Una de las mayores entretenciones que teníamos mis amigos de infancia y yo, en época de vacaciones, era ir al famoso cine «Ayacucho», ubicado en la ardiente tierra cumanesa. La programación oscilaba entre las películas «chinas» y las «pornos». Estas últimas eran nuestras favoritas, dada nuestra corta edad y sobre todo por que no era muy difícil «engañar» al portero simulando mayoría de edad a los trece años.
Cuando la muchedumbre se reunía frente al cartel que mostraba a una exuberante rubia semidesnuda y de salvaje mirada, era común oír comentarios del tipo «que va, esa vaina es pura bulla, puro afiche, yo que te digo» Pero siempre ante la muchedumbre incrédula aparecía el vendedor de boletos que de manera firme y autoritaria se dirigía al portero: «¡Pide cédula que la peliculita es candela!»
Inmediatamente nos abalanzábamos a obtener nuestro pase a lo prohibido. Y de este modo nos nutríamos del séptimo arte entre los ¡Hiaaa! del desnutrido puño de acero y los ¡Ohhh, yeaaahhh! de la bien alimentada escandinava.
Ya adentro nuestra ansiosa espera terminaba con el ritual de siempre: apagón violento de luces, gente tropezando, groserías por doquier y un hermoso cielo estrellado (la mitad del cine carecía de techo) y entonces aparecía el «insidioso».
Era un letrerito desteñido que se proyectaba al inicio de cada película y rezaba lo siguiente: «Se le agradece al público presente mantener la moral y buenas costumbres en esta sala». La reacción era inmediata: «!&@*#%$!, ¡A tu mai que…!», etc. Yo me preguntaba, noche tras noche, por qué proyectarlo si producía exactamente el efecto contrario al buscado ¿Por qué entonces no quitarlo? Hasta que un día le vi la cara al vendedor de boletos cuando explotaba la algarabía en la sala.
Lo entendí perfectamente. El famoso letrero había sido obra del hombre de sonrisa retorcida que maquiavélicamente se regocijaba viendo el delirante espectáculo. Si la película era «mala», como de costumbre (pocos golpes o culos según el género), no importaba pues el público ya había disfrutado a plenitud con el desenfreno provocado por «el insidioso»: la coñaza de la segunda fila, el botellazo fugaz hacia el cielo estrellado y movidas así.
Entonces comprendí que más que un cine, el «Ayacucho» era un gran club en donde la muchedumbre se reunía puntualmente para hacer de las suyas. La película sólo era el pretexto, y el dueño había sabido interpretar este hecho, y el sostén de su empresa se basaba en esta claridad de ideas. Era un líder en su justa dimensión. Sabía manipular su entorno para que la distracción de aquellos fortaleciera sus propios intereses. Fiel ejemplo de nuestra sociedad moderna: televisión idiotizando a las masas, religiosos embasurándonos con lo «bueno» y «permitido» y gobernantes confundiendo y escondiendo mezquinos intereses.
En aquel entonces al vendedor de boletos no sabía si admirarlo o despreciarlo. Pero cuando fui creciendo tuve que decidir entre estas dos. Y entonces un buen día decidí rebelarme y comenzar a detestarlos.
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