Maika

Tenía unas uñas preciosas. Límpidas, brillantes. En el fondo creo que me enamore de sus uñas; alguien con unas cutículas así tenía que tener un alma espléndida. Después me enteré, utilizaba maquillaje, un liquido transparente. No podía creerlo, tenía que mirarle a los ojos y darme cuenta que no era cierto. Entonces me di cuenta, sus ojos, su cara, el tipo de imbécil que se enamora de un tipo como yo. Me acerque a ella, le di un último beso y le mande a la mierda.

Me había vuelto a equivocar con las mujeres. Estaba demasiado borracho, demasiado solo, las dos cosas a un mismo tiempo. Me enamoro con demasiada facilidad, quizás demasiado rápido, quizás busco algo que no puedo encontrar, quizás…MIERDA. Subí a mi casa. Mi casa era un cuartucho infame en un bloque infame. Una mesa, una cama, una cocina que hacía las veces de salón y biblioteca, y un water. Todo hecho una mierda, libros a medio leer encima de la mesa y de la tele, papeles y poesías tirados por ahí, cuentos por empezar en la maquina de escribir, una ajada Hispano Olivetti, único recuerdo de un hijo de puta al que mis hermanos llamaban padre. Sueños perdidos en cada esquina, demasiadas resacas, demasiados fracasos, demasiado para vivirlo en una sola vida.

Tenía ganas de mandarlo todo a tomar por saco, de prender fuego al maldito cuarto, a la maldita ciudad. De terminar con todo y volver a empezar. En vez de eso me tumbe en la cama y me abandone. En el fondo siempre he sido un cobarde. Creo recordar que no llore, simplemente me tumbe mirando al techo, perdí la noción del tiempo que pase así. Me imaginaba a mí mismo, viejo, solo, jodido y amargado. Y después me imaginaba a mí mismo en ese mismo momento, joven y solo, amargado, desencantado: jodido. No cambiarían tantas cosas, me dije. Quizás debiera hacer caso a mi madre, cambiar de vida; olvidar que alguna vez escribir fue mi vida, comprarme un buen traje y empezar a trabajar, buscar a una mujer, sosa, con una vida tranquila y tener hijos tranquilos, con una vida tranquila, sin sobresaltos. Fichar ocho horas y volver a casa para cenar y pensar en lo infeliz pero tranquila que es mi vida mientras veo en familia cualquier basura televisiva. Con un poco de suerte, dos polvos al mes.

Me veía a mí mismo, allí tumbado, saliendo iluminado a la calle, comprándome un traje amarillo limón con topos verdes; pañuelo y sombrero a juego. Marchando a comprar en un anticuario un bonito espejo, antiguo, con clase. En mi nueva casa, con mi fantástica mujer, saliendo por la mañana a trabajar, y mirándome en el espejo descubrir que, en realidad, sólo soy el mismo gilipollas con un disfraz más triste.

Seguí tumbado durante mucho tiempo, me dormí y me levante, alguien machacaba la calle con una maquina apisonadora. Un nuevo día, igual que los anteriores, me lavaría la cara, saldría a la calle, me enamoraría de la mujer equivocada, y cuando me cansara de seguir vivo, demasiado cobarde para atreverme a morir, en mi vieja Hispano Olivetti, me pondría a escribir, a beber, a olvidar, a lamentarme una vez más. Creo que ya dije que en el fondo soy un cobarde.


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