Era el momento en que le tocaba el turno al jóven que había esperado doce largos minutos para que lo despacharan en la tienda de comestibles. La cola de personas llegó a salir por la misma puerta en un momento crítico.
Pero ya le tocaba el turno, y se acababa la espera y el pasar calor que había en plena época veraniega.
—Usted dirá, ¿Qué le pongo? —Preguntó el obeso dependiente.
—Me va a poner un kilo de tomates de aquellos que están más duritos —dijo señalando a una de las distintas cestas de tomates que tenían.
La cara del dependiente cambió de sonrisa pobre a seriedad total, y seguidamente miró a todos los demás clientes que esperaban. El hombre no tenía cara de mucho aguante, se le veía triste y deprimido pero con un son de cólera fija en su feo rostro. Después miró al jóven cliente y se dispuso a hablar.
—Creo que yo soy lo suficientemente capaz para saber qué tomates le debo dar a usted y cuáles no darle… llevo muchos años de trabajo y me he criado en las huertas, sé diferenciar el tomate que es natural del que no lo es con sólo verlo de lejos, y si usted me dice que le de tomates duros… yo sé de dónde cogerlos y cuáles darle. Pero no me diga que tengo que coger aquellos de allá sólo porque a usted le apetece.
El jóven intentaba calmar un poco la situación, pero el tendero apenas le dejaba hablar y cada vez su tono de voz subía aún más.
—¿Qué piensa, que los tomates que usted quiera o no quiera, aquel o el otro… me los voy a tener que comer yo?? De eso nada. ¿Quiere tomates? ¿Un kilo? Ahora mismo se los pongo —dijo el tendero más irritado.
—¡¡Alto, alto!! ¿Qué es lo que le pasa? No he dicho absolutamente nada para que se ponga así. Únicamente he pedido un kilo de tomates duros de aquellos —dijo el jóven señalando al cesto que él quería.
Pero nada más al tender la mano en dirección al cesto, el tendero se quedó paralizado y fijó su mirada en la mano del jóven. Después empezó a sudar y los demás clientes, al ver la reacción optaron, por irse.
Al empezar a retirarse, el tendero cambió la vista hacia la gente, y ver como se iban de su negocio lo puso aún más furioso.
Pero el jóven se quedó allí en señal de protesta, sabiendo que tenía la razón ante el orondo frutero, aunque no sirviera de mucho.
—¿Has visto lo que has hecho? Me quieres arruinar el negocio, mi vida, mi familia —dijo el tendero bañado en odio.
—Mire, ni siquiera se por qué sigo aquí… sí… sí lo sé. Estoy aquí porque he venido a hacerle un recado a mi madre. He venido a hacerle la compra como buen hijo que soy y me siento, y usted se está complicando la vida de una manera absurda e ilógica —le dijo tranquilamente intentando hacer razonar al tendero— ¿Qué trabajo le cuesta a usted darme tomates de aquellos? —y volvió a señalar.
Después del ademán, el tendero volvió a quedarse con la mirada fija en la mano. Una vez más el jóven señalaba a la cesta que él deseaba. De repente, el tendero se puso como en cámara lenta, y arrastrando la mirada, la boca le cambió a una leve y baja sonrisa.
El jóven no entendía nada. Pero aquella sonrisa sin más, lo asustó un poco.
—Mire, no se preocupe, no se moleste, me voy a otra tienda ¿eh? Adiós —dijo el jóven y dio media vuelta para salir por la puerta.
El tendero no dijo nada y en ese momento entró una mujer rápidamente y se acercó a la barra del dependiente.
—Verá es que tengo un poco de prisa, se me ha ido el santo al cielo y encima tengo visita en la casa, me va a poner un kilo de tomates maduritos de aquellos —dijo la señora señalando a uno de los cestos de tomates.
El jóven estaba saliendo por la puerta, pero al escuchar la petición de la mujer se detuvo a ver la reacción del tendero.
El tendero, que aún estaba callado desde que terminó de hablar con él, miró a la señora y observó fijamente su mano. Estaba absorto y no respondía.
La señora se dio cuenta de su silencio y volvió a hablar.
—Oiga… ¿no me oye? Tengo prisa caballero, ¿me pone el kilo de aquellos tomates? Y volvió a señalar.
Viendo la mano fija y señaladora de la mujer, volvió en sí mismo y reaccionó.
—Perdone señora, ahora mismo —dijo extrañamente el tendero y se dispuso a buscar los tomates.
El jóven no entendía nada. Lo único que se le ocurrió es que el tendero era un loco de atar. Así pues, siguió su camino para buscar otra frutería, alejándose cada vez más de la que acababa de salir.
Al cruzar una calle no muy lejana escuchó un disparo como de escopeta y tras un breve silencio, otro. No se escuchó nada más.
El jóven se quedó parado por unos segundos, pero en ningún momento miró hacia atrás ni volvió a la frutería. Él sabía qué había pasado mejor que cualquier detective o agente de policía, pero simplemente volvió a su casa y se olvidó de todo el asunto. Ese definitivamente no era un buen día para comer tomates.
Descubre más desde El Nuevo Cojo Ilustrado
Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.