En Argentina hubo una guerra donde las armas, las ideas y las pasiones, se mezclaron. Veinte años de democracia no lograron sanar las heridas.
Las terapias de grupo son contraproducentes. Así lo aseguraba el psicólogo Luis Martino.—El hecho de reunirse hace aflorar los problemas y en lugar de resolverlos, los engrandece.
A pesar de sus conclusiones, el psicólogo Martino, había sido el precursor en Santa Fe de dichas terapias. Su consultorio, erguido en una de las zonas de mayor movimiento de la ciudad, rezaba «Grupos de tareas del Lic. Martino». Con el tiempo, el regreso del General al país, su muerte, el ascenso de Isabel Martínez y López Rega a cargo de todo; se vio obligado a cambiar su cartel: «Lic. Martino, terapias de grupo». La frase grupos de tareas, solo cabía para los escuadrones de la muerte y represión de la célebre triple A, al mando del mencionado López Rega.
Si bien jamás evitaba su tendencia progresista, su militancia no pasaba de comentarios filosóficos en reuniones cargadas de vino tinto con soda. Su mujer, en cambio, a pesar de pertenecer a una familia adinerada, se había dejado influenciar profundamente por algunos personajes de la universidad y estaba totalmente convencida de que había que luchar por un país equitativo. Trabajaba en barrios pobres y se rodeaba de curas «tercermundistas».
El lic. Martino también tenía hijos. Luis Segundo y Pato, de un año de diferencia. La franqueza de sus intenciones solo ella la sabrá, quiero creer que era tal. Poco a poco, utilizando artilugios propios de su profesión, (psicóloga) fue induciendo al esposo a tomar las riendas de las ideas de la familia.
Se respiraba pesado en el país, el aire opresivo agobiaba. La gente desaparecía misteriosamente. Algunos para siempre. Otros simplemente esperaban en algún país lejano el regreso de las libertades. Con el desfilar de los meses, aquellas ideas de libertad se transformaron en pensamientos arraigados hasta que estos comenzaron a ser insuficientes para el lic. Martino. Su esposa comenzó a asustarse un poco el día que desconocidos llegaron a su casa. Buscaban a su esposo. El terror desapareció al comprobar que eran amigables, a pesar de estar armados.
Venían de Tucumán, la provincia más chiquita y mediterránea del país, de cuyas selvas se suponía, emergería un gran ejército que dejaría sin aliento cualquier intento de represión. Por las conversaciones de esa noche, el gran ejército aún no era tal. Estaba en formación y necesitaban personas con liderazgo y decisión. Por esa razón «Perdía» les quería proponer acompañarlo. Los esperaba en Tucumán en cuanto quisieran visitarlo. A Perdía lo conocían de la universidad, un tipo inteligente y simpático, que hacía un par de años no aparecía por la ciudad.
A pesar de ser una persona generosa y de buen corazón, Martino en ningún momento se dedicó a la ayuda social. No le interesaba. Su mujer cubría con creces la cuota familiar de virtud desinteresada. Por otro lado, el motivo que lo condujo a las reuniones y la militancia fue únicamente la represión y la falta de libertades individuales. Muchas veces se preguntó por la escasez de personas pobres en la lucha. Muchos de sus compañeros eran declaradamente de izquierda y admiraban a Fidel Castro y al Che. El licenciado no. Detestaba haber tenido que cambiar el cartel de su consultorio, andar por la calle pendiente de las acechanzas del poder, reunirse a escondidas, sentirse observado y ver como muchos conocidos y amigos desaparecían o partían en busca de una vida tranquila o al menos para seguir con vida.
Detestaba con toda su alma, los totalitarismos, poco le importaba que fueran de derecha, izquierda, civiles o militares, no podía soportarlos y por eso, había decidido trasladarse con su prole a Tucumán, en busca de empíricas soluciones. Se fueron sin avisar una mañana de verano. Allá los esperaba el mismísimo Perdía que los instaló en una casita humilde. El barrio era simétrico, de esos construidos por algún plan estatal, costaba, en la consonancia, descubrir la casa e incluso las calles que, para variar, no estaban correctamente señalizadas.
Los primeros meses fueron tranquilos, Martino recibía pacientes en los tinglados de un club comunitario y su esposa ya había hecho amistad con los curas del barrio a los que ayudaba en tareas de caridad. Los chicos bien, encandilados con el cambio y con aquel verde verano. Martino no agarraba armas, no le interesaba, él aportaría solo sus conocimientos en pos de la salud mental de la tropa. Una vez por semana lo pasaba a buscar un Jeep y se internaban en la selva, allí se encontraba con los muchachos de choque, la mayoría jóvenes de entre 20 y 30 años de familias de clase media o media alta que venían de todos los rincones del país. Los notaba felices de sus decisiones, pero asustados. El trato era parecido al del ejército y los comandantes eran distantes. Los asentamientos eran precarios, contaban de una casa principal de material y a su alrededor carpas de campaña. Martino observaba la situación de los rasos y no encontraba demasiadas diferencias con el servicio militar. Eran permanentemente mandados a los gritos y no tenían demasiadas posibilidades de escapar. Así y todo, en las entrevistas que mantenía, los notaba de buen ánimo y disposición en pos de su lucha.
El licenciado no estaba feliz con su estadía, no había encontrado lo que buscaba. Los ideales de libertad de los guerrilleros no eran los suyos, pero no podía volverse ni aunque quisiera. Estaba metido hasta el cuello y conocía demasiada gente. Paralelamente a la alegría de su esposa, su ánimo bajaba escaños. Solo sus hijos lo alegraban y dedicó a ellos todos sus ratos libres. Jugaban, conversaban, cantaban, leían. Esos momentos valían la pena y le llenaban su espíritu. El 16 de junio de 1976, de acuerdo a lo acordado, pasó a buscarlo el Jeep.
En el camino no había nada extraño, campesinos con carros, a caballo o a pie, camionetas desvencijadas, pájaros. Llegaron al campamento, notó que el movimiento no era el de siempre. Varios comandantes se habían reunido en la casa, lo invitaron al meeting, accedió gustoso. De pronto un ruido extraño lo sorprendió. Venía de arriba, luego de los costados y también del frente. Gritos, disparos, estrépitos de bombas. Él no tenía armas y poco le hubieran servido. Disparos, disparos y disparos. Sintió unas punzadas en la nuca, en la espalda, en las piernas y en los brazos. A su alrededor, el piso se había alfombrado de cuerpos, pocos se movían. Él ya no.
Esa misma tarde los militares entraron a la casita y se llevaron a su esposa y a sus hijos. Ella fue enviada a Buenos Aires, le esperaban siete años tras las rejas, los dos niños, luego de cuatro días de incertidumbre, fueron entregados a sus tíos en Santa Fe. Un día llegó un sobre, al abrirlo encontraron la libreta de apuntes de su padre.
No había mucho, algunos versos, nombres, marcadores de partidos de truco o generala, una foto familiar. En la contratapa, escrita en imprenta mayúscula estaba el epitafio de su padre: LAS TERAPIAS DE GRUPO SON CONTRAPRODUCENTES. EL HECHO DE REUNIRSE HACE AFLORAR LOS PROBLEMAS Y EN LUGAR DE RESOLVERLOS LOS ENGRANDECE.
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