No sé cómo comenzó este desaguisado pero puedo jurar por Dios Santísimo que me levanté de muy buen ánimo. Sin darme cuenta estaba en la oficina arreglando unos papeles y haciendo algunas llamadas telefónicas, cuando en medio de mi letargo sentí la mano espesa de alguien y la voz chimba de locutor de radio, con tono de galán de conuco diciendo —HOOOLA. Con el susto me levanté de un salto y le di un golpe seco y automático en la boca del estómago. Luego de las disculpas salí prácticamente corriendo de ese lugar.
Haciéndome la Pancha comencé a caminar por el pasillo de mi oficina, sin percatarme de que no tenía absolutamente nada que hacer afuera. Entonces decidí salir a la calle para paliarme un poco y comprar unas galletas.
Cuando crucé la puerta, una enorme manifestación de ancianos hacía una marcha desde Miraflores hasta el Capitolio. Me arrastraron casi una cuadra hasta que pude saltar de la multitud. En un kiosko cercano vi a una mujer casi sentada en el piso, gorda y retaca como Buda. Le pedí una galleta y me dio una cosa sin forma geométrica, de color pupú y en un envoltorio arrugado. Nunca me vio a los ojos pero yo todavía conservaba la dignidad intacta y le pregunté si eran buenas.
La gorda no abrió la boca, sino para bostezar. Respiré profundamente y le di dos billetes de cincuenta. —¿Tiene más sencillo?— me preguntó la muy bestia. —No, no tengo puyas, le respondí.
Cuando regresé al ascensor había una cola descollante de ochenta personas y esperé mientras sentía que a mis treinta años las várices comenzaban a aparecer. Cuando entré a la oficina abrí el paquete de galletas y me conseguí con una suerte de chicle, hormigas extrañas y creo que hasta un gusano estaba en pleno lunch. No me decidí —ni siquiera en ese instante— a matar a la gorda del kiosko, sino que le dejé el paquete a Guillermina en su escritorio. Porque debo decir que a la Guillermina no la paso.
Llamé a Roque por teléfono y me atendió una voz de mujer, medio cansada y medio risueña como la voz que tienen las putas. Me presenté de inmediato y le pedí que le diera a Roque el auricular.
Él me dijo que, —¡caramba! estaba en una reunión súper importante y ¡qué vaina mi amor! No vamos a poder vernos esta noche—. Todavía me quedaba la voz para mandarlo a la mierda y decirle todo lo que se merecía por todo lo que me había amargado estos últimos años. Lancé el teléfono de una forma que no creo que tenga acomodo ese pobre aparato. Todavía guardaba la esperanza de que me llamara durante los próximos cinco minutos y debo confesar que todavía la guardo, pero a estas alturas debe andar perdido en la cama de un hotel.
En la oficina surgieron algunas complicaciones que no recuerdo porque en las horas siguientes estuve un poco caída de la mata. Pero sí me parece haberle dicho a Clara que me tenía bien podrida con sus monólogos sobre sus hijos y Lady Di. También creo haberle dicho a un carajo que llamó para pedir qué sé yo qué pendejadas que sí cómo no. Y después vino la caminata de quince cuadras para llegar a mi vehículo con todos los monos susurrando: mamita, ricura, cosita rica, etc.
Me emborracho entonces, y sola, porque nadie está a mano. Pedí una cerveza en el bar de la esquina. Los mesoneros me ignoraron por completo durante la siguiente hora hasta que me paré encima de la mesa donde estaba y dije todas las porquerías que me vinieron a la cabeza.
Llegó por segunda vez el mesonero y le dije que se fuera a la reputa madre que lo parió y me fui descaradamente sin pagar la súper cuenta de una sola cerveza. Sin contar con el hecho de que en la mesa que estaba detrás, había un mocoso que brincaba con un carrito y cada vez que podía me metía un codazo en el ojo. «No mi vida —le decía la mamá—, no le pegues a la señora».
La historia es que Roque nunca apareció y caminando hacia mi casa, vi una librería que tenía en exhibición una obra de teatro que se llamaba «Prohibido suicidarse en primavera». Lancé el paraguas, porque además estaba lloviendo a cántaros, y rompí el vidrio de la tienda. Llegó la policía y ahora me tengo que calar a estos delincuentes uniformados por la historia de las declaraciones. A mí que no me venga ningún intenso con el cuento de la paz y el poder de la mente, porque lo que tengo más a mano —que es una calibre 32— se la apunto directo al cráneo y la exploto, como dicen los landros que tengo al lado y que están detenidos por averiguaciones.
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