El caso Scilingo

Su primera comparecencia a juicio fue el 14 de enero, viernes. Dos agentes de uniforme introdujeron a rastras en la sala de vistas de la Audiencia Nacional de Madrid a un anciano flaco de rostro demacrado y mejillas hundidas, todo nariz, de cabellos grises y escasos. Iba con los ojos cerrados y casi a rastras, vestido con un forro polar abrochado hasta la barbilla y unos guantes de lana. Le sentaron en el banquillo, del que resbalaba constantemente como un títere desmadejado, y le arrebujaron en una manta azul. Parecía un homeless moribundo recién recogido en la calle. Era el ex capitán de fragata Adolfo Scilingo, el primer militar argentino que iba a ser juzgado por  crímenes contra la humanidad cometidos durante el período (de 1976 a 1983) de la dictadura en su país.

Al final consiguieron apuntalarlo en la silla, más o menos. Mientras el presidente del tribunal, el juez Fernando García Nicolás, le leía sus derechos, permaneció con los ojos cerrados y el mentón derrotado sobre el pecho, y a las preguntas contestaba con murmullos casi inaudibles: «me duele la cabeza», dijo uno de sus guardianes que decía. Entre el público, formado sobre todo por argentinos, familiares de desaparecidos durante la dictadura, se oyeron algunas risas. Eran risas sin alegría, como indignadas.

El presidente del tribunal interrumpió la sesión para que los médicos forenses evaluasen el estado de salud del acusado. Al rato se reanudó la vista, y los dos agentes volvieron a escoltar a Scilingo hasta el banquillo, esta vez sentado en una silla de ruedas. El reo seguía postrado, con la cara hundida entre las manos enfundadas de lana, mientras los forenses explicaban que le habían explorado en dos ocasiones esa misma mañana, que presentaba una tensión arterial de 120-75, que estaba bien hidratado aunque con síntomas de debilidad, achacables a la huelga de hambre que había estado llevando a cabo últimamente (desde el pasado día 9, en protesta por ser sometido a juicio), pero dentro de unos límites aceptables. A sus preguntas, el reo había contestado con normalidad y lucidez, y no daba muestra alguna de desorientación ni de merma de la capacidad de atención. Añadió que el reo había entrado en el edificio de la Audiencia Nacional caminando sin ayuda, y que la silla de ruedas era totalmente innecesaria.

Así empezó el primer juicio presencial contra un militar argentino por crímenes contra la humanidad cometidos durante la dictadura. Con anterioridad, el almirante Alfredo Astiz había sido juzgado en París, y los oficiales Guillermo Suárez Mason y Santiago Riveros en Roma, pero en ambos casos fueron juicios in absentia, mientras los reos permanecían a salvo e impunes en Argentina. La ley española no permite los juicios in absentia.

También es el primer juicio que se efectúa en un país europeo contra un extranjero, por crímenes de lesa humanidad cometidos fuera del territorio nacional. Astiz fue procesado exclusivamente por el asesinato de dos monjas francesas, y Súarez y Riveros, por la desaparición y muerte de ocho ciudadanos italianos. A Scilingo se le juzga como copartícipe por TODOS los crímenes contra la humanidad cometidos durante la dictadura que puedan probarse en juicio. Con Scilingo se resucita la antigua legislación de Núremberg, dormida desde los procesos a los criminales de guerra nazis de 1945. Todo ello establece varios importantísimos precedentes legales.

LOS VUELOS DE LA MUERTE

Tal como pasó en Núremberg, en el proceso contra Scilingo no se le juzga únicamente a él, sino al régimen criminal con el que colaboraba. Por eso muchos de los argentinos presentes hubieran preferido ver sentados en aquel banquillo a Astiz, a Videla, a Massera, los hombres fuertes del régimen, en lugar de aquella figura anónima y patética. Porque, ¿Quién es Scilingo? Hasta que él mismo confesó haber participado en el asesinato y desaparición de detenidos, un perfecto desconocido. Nadie, de todos los que investigaban los crímenes de la represión, sabía de su existencia. Su nombre no había aparecido en ninguna de las investigaciones emprendidas por las diferentes organizaciones de derechos humanos. Nadie le había detectado, nadie le había identificado. Podría haber vivido tranquilamente el resto de su vida fuera del radar de la justicia.

Pero estaban aquellos sueños que le torturaban noche tras noche, aquellos recuerdos que le asaltaban día tras día. Recuerdos que le retrotraían a un miércoles de principios de junio de 1977, en pleno invierno austral, cuando el capitán Mario Arduino, su superior en la ESMA, donde el entonces teniente de fragata Scilingo ejercía de jefe de electricidad y automotores, le puso en la lista de los diez oficiales que iban a ir en el vuelo que, como todos los miércoles, iba a salir del aeroparque por la noche. él ya sabía qué se esperaba de él en aquel servicio. Como también sabía lo que pasaba en los calabozos de los sótanos, donde trabajaba con cruel eficiencia el almirante Astiz. Era inevitable que lo supiera, él vivía allí. Además, a todos los oficiales de la Armada se les ponía en conocimiento del Placintara, los planes de la Armada elaborados por el entonces comandante de operaciones navales, el vicealmirante Luis María Mendía.

A las siete de la tarde, el teniente bajó al sótano. El jefe del acuartelamiento, Jorge Acosta, informaba a un grupo de trece prisioneros que iban a ser trasladados a un penal al sur, pero que antes debían ser vacunados. La vacuna era en realidad una dosis de Pentonaval, una droga usada en los interrogatorios como suero de la verdad. De fondo sonaba música brasileña: la consigna de Acosta era que debían morir felices. Por eso, los carceleros animaban a los presos a bailar. Y bailando, haciendo sonar las cadenas de sus grilletes, entraban en los camiones cubiertos con lonas verdes que los llevarían al aeroparque. Allí un médico les inyectó una segunda dosis de Pentonaval. Así, doblemente drogados, los introdujeron en la panza de un Skyvan de la Prefectura Naval, con diez oficiales de servicio. El médico se quedó en tierra, una precaución hipócrita para no violar su juramento hipocrático.

Ya era de noche cuando el avión se alejó de la costa de Bahía Blanca, sobrevolando el mar durante una hora. El teniente y los otros oficiales aprovecharon ese tiempo para desnudar a los trece dóciles prisioneros.

Años más tarde, Scilingo declararía ante el juez Garzón: «Yo estaba convencido de que estábamos en guerra, que lo ordenado por mis superiores era lo correcto y que así cumplía con los preceptos bíblicos». Y añadiría que los vuelos de la muerte fueron idea de la Iglesia, como solución a la acumulación insostenible de detenidos en los centros clandestinos. La Armada no había previsto ningún plan para hacerlos desaparecer. Entonces la jerarquía eclesiástica propuso a la cúpula militar aquella fórmula para deshacerse de los disidentes proporcionándoles una «muerte cristiana». Una muerte digna, sin sufrimiento.

El teniente daba vueltas a estos argumentos, con las que algún capellán castrense había acallado sus escrúpulos, mientras observaba a las trece personas desnudas que dormitaban sentadas, apoyadas unas contra las otras, en el lado de babor. La escena le recordó los campos de exterminio nazis. Entre la maraña de cuerpos yertos y desnudos había dos muchachas adolescentes. Delgadas, rubias, de rostros aún infantiles. No parecían peligrosas. El teniente se preguntaba qué podrían haber hecho para estar ahí.

El comandante de vuelo dio la orden. Abrieron la escotilla de proa. El teniente Scilingo se situó ante ella. El teniente Vaca le iba pasando los cuerpos dormidos, que caminaban sonámbulos, y Scilingo los iba empujando al vacío, uno por uno. La operación se desarrollaba en medio de un silencio tenso. Vaca le pasó a una de las muchachitas rubias, luego a la otra. Scilingo vio sus siluetas. pálidas contra la negrura uniforme de la superficie marina, empequeñeciéndose hasta desaparecer.

Nervioso, resbaló en el piso de acero, perdió pie y estuvo a punto de caer, él también, a la gran negrura, pero entre Vaca y un suboficial le sujetaron a tiempo y le devolvieron al interior. Terminaron con los que quedaban y cerraron la escotilla. El teniente avisó a la cabina que había finalizado la maniobra y se sentó en el suelo, con los demás. Miró el montón de ropas y grilletes y pensó: «en este mismo lugar, hace un momento, había trece personas vivas» Nadie habló en todo el camino de vuelta. El silencio era más espeso aún que antes, a pesar del constante zumbido de los motores.

Tiempo después el teniente escribiría que ese día cambió su vida. Que a partir de entonces nunca más pudo volver a dormir, si no era bajo los efectos del alcohol o los sedantes.

Volvió a sus obligaciones como jefe de electricidad de la ESMA. Un mes después, a poco de su cumpleaños, que había sido el 28 de julio, fue designado para un nuevo vuelo. Le llamaron expresamente, pues debía ir a la cuidad. Esta vez el avión era algo más grande, un Elektra, y los presos unos pocos más, unos diecisiete. Entre los oficiales iba el agregado naval en Chile y el comandante Seisdedos.

El teniente se retrasó: para cuando llegó al sótano, los presos ya estaban convenientemente drogados y subiendo a los camiones verdes a ritmo de samba. Fue la misma rutina que antes: el viaje al aeroparque, la segunda inyección de Pentonaval, el médico lavándose las manos en tierra mientras ellos se preparaban para manchárselas en el aire, desnudando los cuerpos dormidos mientras el avión se adentraba en la fría noche marina. Esta vez, para no caerse, hizo que un suboficial le atara con una soga al lado de la puerta de emergencia de popa estribor, antes de abrirla. Entonces le fueron pasando los sonámbulos, y él los iba empujando hacia la oscuridad. Esta vez no hubo muchachitas rubias, pero dos personas le llamaron particularmente la atención: una mujer corpulenta de unos sesenta años y un muchachito flaco y moreno de no más de diecisiete. Más fantasmas para sus futuras pesadillas.

El regreso se efectuó en el mismo silencio taraceado por el zumbido de los motores. El teniente trataba de no pensar en nada, trataba de encontrar argumentos para justificarse. Se reconfortaba recordando que en sus dependencias de la ESMA tenía una botella de whisky que le ayudaría a conciliar el sueño.

EL HOMBRE DEMOLIDO

No volvió a bajar al sótano ni a tener contacto con los prisioneros, excepto con una mujer embarazada, a la que mantenían encerrada en la buhardilla, con la que se encontró una vez y con la que conversó brevemente. Pero volvía a verlos en sueños: a las muchachas rubias, a la anciana corpulenta, al muchachito flaco, al montón de cuerpos desnudos… pero sobre todo soñaba que resbalaba y caía al vacío desde un avión, y despertaba sobresaltado. Una noche, y otra, y otra. Buscó refugio en la religión. Intentó confesarse con un sacerdote en la misma ESMA, pero éste, al oír las primeras palabras, le interrumpió. No le iba a confesar sobre aquello, le dijo, pues no se trataba de un pecado sino de un acto positivo, que encajaba con el mensaje divino de separar el grano de la paja. Entonces buscó refugio en el alcohol y los sedantes. No encontró en ellos mucho más consuelo, aunque así al menos dormía.

Su carrera militar también se resintió. En 1984, un año después de caída la dictadura, durante el gobierno de Raúl Alfonsín, el entonces capitán de corbeta Scilingo aprobó el examen de ingreso en la Escuela de Guerra Naval, pese a que había intentado, sin éxito, conseguir una prórroga para rendir la prueba. Cuando sus superiores le preguntaron por qué razón, si, tal como quedaba demostrado, estaba en condiciones de aprobar, había tratado de aplazar el examen. El capitán explicó que en el momento de solicitar la prórroga pasaba por un mal momento psicológico. Y explicó lo del sueño recurrente. Sus superiores le escucharon entre un silencio incómodo: sabían muy bien qué significaba aquel sueño. Y era tabú hablar de ello.

En 1985, Scilingo reunía todas las condiciones para ascender a capitán de fragata. El 7 de octubre de aquel año, el jefe del Estado Mayor de la Armada denegó su ascenso sin ninguna explicación. Tres días más tarde, Scilingo solicitó por escrito una reconsideración. Estaba seguro, decía, que se le negaba el ascenso por aquellas referencias a los vuelos de la muerte ante la plana mayor de la Escuela de la Guerra Naval. En la carta que le dirigió al jefe del Estado Mayor volvía a explicar los hechos de aquel primer vuelo de junio de 1977, en especial lo del resbalón que por poco le hace caer al vacío. El ascenso le fue finalmente concedido. Pero eso no acalló el viejo complejo de culpa, que le seguía asfixiando.

Y en 1993 Scilingo se decidió a contar todo lo que sabía. Citó al periodista Horacio Verbitsky, columnista político del diario bonaerense Página 12, en una estación del metro, con la promesa de facilitarle información sobre la guerra sucia. Tras reunirse, le entregó la copia de una carta.

-Léala. Usted va a ver que hicimos cosas peores que los nazis-le dijo. Verbitsky leyó. Era una carta firmada por Scilingo, de fecha reciente, y dirigida al ex dictador Jorge Rafael Videla, en la que explicaba los detalles de su participación en dos de los llamados vuelos de la muerte, «siendo usted comandante en jefe del ejército y en cumplimiento de órdenes impartidas por el poder ejecutivo, cuya titularidad usted ejercía».

ARREPENTIDO DE ARREPENTIRSE

Esos son los hechos. O quizá no. Porque este relato no se fundamenta en nada más que en las declaraciones del propio Scilingo: las que le hizo a Verbitsky, y que éste recogió en un libro, El vuelo. Las que se recogen en otro libro, éste firmado por el propio Scilingo, que bajo el peterpanesco título de Por siempre nunca jamás publicó la editorial Del Plata en 1996. Las que hizo ante el juez Baltasar Garzón en Madrid, a donde se trasladó en 1997 para declarar voluntariamente. Las que hizo ante las cámaras del programa de Televisión Española Informe Semanal, aquel mismo año.

Scilingo pensó que sus declaraciones ante la justicia serían en calidad de testigo, no de acusado. Había encontrado la forma de librarse del sentimiento de culpa por sus crímenes: hacer que el castigo recayera sobre los auténticos culpables, sus superiores. Pero el juez ante quien declaró le consideró responsable y decidió procesarle, y Scilingo estaba dispuesto a asumir la culpa, pero no el castigo. Y en 1998, bajo proceso y preso en la prisión madrileña de Alcalá-Meco por orden del juez Garzón, Scilingo denunció la falsedad de todo lo que había contado.

Argumentó que en 1997 vino a declarar ante el juez Garzón bajo engaño. Le habían convencido de que en España no había jurisdicción para detenerlo ni para juzgarlo, y sus declaraciones de entonces las pactó con los abogados de Izquierda Unida, formación política que ejerce como acusación particular en el juicio. Argumentó, una y otra vez, que los tribunales españoles no tienen jurisdicción para juzgarle por supuestos crímenes cometidos en Argentina.

Lo que le explicó a Verbitsky, dijo, eran cuentos e invenciones, a cambio de los 3.500 dólares que, según él, el periodista le pagó por ello. El libro Por siempre nunca jamás no lo había escrito él: le habían ofrecido 300 dólares por poner su firma en él, que cobró su esposa.

Afirmó conocer al autor, pero no quiso decir quién era. Las declaraciones ante el juez Garzón eran una novela inventada para que éste pudiera mantener abierta la investigación y así castigar a los auténticos culpables.

En el tercer día de juicio, el martes 18,ya aparentemente sano y lúcido, negó haber participado en ninguno de los vuelos de la muerte, cuya existencia sólo conocía de oídas y por la prensa. El número de veintisiete detenidos arrojados al mar se lo inventó. Escogió esa cifra para poder acordarse más fácilmente, ya que corresponde a la del día en que se casó.

¿Por qué se inventó esa novela? Porque pretendía que se investigaran los hechos y así poder vengarse del ex jefe de la Junta Militar y máximo responsable de la Armada, Emilio Massera, quien, dijo, había ordenado la detención de su hermana María Adela, «que tuvo que huir como una judía del régimen nazi» y luego falleció, en 1994, por un tumor en el pecho. Si ella no hubiera estado buscada, habría podido operarse y quizá estuviera viva ahora.

-¿Sabía que se torturaba en la ESMA?- le preguntó el abogado.

-No, nadie sabía absolutamente nada. Si preguntabas pasabas a ser el enemigo. Era una guerra, y hablar del enemigo o preguntar demasiado era pasar a ser sospechoso.

-Antes dijo que lo había visto y que todo el mundo lo sabía, y ahora dice lo contrario. ¿Cuándo dice usted la verdad? ¿Cuándo le interesa?

-Sí, claro, cuando me interesa.

VIAJE A ESPAÑA

En Buenos Aires, tras la publicación del libro de Verbitsky y otras declaraciones en los medios de comunicación, Scilingo era conocido como «arrepentido». Ya no hay vuelta atrás, el mundo sabe de sus crímenes y sus antiguos compañeros de la Armada le detestan por irse de la lengua. Enterado de que un juez español ha abierto expediente contra eso que le atormenta en sueños cuando no está borracho o drogado, acepta viajar a Madrid para prestar declaración.

El 7 de octubre de 1997, un día frío y desapacible, el avión donde vuela Scilingo aterriza en el aeropuerto de Barajas. Allí le esperan no sólo una escolta de la policía judicial enviados por el juez, sino el periodista Carlos Herrera al frente de un equipo de filmación de los informativos de Televisión Española. Herrera estaba preparando un documental sobre los crímenes de la dictadura argentina y había apalabrado una entrevista con el arrepentido.

-Quiero creer que el caso de Scilingo me asaltó de repente –Recuerda Carlos- No lo había seguido más que como mera referencia. A mí el monstruo que me interesaba macabramente era Astiz, la síntesis perfecta del cabrón. Pero Astiz no tenía fisuras, era chulo y contumaz. Cuando supimos que Scilingo era reclamado supusimos que, de alguna manera, preferiría estar en una España en la que los tribunales nunca acaban de rematar en la cosa esa de los derechos humanos que en una Argentina donde le querían matar todos, los propios y los extraños. Calculamos mal, ya que no pensábamos que sería trincado en la misma frontera. Lo fue, y hubo que tirar de amistad con Garzón para que nos dejara, al menos, salvar la cara, el presupuesto y la entrevista.

Garzón, en efecto, empezó a tomar declaración a Scilingo aquel mismo día. El ex marino se confiesa ante el juez con el fervor con que no pudo hacerlo ante el padre confesor. En las cintas grabadas con sus declaraciones se le oye interrumpirse varias veces para llorar, emocionado. Pero se le nota cómodo, el discurso le sale fluido. Por fin ha encontrado un confesor que le absuelva de sus pecados. Pero un juez no es un confesor. Su cometido no es perdonar los pecados, sino castigarlos. Y, tras escuchar los suyos, el juez Garzón dicta auto de prisión incondicional e incomunicada contra Adolfo Scilingo. Aunque transige con Carlos Herrera y éste, efectivamente, puede salvar la cara, el presupuesto y la entrevista, que debe efectuar en la cárcel.

-Fuimos a verle a una pequeña sala de entrevistas. Recuerdo que el operador de cámara que llevábamos era un chaval joven y silencioso. Al acabar la entrevista, cuando abrió la boca por fin, nos dimos cuenta que era argentino. No le falló el pulso, pero tenía razones para que lo hubiera hecho: un tío suyo desaparecido pudo haber sido eliminado por aquel procedimiento que Scilingo nos acababa de relatar ante la cámara. Resultó lo más conmovedor de todo.

SIGUE EL JUICIO

Para poder enjuiciar a Scilingo en España, el Tribunal Supremo español dictó que debían quedar establecidos tres hechos: uno, que se efectuaron crímenes contra la humanidad en Argentina. Dos, que al menos una de las víctimas fue de nacionalidad española, lo que establecería un punto de conexión; y tres, que Scilingo estuvo efectivamente implicado en alguno de esos crímenes contra la humanidad.

Para establecer el primer hecho se han convocado al proceso a más de ciento setenta testigos: supervivientes y familiares de víctimas que, uno por uno, van relatando sus historias. Gente arrestada de madrugada por soldados armados que desaparece de la faz de la tierra sin dejar rastro. Interrogatorios en sótanos. Golpes. Quemaduras de cigarrillo. Electrodos aplicados a los genitales. Mujeres violadas en presencia de sus maridos o de sus hijos. Bebés secuestrados al poco de nacer. Noches oyendo los aullidos de los torturados desde la celda. Cadáveres aparecidos en fosas comunes. Testimonio a testimonio, se va trazando un complejo mapa del horror.

El día 26 de enero subió al estrado Elsa Pavón, una de las abuelas de la Plaza de Mayo. Relató cómo su hija, Mónica Sofía Grinspon, y su yerno, Claudio Ernesto Longares, tuvieron que huir a Montevideo (Uruguay) porque estaban siendo buscados por su militancia política. El 12 de mayo de 1978, un operativo de la Armada Argentina los secuestró, a ellos y a su hija pequeña, un bebé aún, en su residencia de Montevideo.

Después de mucho preguntar, Elsa Pavón llegó a saber que su hija y su yerno habían sido asesinados por agentes argentinos, pero que su nieta vivía. Alguien, en Brasil, le proporcionó una foto reciente de la niña, y con ella prosiguió la búsqueda hasta encontrarla en Buenos Aires. Brevemente, pues la persona que la había secuestrado huyó al saberse descubierto, y hasta 1983 no pudo localizarlos de nuevo a ambos en la localidad argentina de Chacarita.

No es la historia más terrible que se ha oído en ese estrado: lo es menos que muchas. Pero el yerno desaparecido de Elsa Pavón, Claudio Ernesto Longares, era de nacionalidad española. él es el «punto de conexión» que exigía la sentencia del Tribunal Supremo para legitimar la extensión extraterritorial de la jurisdicción legal española.

Queda por establecer la implicación de Scilingo en los delitos de tortura y genocidio cometidos por la dictadura argentina, de la que la única prueba son sus declaraciones, que él ahora recusa.

El abogado de la acusación popular, Carlos Seploy, ya había reconocido en la primera sesión que no era fácil que se presentaran testigos que le hubieran visto en la ESMA, «porque los detenidos estaban encapuchados, con bolsas o capuchas que les impedían ver» y porque, de más de 5.000 detenidos que pasaron por la ESMA, sólo quedan 170 supervivientes».

El 23 de febrero se sienta en el estrado Marta álvarez. La prisionera embarazada con quien Scilingo coincidió en la buhardilla de la ESMA y con quien habló brevemente aún vive.

TESTIGO DE CARGO

Marta álvarez era delegada sindical y encargada de prensa y propaganda del diario La Razón. Quizá, o quizá no, miembro de los Montoneros. Estaba embarazada cuando varios agentes de la Armada la secuestraron en su casa y la llevaron al centro de detención de la ESMA. Allí la recluyeron en la buhardilla, de la que la bajaban todos los días al sótano para interrogarla, torturándola con electrodos, la popular picana. Al cabo de un tiempo, cuando su embarazo se hizo más evidente, dejaron de bajarla al sótano. Pasaba todo el día en un camarote de la buhardilla, encadenada con grilletes. Y allí fue donde, a principios de 1977, vio a Scilingo.

-Yo llevaba puesto un camisón y un deshabillée rosa. En el pasillo había un hombre parado que estaba abriendo una puerta. Detrás había una maquinaria de ascensor. él me preguntó mi nombre. «Marta», dije. «¿Para cuándo esperas?»,dijo él. «Para finales de este mes o principios del próximo», respondí. Ya no habló más. Estuvo arreglando la maquinaria durante una hora. Llevaba una camiseta de manga corta azul, y un pantalón azul.

-¿Pudo verle bien? -preguntó la fiscal Dolores Delgado.

-Sí. En ese momento era sólo una persona que estaba arreglando el ascensor. Después vi en el diario las declaraciones de un arrepentido y reconocí la foto.

La fiscal pidió a la testigo que se diera la vuelta y dijera si el acusado, que estaba sentado tras ella, era la persona que ella vio. La testigo se giró despacio. Miró a Scilingo y asintió con la cabeza.

En el careo posterior, Scilingo señaló que, como era jefe de cargo, nunca usó un destornillador, que no vestía un uniforme azul, sino una camisa «celestita». Y que en aquellas fechas no estuvo en la ESMA, afirmación que su letrado ratificó aportando un certificado de la Armada en el que se señalaba que estuvo destinado en el destructor Almirante Storni hasta el 7 de febrero. Sin embargo, la testigo se mantuvo firme.

-Esa persona es la que estaba en la maquinaria del ascensor. No tengo ninguna duda.

El siguiente testigo fue el ex fiscal argentine Julio César Strassera, que había intervenido en el proceso contra los nueve comandantes de las tres juntas militares. Strassera puso en duda la veracidad del documento presentado por la defensa. Según él, toda la información que proporcionaba la Armada era falsa. Añadió que las leyes de Obediencia Debida y de Punto Final «fueron sacadas a punta de pistola».

VISTO PARA SENTENCIA

El 7 de marzo, finalizado el desfile de testigos, la acusación popular y las diferentes acusaciones particulares pidieron una condenda de 6.626 años de prisión para el procesado. La fiscal Dolores Delgado, la que Conde-Pumpido designara específicamente para el caso, fue mucho más dura. Pidió una condena por delitos de genocidio, 30 condenas por 30 asesinatos –uno por cada una de las personas que Scilingo afirmó haber lanzado de los aviones en marcha- , 93 por 93 delitos de lesiones y 255 delitos de terrorismo, que corresponden a las personas cuya desaparición ha podido acreditarse. En total, 9.138 años de cárcel.

El día 10, tras casi dos meses de sesiones, el juicio quedó visto para sentencia. Scilingo renunció al derecho a la última palabra que le confiere la legislación española.

-No tengo nada que decir y no creo que cambia nada lo que yo pueda decir, por lo tanto me voy a abstener de hacer ningún tipo de declaración.- Se limitó a declarar.

Sea cual sea la pena, Scilingo no podrá cumplir más de treinta años en prisión, el límite máximo de encarcelamiento continuado previsto por la legislación española. Sin embargo, el cómputo total de años de la condena tiene un importante valor simbólico y un no despreciable valor práctico: es esa cifra la que se tiene en cuenta para contabilizar los supuestos legales de reducción de pena y aplicación de la libertad vigilada.

Tras finalizar el juicio a Scilingo, empezará, en breve y en la misma Audiencia Nacional, el juicio a otro argentino también acusado de delitos contra la humanidad: Ricardo Miguel Caballo, quien, sabiéndose buscado, huyó de Argentina a México. Allí le capturó la policía mexicana a instancias de una petición de extradición dictada por el juez Garzón. Y ahora espera turno en una celda de una cárcel de Madrid.


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