y allí, en Francia, como tantos otros republicanos españoles, murió de viejo sin llegar a ver el fin de la dictadura de Franco.

Neus Català, antigua presa en Ravensbrück, le conoció durante un encuentro de ex deportados españoles que tuvo lugar en Francia en los años 60. A ella le contó una versión diferente de su caída en desgracia ante el comandante Ziereis: según él, le echó una copa de champagne a la cara al oficial borracho, y se salvó de morir a sus manos sólo porque sus compatriotas españoles le escondieron, maquillándole la cara con polvo. No parece una historia muy plausible. Quizá Carlos estaba intentando presumir un poco.

*En una de las fotografías que el fotógrafo Francisco Boix, también prisionero, tomó en Mauthausen, se ve a Carlos Greykey: un joven negro bien parecido, que posa para la cámara serio y en posición de firmes, circunspecto como el botones de un hotel de lujo. Eso es lo que parece, aunque el uniforme que lleve sea el de un oficial de la Guardia Real de Yugoslavia y su seriedad, la que corresponde a un testigo del horror de los campos.


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