Coney Island revive para el beneficio de otros

Yo fui a Coney Island por primera vez en 1999. Oscar Benavides y yo nos reunimos en Forest Hills un sábado a las 9 de la mañana para viajar en bicicleta hasta la playa. Ninguno de los dos había estado antes en Coney Island, y todas las personas con quienes habíamos hablado nos habían dado el mismo consejo: no vayan. Solo había que ojear el periódico, cualquiera, cualquier día de la semana, para darse cuenta que el vecindario más famoso de Brooklyn no era ningún paseo en el parque.

¿Porqué no mandas las bicicletas y la cartera por correo y te ahorras la vergüenza? Recomendó un amigo entre risas. Lo ignoramos cortésmente. ¿Qué tan malo podía ser? Visitar algunos de los barrios de Venezuela siempre lo consideré un acto heroico. Coney Island no era peor que ellos, pero tampoco mucho mejor.

Tras muchas vueltas en Brooklyn, un distrito hecho exclusivamente para ser atravesado en tren, automóvil o mejor aún, en tanque, finalmente llegamos a Coney Island a eso de las tres de la tarde de un verano perfecto que no se ha repetido otra vez. El espectáculo era deprimente.

Gordon Milcham
Abejita en Coney Island.

En la playa no había 200 personas. El muelle estaba casi desierto, apenas una decena de personas pescaba para comer y sobre la arena había más colillas de cigarros que conchas de mar. El agua tenía una temperatura perfecta, pero a pesar de su salida oceánica nos recibió con un vomito amarillento que nos hizo tomar las bicicletas y devolvernos a la ciudad. En camino hacia el tren atravesamos un parque de diversiones abandonado bajo la sombra del alguna vez popular salto en paracaídas, cuyo esqueleto rojo es un gran monumento a la desidia.

Quisimos explorar más pero cuando nos dimos cuenta que el mismo grupo de personas había estado a nuestras espaldas por más tiempo del que es socialmente aceptable, montamos las bicicletas y huimos. Un par de piedras rebotando frente a nosotros poco después evidenciaron que habíamos tomado la decisión correcta.

Todo vecindario tiene su ciclo de vida. A veces comienza como una gran barriada y en algún momento llega a ser un asentamiento burgués. Otras veces es una urbanización pudiente que se transforma en un sitio de mala muerte. El momento en que fuimos a Coney Island en 1999 era el punto más bajo del ciclo más triste en la vida del parque de diversiones.

Por supuesto que nunca más fuimos. Pero a principios de julio, mientras investigaba para un artículo sobre la intención de la ciudad de Nueva York de convertir al vecindario en un Disney World local, decidí ir solo para ver que buscaba la ciudad en la renovación del vecindario. Conociendo al alcalde, estaba seguro de que las intenciones estaban lejos de ser altruistas.

El sitio era completamente distinto, sin embargo era poco lo que había cambiado. Coney Island aún rebosaba de basura, bolsas de supermercado, zapatos viejos y latas de Coca Cola brillaban sobre la arena entre gaviotas picoteando algas muertas. Sin embargo, un detalle había cambiado completamente la fisonomía del lugar: la gente. No estoy seguro de cuanta gente había ese día en la playa, pero hasta el horizonte no había un solo lugar donde uno pudiese echar la toalla sin molestar a alguien. El parque de diversiones, a pesar de lo anticuado, rebosaba de visitantes y familias enteras con niños paseaban por el malecón comiendo helados y relajándose de la agobiante vida urbana en Nueva York.

De alguna manera, la Cámara de Comercio local se las había ingeniado para traer a la gente de vuelta a Coney Island y con ello quizás hayan sellado su certificado de muerte con la ciudad, ya que tras años de olvido gubernamental, el estado al fin quiere echarle una mano. La razón: el vecindario ahora es rentable.

Al expresar mi negativa a que la ciudad le eche una mano a Coney Island, muchas veces he sido tachado de retrógrada y hasta de comunista. Estoy de acuerdo, como no, con la reconstrucción de la estación de metro y el mantenimiento del malecón. Pero lo que no es positivo de ninguna manera es abrir espacios comerciales para unos a costa de otros que tienen poco o nada que ofrecer a la alcaldía.

No existe en Nueva York un ejemplo más claro de lo que es el capitalismo que Coney Island. El malecón está lleno de vendedores de agua, helados, frutas y hasta cerveza. Familias enteras de rusos, puertorriqueños y africanos trabajan hombro a hombro para aprovechar el chaparrón de clientes que una vez más han descubierto esta parte de la ciudad.

Detrás del parque de atracciones, un Taco Bell cerrado y lleno de grafitis nos da una lección sobre la libre competencia. También explica porque el gobierno está tan interesado en tomar la playa por asalto: las grandes cadenas no tienen cabida en Coney Island. Dentro de un año, cuando todos estos microempresarios sean empleados a sueldo mínimo de Starbucks y McDonalds y la basura ya no rebose de los botes y haya policías en cada esquina recordaremos las palabras de Mussolini. El fascismo, dijo, debería ser más bien llamado corporatismo, ya que es la mezcla de las corporaciones con el estado.

Coney Island es un ejemplo que debe ser aniquilado antes que vuelva a poner de moda aquello que alguna vez fue el orgullo de América: la libre empresa, la amenaza más grande contra el monopolio comercial de las grandes corporaciones norteamericanas y sus actuales socios gubernamentales.


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