Estoy seguro que los políticos republicanos creen o se las arreglan para creer todo lo que dicen, o peor aún, hacen. Y están convencidos que cuando mueran llegarán al cielo y San Pedro los recibirá con los brazos abiertos con un «Tranquilo pana, nosotros comprendemos, era la guerra fría».
Y uno de los que debe desear esto más que nadie es John Dimitri Negroponte.
Durante su gobierno, el presidente Bush ha reciclado y tratado de reciclar a algunos de los políticos más infames de los últimos 30 años. Como olvidar aquel momento Kodak en que tuvo el tupé de nominar a Henry Kissinger como investigador de los eventos que condujeron a los ataques del 11 de septiembre de 2001. La propuesta era descabellada, aunque quizás estaba en lo cierto, porque como dicen, toma uno para atrapar a uno.
Pero la nominación nunca se materializó debido a detallitos como que Kissinger es buscado en los cinco continentes por su participación en cualquier cosa con olor a muerto entre 1960 y 1980. En Latinoamérica, se le recuerda por el Plan Cóndor, especie de experimento para contrarrestar las teorías de Malthus acerca de la sobrepoblación humana, pero sólo con comunistas y hippies.
Pero si tuviéramos que jerarquizar a las joyas que asesoran o han asesorado al presidente Bush en política exterior en orden de malignidad para Latinoamérica, Negroponte estaría sentado a la derecha del padre, junto a Otto Reich, compitiendo por un curul en el gabinete celestial de Ronald Reagan.
Y no hay duda de porque. Si a alguien le pasó la batuta Henry Kissinger tras la debacle de Watergate fue a John Negroponte.
Negroponte nació en Londres en 1939. Hijo de un magnate griego, no tuvo problemas consiguiendo cupo en Yale, donde se graduó en 1960 para ingresar inmediatamente al Servicio Exterior norteamericano, donde es considerado uno de sus miembros más experimentados. Especialmente en el tipo de cosas por las que los nazis nunca van a ser los buenos de la película.
A mediados de los años sesenta, Negroponte trabajó para la embajada en Saigón, y algo debe haber hecho bien, porque en 1970 ya era jefe del Consejo Nacional de Seguridad norteamericano en Vietnam, bajo la tutela de Kissinger, sirviendo de enlace entre Washington y Vietnam del Norte durante las conversaciones de paz en París y aprendiendo del maestro todo lo que necesitaría sobre la guerra sucia que más tarde pondría en práctica en Centroamérica. Después de todo, como apunta el periodista norteamericano Dave Lindorff, Negroponte «es un diplomático de carrera sólo en papel, y de hecho un agente veterano de la CIA».
Durante la guerra de Vietnam, la CIA se internó en el continente y estableció alianzas con cuanto grupo humano estaba dispuesto a vender su alma al diablo por un puñado de dólares, incluyendo a los poderosos productores de narcóticos asiáticos.
A cambio de apoyo logístico (y las cabezas de cuanto rojo apareciera en el horizonte), los asiáticos recibían inmunidad de cualquier investigación que otras agencias de inteligencia llevasen a cabo. Estas investigaciones usualmente eran detenidas en lo que las mismas se acercaban demasiado a algún aliado en la lucha contra el comunismo. El Jefe del Consejo Nacional de Seguridad en Vietnam, el «Americano Impasible» de Capote, nunca supo de nada de esto.
En 1987 Negroponte volvería a trabajar para el Consejo Nacional de Seguridad, esta vez bajo la supervisión de Colin Powell. El escándalo Irán-Contra estaba a todo vapor y en la investigación del affaire salieron a relucir detalles sobre ciertas alianzas con narcotraficantes centroamericanos. Si alguien está buscando similitudes entre Vietnam y Nicaragua, este es el camino a seguir.
Pero su verdadera oportunidad de hacerse un nombre no llegaría hasta 1981, cuando el embajador norteamericano en Honduras, un tal Jack Binns fue inscrito en la lista negra de la administración de Ronald Reagan. Binns era un hombre problemático que había empezado a reportar violaciones contra los derechos humanos por parte del gobierno hondureño que Washington apoyaba. Esto alarmó a la Casa Blanca, ya que la aprobación del Congreso para asistir económicamente a Honduras dependía de su record en esta materia. Reagan necesitaba de alguien más profesional, alguien que no supiera nada aparte de Yes Sir. Negroponte era el hombre perfecto. Tras su llegada a Tegucigalpa los reportes de Binns pronto se convirtieron en «rumores» y «propaganda comunista». Los empleados de la embajada bromeaban que los mismos parecían los de Noruega. Muy bien podían haber sido. Esa era la idea.
El valor de Honduras radicaba en su posición estratégica. En 1979 los sandinistas habían derrocado a Anastasio Somoza, el principal títere de Washington en la zona. Y en El Salvador la población había descubierto que en el universo político había más de un sol. Honduras, situada entre ambos países, era perfecta como excusa y base para la contrainsurgencia. En la década siguiente a la muerte de Somoza, la ayuda económica norteamericana a Honduras pasó de menos de diez millones de dólares a casi cien y Tegucigalpa se convirtió en la sede de la representación diplomática norteamericana más grande del mundo. Poco después de la llegada de Negroponte, los hondureños, haciendo gala de una de las cosas pocas que no perderían en esos años bautizarían al país con un nuevo nombre: USS Honduras.
La misión de Negroponte era crear la infraestructura para entrenar a los Contras, un ejército paramilitar formado por ex Guardias Nacionales nicaragüenses, que sólo entre 1977 y 1979, habían enviado a conocer al creador a unos 40.000 compatriotas y que durante su existencia en Honduras desaparecieron a miles de civiles, incluyendo monjas.
En 1981, tras el asesinato del arzobispo de El Salvador Oscar Romero, 30 monjas y evangelizadoras huyeron a Honduras, incluyendo la secretaria de Romero. Honduras, según Negroponte era el país más seguro del continente, pero las monjas igual desaparecieron. En 1982, Laetitia Bordes, una religiosa enviada a investigar el destino de las mujeres se reunió con el embajador. Este respondió que preguntara al gobierno hondureño. Que la embajada no se inmiscuía en los asuntos del país. Bordes no se enteraría del destino de las religiosas hasta 1996, cuando Jack Binns declaró a The Baltimore Sun, que él había informado de esto, y mucho más, a Negroponte. Que las mujeres habían sido detenidas el 22 de abril de 1981, y tras ser torturadas por el ejército hondureño fueron lanzadas vivas desde helicópteros.
Tras su actuación en Honduras, Negroponte fue premiado con las embajadas de Filipinas y México, asesorando en esta última la guerra contra los zapatistas en Chiapas. Y en el 2001 fue nombrado embajador ante la ONU, donde cínicamente abogó a favor de la guerra contra el terrorismo hasta junio de 2004, cuando se ganó su último puesto en ultramar: Irak, que no es nada sino un gran Déjà Vu. Allí, como en Honduras, la embajada es inmensa, los reportes oficiales parecen provenir de Noruega, y la CIA actúa en relativa paz entrenado paramilitares. Por lo que el escándalo en la cárcel de Abu Ghraib no debería haber sido una sorpresa para nadie.
El señor Negroponte ahora es el Director Nacional de Inteligencia de los EE.UU. Esto es, jefe de todas las agencias de inteligencia, conocidas o no, tanto dentro como fuera de EE.UU. Algo así como el gran hermano de 1984. Pero peor, y en esta oportunidad no sólo está a cargo de velar que los barbudos del mundo se mantengan en la línea, sino también de los mismos norteamericanos. Por lo que cuando vean aparecer al primer escuadrón de la muerte en Filadelfia, o el primer campo de paramilitares en Wisconsin, no se sorprendan aunque Negroponte, por supuesto, niegue saber algo al respecto.
En septiembre de 2001, en el preámbulo de la nominación de Negroponte como embajador norteamericano en la ONU, el periodista norteamericano Bill Press afirmó en un artículo en CNN, que «o Negroponte está mintiendo o es completamente incompetente», refiriéndose al hecho que en todos los cargos ocupados por él, confesó una y otra vez no haberse enterado de operaciones que sucedían directamente bajo sus narices, y aún así el hombre seguía escalando en las escaleras del poder.
Y Press está en lo cierto. ¿Cómo es posible que un hombre incapaz de saber lo que pasa a su alrededor en un departamento, pueda hacer un buen trabajo supervisando el aparato de inteligencia de todo un país? La respuesta es sencilla, Negroponte de incompetente no tiene un pelo de los pocos que le quedan.
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