Blanco y negro

La polvareda dejaba ciego a quien se atreviera a caminar por las calles en las siestas cálidas y vacías.

La Lucila se llamaba el caserío, los lugareños le decían pueblo, pero los considero demasiado generosos, se trataba a mi entender de un conjunto de construcciones que se emplazaban al margen de una vía casi muerta.

Una escuela, una iglesia con cura solo los domingos sin lluvia, carnicería, comisaría, club, diez casas y el boliche de Lazzaronni, que hacía a la vez de almacén y tienda.

Lazzaroni era un señor grandote y de cara siempre colorada, malhumorado natural y muy mal comerciante. A pesar de ello, su boliche contaba con la presencia de la crema y nata del paraje, sordos ellos a los malos tratos del dueño y ávidos de una bebida con alta graduación alcohólica.

Además de bolichero, desde el 83 hasta el 2000, Lazzaroni ejerció el cargo de Jefe comuna o intendente de la zona, cargo que le valió calificativos de nepotista y atorrante. Lo criticaban pero luego lo votaban, la mayoría de las veces por ser lista única y otras por repartir más cajas de alimentos y frazadas que el opositor en las campañas.

Entre otras cosas fue el dueño del único teléfono de la zona por muchos años, suerte que supo aprovechar cobrando exorbitancias por las llamadas. «Arbitro injusto» le decían: cobra lo que quiere y si no te gusta te echa.

Entrar al boliche, sin importar la hora, significaba sumergirse en un mundo lisérgico y abierto a las sorpresas. El mostrador ocupaba todo el largo del salón y en sus riveras se asentaban las destartaladas mesas con sus sillas de patas desparejas. Si estabas de suerte, el dueño te atendía, si se trataba de mucha suerte; la Mari (hija del dueño) traía las bebidas y se agachaba dejando a la luz de tus ojos esos pechos blancos.

El cojito estaba de paso, y con sed. Era la tardecita y no dudó en entrar.

Había tres mesas ocupadas.

En la primera estaba Don Sebastián, viejito y desdentado, casi mudo junto a Doña Pendo, su esposa, gigantesca, oscura y brillosa. Un par de nietos tomaban coca cola junto a Sebastián, su señora bebía ginebra a largos tragos y pedía ¡otra! Golpeando el vasito contra la mesa. El cojito escucho algo, una especie de saludo casi mudo de parte de Sebastián, respondió sin entender.

—¡Hablá juerte viejo! ¡No te das cuenta que no se te entiende! ¡Buenas don, a este viejo guampudo no se le entiende nada cuando habla! —fue el amable saludo de Doña Pendo.

—Buenas doña, como anda señor —respondió mientras se alejaba.

En la otra mesa solo había un hombre transpirado y de piel casi negra, su cabeza parecía apoyada sobre el vaso de vino, los ojos los tenía casi cerrados.

—Buenas, ¿cómo es su gracia? —dijo secamente— ¿Qué lo trae por estos pagos?

El cojito decidió no prestarle atención y siguió de largo.

—¡Conteste señor! —increpó a la vez que se paraba y lo tomaba del hombro.

—No hablo con borrachos —mintió el cojito a la vez que se soltaba del brazo del ofensor. El bolichero se había puesto a su lado y agarraba al morocho dispuesto a pegarle al extraño.

—Calmate Maidanita, explicale al señor que sos el comisario y seguro que te contesta.

—¡Usted se resiste a la autoridad y lo voy a tener que meter preso!

—Pero, de haber sabido que usted era el comisario no solo lo saludaba sino que lo invitaba un vino, discúlpeme Maidanita, mucho gusto, Cojito para servirle.

—Disculpado, venga, siéntese y páguese un tinto.

—¡Cómo no! ¡Señor, un tinto y una cerveza bien fresca por favor!

Ahí terminó el diálogo, el cojito se sentó junto al comisario a esperar la cerveza y el silencio se adueñó de lo que podría haber sido una conversación, Maidanita bajó nuevamente la cabeza y se sumergió en el vino.

En la última mesa ocupada había tres gauchos conversando y tomando cerveza, en cuanto Lazzaroni trajo el vino y la cerveza, el mayor de ellos lo invitó a sentarse con ellos:

—Siéntese acá hombre, el comisario está muerto —era un eufemismo muy bien utilizado.

El mayor de los gauchos, Héctor Severino Torrez, tenía la cara hinchada y roja, recorrida de un mapa hídrico de venas verdes y azules, que de finas, pasaban casi inadvertidas. Un pequeño bigote de indio pendía sobre su boca sonriente.

—Le presento: Aníbal Jorge Torrez (mi hermano) y Luis Bienvenido Paniagua, mi sobrino, más conocido como pan mojado. ¿Qué anda haciendo por Lucila?

—De paso para San Justo, me dijeron que por esta ruta me ahorro como 80 kilómetros.

—Tiene suerte que no llovió, si no iba terminar perdiendo un día.

—Menos mal —dijo el cojito mientras llenaba los cuatro vasos.

El cojito dirigió la conversación con preguntas cortas y concisas, los tres gauchos (especialmente Héctor) no dudaron en contarles vida y obra de la zona, en especial del pueblo, al que venían de vez en cuando, ya que trabajaban en una estancia grande que distaba a 20 kilómetros.

—Otra cerveza, por favor —pidió el cojito.

—¡Uh! La va a traer la Mari —los ojos de Luis Bienvenido se pusieron brillantes—. Cuándo se agache, mírele los pezones, ¡después me cuenta!

Y vino la Mari, se agachó sirviendo los vasos y la gravedad deslizó su camisa dejando los pechos al descubierto. Era una gringa linda, tendría 25 años, buen cuerpo, piel blanca, ojos celestes y no usaba corpiño. No pudo el cojito evitar espiar esos pechos blancos como la leche que remataban en unos pezones grandes y negros como el carbón. Quedó unos minutos sin palabras, nunca había visto algo así, ni siquiera estaba seguro que le gustara, sin embargo le costó bastante tiempo borrar esa imagen de su mente, muchas veces quiso volver y hacerla famosa, pero los caminos son muchos y ya nunca regresó por ese caserío perdido en medio de la provincia de Santa Fe.


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