Miami es una ciudad difícil y caótica. Una gran contradicción. Antes de vivir en ella la visite un par de veces y siempre me había impresionado la organización y limpieza a pesar de estar habitada por la misma gente que es desorganizada y sucia en sus países de origen. Viviendo en ella no tardé mucho en darme cuenta que las apariencias no estaban ni cerca de la realidad. Tras su imagen antiséptica, duerme un pueblo vacío. Una cultura en proceso de desarrollo, con influencias de tantas partes que carece de una propia.
Miami vive de su imagen, es un pueblo de turistas y para turistas, a pesar de que potencialmente no es más atractivo que cualquier país en Latinoamérica. Viviendo en Miami uno se pregunta una y otra vez que demonios venía uno a hacer aquí en vacaciones.
Ante la escasez de significado, no es ninguna sorpresa que no haya museos que merezcan ser visitados o monumentos frente a los cuales tomarse una foto. El sitio más popular con los turistas cuando vivía allí eran las escaleras de entrada a la casa de Gianni Versace. Con cara seria, detrás de unos lentes oscuros recién comprados en alguna tienda de descuento, los turistas hacían cola para posar en el punto exacto donde poco antes la sangre del malogrado diseñador había manchado el suelo donde ahora derramaban helado. Necro-turismo sería el término correcto para esto. Pero sin muchas otras opciones, que más pueden hacer sino rodar por las interminables autopistas o los centros comerciales llenos de mercancías traídos de alguna otra parte del mundo. Ropas italianas y electrodomésticos japoneses. Nada y todo. De todo un poco. Bienvenido a Miami.
A mí no me gustó Miami, y Miami no gustó de mí. Por lo que algunos de los peores días de mi vida los pase allí, rodando sus autopistas, sin nada mejor que hacer que desear llegar a alguna parte. La interestatal 95, que cruza Miami de norte a Sur (o viceversa) llega hasta el Canadá. Si tan solo hubiera tenido el dinero me hubiera ido sin pensarlo dos veces. A Nueva York. A Carolina del Norte. A donde fuera. Lejos.
Pero a pesar de que todo iba de mal en peor algo me hacía sentir que eventualmente las cosas iban a cambiar. La mayoría de las personas en Miami no hacía mucho corrían a través de la frontera mexicana o remaban en una tripa por el Mar Caribe. Y ahí estaban, trabajando, comprando casas, saliendo los viernes en la noche. ¿Iba yo a ser la excepción? El único inmigrante sin trabajo, ni casa, ni familia, ni amigos. Cuando el pesimismo me atacaba estaba seguro de que esto sería así. Y veía mi pequeña aventura condenada al fracaso. Regresando a Caracas, con el rabo entre las piernas a hacer quien sabe que. Con la marca eterna de haber fallado donde no se necesita otra cosa que voluntad y paciencia para llegar a donde uno quiere.
Y ese era mi error más grande. Pensar que tener voluntad y la paciencia era cosa fácil.
En ese entonces mi auto-estima era solo superada por los falsos valores sobre los que se sustentaban. Yo pensaba que iba a lograr lo que quería solo por que estaba más preparado que todos los espaldas mojadas de Florida. Y ¿por qué no? Hablaba mejor inglés, y conocía la cultura mejor que cualquiera de ellos. ¿Qué podía faltarme? Me faltaba todo. Me faltaba hambre. Me faltaban ganas y me faltaba llegar al punto en que un hombre es puesto entre la espada y la pared y el único camino es hacia adelante.
Ese día llegó para la Navidad de 1998. Entonces pasaba el mayor tiempo posible fuera de la casa, saliendo antes que todos se levantaran y llegando después que todos se habían acostado a dormir.
Nunca me había importado mucho la navidad. Mi familia siempre se reunía y todos comíamos y bebíamos hasta el amanecer. Era algo que pasaba, como cualquier otra fiesta. Nunca algo especial que se extrañaba. Pero esto era solo porque la posibilidad de que no fuera, no existía.
El día de navidad compré una corbata para Humberto y unos discos para su esposa. Había pavo e invitados para la cena, por lo que me vestí con lo mejor que tenía. A las diez todo se había acabado, y en la sobremesa Humberto trajo a colación el tema de mi partida. Le dije que trabajaba duro en conseguir un trabajo para irme. El me respondió que por lo visto no lo suficiente. El resto de la familia guardó silencio. Alguien en algún lado hablaba de lo lejos que había llegado Elvis Crespo y de cómo su último disco era una obra de arte. Que era completamente diferente, un nuevo comienzo.
Fui a la cocina y empecé a lavar los platos. En la sala podía escuchar a la esposa de Humberto tratando de calmarlo y a él diciéndole que no se metiera en lo que no le importaba. Con un nudo en la garganta me sequé las manos y decidí salir a caminar cuando repicó el teléfono. Era Hans.
—No me lo vas a creer pero de repente sentí como que no la estabas pasando bien. Me dijo con su acento peruano.
—No lo creerías si estuvieras aquí. Le respondí.
Una pausa.
—Me vas a perdonar, pero ya no aguanto más ver que esto suceda —me dijo— Esto me lo vas a agradecer más tarde.
—¿Qué?
—Me toma 45 minutos llegar a la casa de Humberto. Espérame con tus cosas afuera.
Suspire. Quise fumarme un cartón de cigarrillos.
—Ok. Le respondí y me trancó el teléfono antes que pudiese decir algo más.
La discusión seguía en la sala. Parecía como que Humberto rezaba un rosario. Sin voltear a ver pasé al lado de la mesa y subí a buscar mis cosas en el segundo piso de la casa. La oración no se detuvo mientras lo hacía.
Metí todo en mi maleta, apagué la luz y me senté sobre ella a esperar a que pasaran los 45 minutos. Humberto entró poco después.
—Entonces, ¿qué vas a hacer?
—Me voy, gracias por nada, le respondí y antes que dijera nada más sonó la corneta del carro de Hans. Al asomarme a la ventana lo vi esperándome con la maletera del carro abierta.
Hans no dijo mucho mientras me ayudaba a meter mis cosas en el carro. Apenas comentó acerca de como nadie salió de la casa a despedirme. Me sentía como un escarabajo. En la autopista me puso una mano en el hombro.
—Una vez, cuando estaba recién llegado, alguien me tendió la mano. Creo que esta es la oportunidad para devolver el favor.
El techo del auto se tragaba los postes de la autopista a toda velocidad a pesar de que Hans nunca iba a más de treinta millas por hora. Pero no era un buen momento para perder el tiempo con detalles. Quería llegar a algún lado. Pronto. Y él lo sabía. De pronto todo empezó a ponerse borroso. Las luces, el auto, Hans. Me pasé la mano por los ojos. Estaba llorando y ni por un segundo se me ocurrió detener el llanto. Hacía tanto que no lloraba. Y mucho menos delante de alguien. Hans prendió el radio y Elvis Crespo empezó a fluir desde las cornetas. Que irónico, pensé, justo ahora, Elvis Crespo. A mi no me gusta Elvis Crespo, pero definitivamente es algo nuevo. Un nuevo comienzo.
•
Hans es un hombre inmenso con una barba blanquinegra que me recordaba a Orson Wells. Por esto su capacidad de hacer ciertas cosas estaba limitada. Alguien sin nada que hacer y en forma era su combinación perfecta.
Yo había pensando muchísimas veces en mudarme a su casa. No hubo ninguna necesidad de que las cosas hubiesen llegado al extremo que llegaron con Humberto. Debí dejar su casa apenas aparecieron las primeras señales de hostilidad. Pero algo siempre me detenía. Ese algo era el miedo a verme expuesto al ridículo por que Hans era gay. Nunca había conocido a alguien que fuese gay y en realidad nunca había querido hacerlo. En ocasiones había tenido episodios homofóbicos que ahora me hacían comerme mis palabras cuando el hombre que se había comprometido a ayudarme era homosexual.
Pero homosexual o no, Hans había sido hombre suficiente para responsabilizarse por una situación que le desagradaba y ofrecer sin límites todo lo que tenía a mano para corregirla. Si alguna vez en mi vida llego a ser alguien, será, de alguna manera, gracias a él.
Quebrado como estaba, Hans no tardó en ponerse manos en el asunto. Sabiendo que necesitaba ir a entrevistas de trabajo, me ayudó a comprar ropa, y me obligaba a hablar inglés, corrigiéndome cuando era necesario. Si iba al Home Depot, inmediatamente me corregía.
—No es Home Depot. Se dice, Jom Dipou. Jom Dipou —repitiendo lentamente y haciendo muecas con los labios como si le estuviera hablando a un sordo.
Pero el verdadero reto a su ayuda era que yo consiguiera trabajo. Él era un hombre solo, lo que significaba que una vez que pudiera sostenerme a mi mismo lo dejaría. En realidad no era una idea que me gustara. A mi me gustaba su compañía, y su conversación era sumamente agradable. Además el mundo donde el vivía era algo que yo jamás había visto y muy posiblemente jamás hubiera sabido que existía de no haber sido por él. Algunas veces hacía fiestas en su casa y sus amigos eran de todos los tipos y colores. Casi todos gays y mujeres. De entrada Hans me presentaba como su room-mate. Y añadía la muletilla, el no es gay.
—¡Ay pero que desperdicio! —era la respuesta más frecuente y me empezaban a preguntar sobre mi situación, de por que estaba allí y que era lo que estaba buscando. A todos les parecía curioso. Para mí era una lección en diversidad que me decía cuanto me faltaba por aprender de la vida.
Pero para cuando conseguí mi primer trabajo las cosas se habían enfriado un poco. No tanto por Hans, como por mí mismo. Estaba cansado de vivir con él. Quería mi propio espacio. Que acabara la frustración de tener que ser ayudado en todo y me puse como meta independizarme tan pronto como fuera posible.
Tras haber ido a la entrevista que creía haber tirado por la ventana Hans y yo comimos en un restaurante y después habíamos ido a pasear por un centro comercial. Estaba seguro que no me habían dado el trabajo por lo que al llegar a casa y escuchar el mensaje que esperaba en la contestadora caí sin fuerzas sobre el sofá de la oficina de Hans.
—Hola Gordon, es Julie Edmunds. ¡Felicitaciones! Hemos decidido contratarte. Si tienes alguna pregunta por favor llámame de vuelta y nos gustaría verte mañana en la oficina a las 7.
Inmediatamente corrí donde Hans, le conté y nos pusimos saltar cómo dos idiotas escuchando el mensaje al menos tres veces más. Hans fue al closet y empezó a sacar la ropa que me pondría al día siguiente. Tras ponerlo todo sobre la silla de su escritorio vio su reloj y recomendó que nos acostáramos ya que era casi medianoche, pero por más que traté no pude dormir.
Aun así, cuando Hans me levantó a las seis para llevarme a la oficina tenía más energía y estaba más despierto que ningún otro día en mi vida. No tenía un centavo en la cartera, por lo que Hans me ofreció diez dólares que no acepté. Creo que no los necesitare, le dije, pero igual me los metió en el bolsillo junto con una caja de cigarrillos. Le di un abrazo y le di gracias Dios por haberlo puesto en mi camino.
Yo nunca había sido un hombre religioso. Pero es increíble lo rápido y profundamente que uno se convierte cuando se está en problemas. No importa el estatus de tu ateismo, medio, llano u hondo, cuando ves que las cosas pueden no salir como preferirías, inmediatamente el cuello cae hacia atrás y los ojos se levantan al cielo en busca de algo más que esperanza o para solo dar gracias por nada. Uno no quiere que Díos te escuche. Uno quiere que Díos obedezca. Lamentablemente las cosas no funcionan así.
Y Díos Proveerá es la frase que con más frecuencia viene a la mente. En el Génesis, Abraham llama así a la montaña donde Díos hizo aparecer un carnero para sacrificar en vez de su hijo. El animal, enredado en un arbusto por los cuernos, fue víctima fácil. Inmediatamente Abraham lo sacrificó. Encendió una hoguera y lo dio en holocausto. Abraham necesitaba un sacrificio. Los únicos presentes eran el y su hijo. Dios hizo aparecer un carnero. Dios proveyó para todos. Menos el animal.
Durante mis primeros dos años en los Estados Unidos esta historia se repitió en mi cabeza una y otra vez. Nunca involuntariamente. Sin mucho de que sostenerme no fue muy difícil entender porque cuando la gente se mete en problemas termina abrazando una religión o cambiando la suya. En estas situaciones no hay mucho de que apoyarse para seguir adelante, y las palabras de las sagradas escrituras, cualesquiera que sean, se convierten en una esperanza que no es importante por lo que ofrecen, sino por que no hay otras.
Y la desesperación crea un dilema que te pone al borde la locura. A veces quería maldecir a Díos y todos sus ángeles y apóstoles, pero inmediatamente, pensaba en Job, y todas las pruebas que tuvo que soportar para demostrar su valor. ¿Quizás era una prueba? Quizás no. La duda es la madre de la fe. Y no teniendo nada que perder soportando la situación que iba a soportar de todas maneras, muy bien podía convertirla en eso. Una prueba. Un sacrificio. Un acto de fe.
El primer día de mi primer trabajo en los Estados Unidos, estas palabras me llegaron a la cabeza muy temprano en la mañana. Abrazaba a Hans cuando se me ocurrió compararme con Abraham. Llevaba tres meses en Miami, no tenía un centavo, ni trabajo, ni era muy simpático, pero sin embargo ahí estaba yo, siendo alimentado por un hombre que simplemente se complacía en ayudar.
¿Cuantos como yo había allá afuera? ¿Cuantos buenos samaritanos como Hans?
En esas condiciones es muy fácil sentirse iluminado y enfocarse lo suficiente para no traicionar la racha de suerte o bendición. Por eso las palabras se repetían una y otra vez, Díos proveerá, cuando pensaba en volver a Caracas, Díos proveerá, cuando pensaba en vivir en la calle, Díos proveerá. Aún cuando llegué a estar hambriento y sentía que nada iba a salir bien, lo único que me venía a la cabeza era que estaba siendo probado, y me aguantaba las maldiciones. Díos proveerá, me decía, apretando los puños y siguiendo el consejo de un amigo en Caracas, haciendo lo mejor que podía para tripearmelo.
Alguna vez antes de emigrar le había dicho a este amigo en un bar que para pelar bolas pelaba bolas en Miami. Borracho uno dice las cosas más estúpidas.
Sin un centavo, sin casa, sin familia ni amigos, uno vive en un estado tan elemental que muy bien podría ser un animalito del monte. Un pajarito. Hans ponía arroz viejo en el balcón para que los pajaritos vinieran y comieran. Cada mañana ponía unas buenas dos tazas. Al día siguiente no había nada. Dios proveía una vez más. Yo no era sino uno de los pajaritos de Hans, y como tal me llevó a la oficina en mi primer día de trabajo. Me dejó allí a las 6:30 de la mañana.
—Lo que sea que te digan di «Yes Sir» —me dijo como despedida.
—Yes Sir —le respondí y me despedí hasta la tarde.
Ese día trajo consigo varias sorpresas. La primera de ellas, como ya había sospechado, era que no había tal galpón, ni iban a ser $50 dólares la hora. Y tampoco iba a ser mucho una oportunidad.
La compañía se llamaba Strictly Advertising, y quedaba en un conjunto de oficinas alineadas una al lado de la otra frente a una vía de tren. Cada 15 minutos pasaba un ferrocarril de carga en vuelo rasante hacia el sur haciendo que las conversaciones, inclusive en los sitios más profundos de la oficina, se callaran por los 20 segundos que tardaba en pasar.
Afuera esperaban unas treinta personas. Casi todos muchachos negros vestidos en jeans y camisetas de baloncesto. Encima de estas una camisa arrugada con una corbata atada al cuello como una horca. Dejando aparte por un momento la libertad que cada cual tiene de vestirse como quiera, un ciego y manco hubiese hecho un mejor trabajo al vestirse. Especialmente para su primer día de trabajo. Por esto no fue ninguna sorpresa no ver a ninguno de ellos al día siguiente.
Me había puesto lo que Hans había elegido y una corbata amarilla que había comprado en un viaje anterior a Miami, cuando escupir $35 por ella me pareció una ganga. Ahora no tenía nada y caminaría sobre fuego por ellos. La vendería en ese instante por uno.
Al entrar, sentí el mismo ambiente que la primera vez. Música a todo volumen se colaba a través de las paredes. Hip Hop. Gritos de todo tipo parecían venir desde un campo de entrenamiento para cheerleaders. Cada vez que alguien abría la puerta entre el lobby y las oficinas la música estallaba con violencia. ¿Cómo alguien podía trabajar así?
En algún momento hacia las 8 de la mañana la música se apagó y sólo alguno que otro grito interrumpió el silencio hasta que la gente empezó a salir de la reunión en grupos de a dos, hacia la oficina de Julie, donde me habían entrevistado el día anterior. Cada vez que una pareja entraba a la oficina, Julie salía y llamaba a alguien que esperaba como yo. Tenía cruzados hasta los dedos de los pies.
El último en ser llamado fui yo. Gordon, me llamó ella dulcemente sin salir de la oficina. Adentro me esperaba con un muchacho rubio un poco más pequeño que yo y con una mirada azul y furtiva que parecía ocultar algo.
—Hola, Gordon, gracias por venir. Este es Mark Levin y durante el día de hoy él será tu guía. Por favor hazle todas las preguntas que desees, y si hay alguna que él no sepa guárdala para mí cuando regreses en la tarde. ¿Estas libre todo el día?
—¡Yes Sir! —respondí automáticamente sin darme cuenta del error hasta que rompió un breve silencio con una sonrisa.
—…Madam —corregí inmediatamente pero sólo terminé de hacerla reír.
—Sir is OK —me dijo.
—OK —le respondí avergonzado.
—¿Trajiste zapatos cómodos para caminar todo el día?
—¡Yes Sir!
—¿Sabes que si algo no te parece correcto nos lo puedes indicar cuando regreses?
—¡Yes Sir!
—Bueno, eso es todo. Disfruta tu día.
—¡Yes Sir!
Salí con Mark hacia su carro por la puerta trasera de la oficina de Julie, donde varios de los muchachos que habían salido antes se reunían fumando cigarritos mientras conversaban entre ellos. Algunos me saludaron, pero Mark me guió rápidamente hacia su carro, un modelo de Honda que nunca había visto en mi vida. El techo era de lona y en medio, varias capas de teipe tapaban un hueco que él había hecho poco antes tras dejar las llaves adentro tras cerrar el automóvil.
Cuando estábamos listos para irnos, Julie llamó a Mark desde la oficina. Mark fue donde ella y regreso con otro muchacho que se sentó en el asiento de atrás. Era un español llamado David Otamendi que como yo no tenía la menor idea de lo que estaba pasando. A diferencia de mi, él fue más inquisitivo.
En pesado acento español empezó a preguntar en buen inglés todo lo que venía a la cabeza, pero Mark evadió todas las preguntas diciéndonos que era mejor si las hacíamos al final del día. Que este era solo un día de observación y que todo sería explicado en el momento correcto.
Mientras Mark manejaba por la US-1 rumbo norte, me preguntó que qué hacía para ganarme la vida. Le dije que todavía nada, que esperaba aprender algo ese día.
—¿Cuanto llevas en Miami?
— Un par de meses —le respondí.
Mark me vio de reojo mientras manejaba. Se encendió un cigarrillo. Noté que le faltaban dos dedos de la mano derecha. Echando humo por la boca se sonrió y volvió a verme.
— ¿Cómo te gustaría aprender a ganarte la vida en una mañana? ¿Ganarte la renta en tres días de trabajo?
Me quede viéndolo a la cara. Volteé hacia el retrovisor y vi a David viéndonos con cara de loco.
— Sería suficiente si aprendiera a ganarme la renta en un mes —le respondí.
Mark guardó silencio por un rato. Apretaba la mandíbula como si estuviese probando las palabras que quería decir.
—Hoy —dijo cuando nos paramos en un semáforo—, sólo observa y aprende. Sigue de cerca lo que hago y te prometo que harás lo que te dije.
Se me hizo agua la boca y no pregunté más nada. No tenía buena espina sobre lo que vendría. Pero no tenía muchas opciones. Díos proveerá, me dije, empuñando las manos. Dios proveerá. Apenas eran las nueve de la mañana y ya tenía el estomago pegado del espinazo. Hambre, pensé.
Recordé mi casa en Caracas y los desayunos de mi mamá. Quizás eso era lo único que necesitaba. Quizás no. Mientras Mark manejaba hacia donde no tenía la menor idea recé en silencio y decidí confiar en el destino.
Que más me quedaba. Que fuera lo que Díos quisiera.
Próximo capítulo: Cuando era infeliz e indocumentado Pt. 4
Este proyecto se encuentra actualmente paralizado debido a diferentes compromisos del autor. A todos los que han escrito para pedir más…Gracias.
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