La cálida brisa de una hermosa noche de verano me acariciaba suavemente el rostro, haciendo que el cansancio por los excesos cometidos se multiplicara hasta conducirme casi al desmayo. Antes que esto ocurriera preparé una improvisada cama en un incómodo rincón de la estación de trenes. Cargaba unas pocas liras, un morral lleno de ropa mal oliente y los vestigios de lo que fuera un valioso cuaderno de apuntes, celosamente cuidado hasta aquella noche, en la cual la mezcla de tinta con licor derramado finalmente hicieron de sus hojas un extraño y encantador mosaico, tan fascinante a mis ojos que me era imposible desecharlo.
Tirado en el suelo el cansancio me venció en pocos minutos. Comencé a soñar con aquella contaminada playa de mis aventuras de antaño, en donde la hediondez de las algas solía ser simplemente insoportable. Desperté de un sobresalto y descubrí que aquella imagen del subconsciente había sido inducida por un poderoso y real olor a putrefacción, venido de los canales venecianos, tan característico de la época y su intenso calor.
La estación se había llenado con extraños personajes: a pocos metros una bella ragazza ofrecía sus encantos de manera nada discreta, con ademanes tan bruscos que producían un contraste insoportable entre estos y su delicada figura. Un inmigrante polaco, de vestimenta sucia y finos modales, se inclinaba buscando algo en el suelo con un afán casi frenético. Yo daba por sentado que había extraviado sino dinero, al menos un valioso documento. Cuando se llevó a la boca la colilla de cigarro aun humeante, su expresión de alivio fue tal que su cara de regocijo iluminó la estación entera. Provocaba sino aplaudirlo, al menos felicitarlo.
Un par de muchachos británicos, ambos con el pelo pintado de verde fosforescente, intercambiaban algo de dinero más una gruesa hebilla por droga. Su proveedor era un hombre de mediana edad, ojos saltones y grandes entradas. Después de cerrar el trato se despidió besando apasionadamente al más fornido de los jóvenes, mientras manoseaba impúdicamente las entrepiernas del otro que confiadamente revisaba la mercancía recién adquirida. Acto seguido salió corriendo como si hubiese cometido la estafa de su vida.
Un par de carabinieris discutían acaloradamente con un extranjero mal encarado y de fuerte acento. Este les mostraba lo que parecía ser un grueso cuaderno de notas. Mientras la discusión subía de tono esperábamos paciente y morbosamente el obvio desenlace. La fuerte bofetada que estalló en el rostro de uno de los protagonistas sorprendió a todos menos a la bella ragazza, cuya sonora carcajada retumbó burlona y descarada, cobrándole quién sabe qué historia al aturdido y humillado carabinieri. Ambos uniformados se alejaron rápida y sumisamente mientras el iracundo personaje paseaba su fiera mirada por cada rincón de la estación. Todos, a excepción de la alegre ragazza, le rehuimos la mirada. Decidí permanecer despierto un rato más…
El tren llegó perturbando escandalosamente la estación. Se podía notar la típica mezcolanza de turistas cansados y viajeros locales molestos por la abultada presencia de aquellos. Repentinamente desde un vagón comenzaron a descender decenas de muchachas negras con llamativos trajes de vivos colores, adornadas casi todas con una especie de turbante que envolvía la casi totalidad de sus cabezas. Sin duda se trataba de muchachas africanas, al menos un centenar de ellas. Alegres y desenfrenadas se dirigieron a los baños de la estación para emerger en pocos minutos con grandes tacones, minifaldas y todo tipo de atractivo que pudiera ayudar en la actividad que ahora se tornaba obvia.
Todas, a excepción de una, se alejaron esfumándose en la cálida noche. La que permaneció en la estación aun vestía su llamativo traje. Se dirigió directamente hacia donde se encontraba aquel extranjero de fuerte acento y ruda mirada. Después de una suerte de reverencia, bastante exagerada, comenzó a hablar pausadamente. Quise acercarme a escuchar lo que decían, pero justo en ese instante la bella ragazza se marchaba con un cliente rubio, despertando unos celos tan absurdos como infantiles en mi persona.
Un par de horas más tarde las muchachas africanas comenzaron a regresar lentamente. El inmigrante polaco me comentaba la última jornada de il calcio, cuando nos dimos cuenta que era mejor asegurarse un buen lugar en la ya sobrepoblada estación.
Una hora más tarde esta ya no daba abasto, tanto así que me encontraba durmiendo entre al menos tres muchachas africanas, ya vestidas con ropa más cómoda para soportar la larga noche que apenas comenzaba. Comencé a hablar con una de ellas, no recuerdo su nombre pero si de donde era: Ghana. Se veía abatida, cansada y sobre todo triste como ninguna.
Mientras la miraba pensaba en mi situación: hambriento, sin dinero, casi extraviado entre la resaca y el olor putrefacto de la estación, guardando celosamente bajo el brazo lo que fuera mi valioso cuaderno de apuntes, con la sola finalidad de usarlo cuando con mente clara me reprochara mi eterna irresponsabilidad. No me cansaba de mirarla, la veía sola, desvalida, sin familia y en este extraño entorno a miles de kilómetros de su pueblo. Entonces me sentí afortunado, y no pude evitar sentir remordimiento por la suerte que me tocaba.
Antes de caer abatido por el cansancio lancé el cuaderno a la basura. No sin antes arrancar una hoja, con toda certeza mi preferida, esa cuyas manchas color vino tinto se habían sobrepuesto calurosamente al frió azul de las ecuaciones que hasta hace poco la adornaban. Y entonces descansé como nunca lo había hecho.
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