Y era un almuerzo chiquito: margaritas, fruta madura, granola, durazno pero la demencia asechaba detrás de mis sombras. Un ser pequeño y triste de pronto se convierte en bala, flecha, pólvora y la calesita se repite, las riñas de la infancia se superponen, se exceden. Se acabó así no más la dulzura de la tarde, el amor en las hamacas y el desorden de los besos. Todo se vuelve distante, todo ahora es naufragio, terror en las esquinas, guardaespaldas, amigos insospechados, desencantos prematuros.
Al día siguiente es resaca, documentos, pertenencias, saldos, consultas, teléfonos y no estás tú y no estoy yo y no está nadie conocido. Un barquito en medio del Atlántico, debajo de la tempestad, aferrándose a la superficie como pueda, remando de lado para no escuchar a las sirenas que esperan en los escollos de la muerte.
Al tercer día todo es más claro o más oscuro y me invade la inmensa curiosidad de saber cómo carajo se vuelve uno invisible para atravesar las puertas del tiempo y quedarme tendida para siempre en un día feliz, en las aguas mansas, en la hierba todavía húmeda, en un brindis con jugo de naranjas. Cosas así, las que justifican a Dios, al enorme que palpita en el polvillo de la luz y la nitidez de tu imagen todavía en mis ojos. Te repito, para quedarme en tus manos, en tu boca. Soplo la tristeza como el polvo que cubre la portada de un libro muy viejo y me queda luego el sabor tibio del café con leche y la silla movida de la última irrealidad de tu visita; las ganas de atragantarme de barriguita llena ¡carajo! de corazón contento, de creer que el tiempo pasa más rápido.
Entonces concluye mi cabeza: si pudiera vivir mi vida, no otra vez, sino ésta que tengo, para decirle ¡basta! a las pendejadas que nos han enseñado, a inventar otros mandamientos, otra historia de la humanidad y liberar a los presos de corazón, permitir el ridículo, eliminar las fortunas y hacer del planeta un inmenso parque de diversiones.
Me lo digo, me lo repito como un loro, las palabras siembran, se riegan solas, se reproducen por su cuenta, se adhieren a la hipófisis, se esconden en nuestros mapas, hacen fiesta en las noches mientras soñamos y en la mañana esos duendecillos nos vacilan, sólo se dejan ver en otros estados, en otros planetas, en un reino donde sí somos los soberanos, capaces de lograr las cosas más insólitas dejando a un lado este aburrimiento de calles, asfalto, semáforos, ascensores, teléfonos, cartas electrónicas, documentos de propiedad y declaración de impuestos. Me voy pero vuelvo pronto para empezar otra vez esa rueda de tres días en la vida, el ciclo imaginario de mis trampas, de mis majestuosas vueltas alrededor del mundo que es del tamaño de una metra.
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