Juegos oníricos

Al despertar no me sentía igual. No parecía ser yo. Ni siquiera al verme al espejo. ¿Yo delgado y sin barba?. ¿Qué había pasado?. Me pellizqué y no sentí dolor, percatándome de que estaba soñando aún. Pensé —desde mi raciocinio onírico—, ¡menos mal que estoy soñando! Me desperté. Sin embargo, al verme al espejo seguía siendo el desconocido hombre delgado sin barba de antes. Volví a pellizcarme y esta vez sí me dolió. Ahora sí me asusté. ¿Quién era yo?, es decir, ¿en quién me había convertido? Busqué mi cartera y vi mis documentos.

No era mi nombre el que aparecía en la cédula que tenía mi foto, es decir, la foto de mi desconocido rostro. De hecho, ni siquiera reconocía el formato de la cédula. Pasaron pocos minutos para que me percatara de que me encontraba en otro país y en otro continente.

Abrí el guardarropa y observé lo que me pondría para salir a la calle. Jamás había vestido formal y sólo había fluxes y corbatas en el ropero. Mi temor comenzó a convertirse en asco.

No supe hacerme el nudo de la corbata. Me vestí sin corbata. Salí a la calle y me senté en un restaurante con la intención de tomarme un café. No tenían café. Ni siquiera me tomaban en cuenta. Me fui.

Vi las tiendas que se atravesaban en mi camino. Sólo vendían corbatas. De todos los colores. Corbatas y más corbatas. Todos tenían una puesta, inclusive mujeres y niños. Pensé que quizá me evitaban por no tener corbata, razón por la que quizá no me atendieron en el restaurante. Me percaté de un aviso que rezaba: «No entre si no tiene corbata». ¡Qué mundo tan loco! —pensé— Y seguí viendo las únicas tiendas que había, tiendas y tiendas y tiendas de corbatas.

De repente percibí un aviso oficial del gobierno del extraño país en el que me encontraba, el cual informaba que sería objeto de pena de muerte quien no fuese poseedor de una corbata en su atuendo. Me llevé las manos al cuello y recordé que no tenía una. Tragué saliva y me percaté cuando ésta pasaba por mi garganta. En ese momento sentí un agarrón en uno de mis brazos. Era la policía.

El oficial me hubo de llevar a un tribunal. No recuerdo, quizá me desmayé durante el traslado. Me sentenciaron a pena de muerte. Me ahorcarían por no llevar corbata. Ahí realmente me asusté. Nunca valore tanto mi vida como hasta el momento que sentí que la perdía.

Me llevaron a la horca. Antes de guindarme, observé que en lugar de una soga había una corbata. Me pareció extremadamente ridículo morir así y por una razón tan estúpida. Me subieron a un banquito y me pasaron la corbata por el cuello. Sentí como caía y se partía mi cervical. Comencé a morir.

Desperté de nuevo. Al verme en el espejo ahora sí era yo. Gordo y de barba. Me puse las manos al cuello y me percaté de que todo andaba bien. Medio anudada tenía una corbata. Había olvidado quitármela después de llegar de una fiesta para devolvérsela al conserje que me la había prestado —con nudo hecho y todo— y bajé a entregársela.

Toqué. No respondían. Volví a tocar, nada. Empujé la puerta, ésta se abrió y no vi a nadie dentro. Seguí a la cocina y me quedé anonadado por lo que vi en ese momento: el conserje pendía guindado del techo de la cocina, ahorcado, en cuyos pies tenía una nota que decía «no se preocupe, que yo también estoy soñando».


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