Preguntarle a un niño qué quiere ser cuando sea grande, es recibir la selección más variada de oficios que —por alguna razón— le llaman la atención. Vaquero solía ser una popular cuando yo era niño. También astronauta y presidente. Y nunca faltaba el que quería ser soldado. Las niñas siempre se iban por Miss o doctora. La preferencias eran de alguna manera heróicas o prestigiosas. Y no tengo duda de por qué. Durante el cumpleaños de un compañerito de escuela a un amigo se le ocurrió decir que él quería ser chofer de autobus y el cachetón de la mamá lo convirtió en el ingeniero que es hoy en día.
Pero sin ninguna duda, una de las cosas que los niños nunca aspiran ser es parte del Clero. Yo nunca escuché a nadie decir que cuando fuera grande quería ser cura o monja. Mucho menos Papa. Pero esto cambia con el tiempo. Cuando se crece la gente puede aspirar a hacer las cosas más insólitas. Lo cual no es nada nuevo. Estos sueños, sobre todo el de presidente, han llevado a numerosos países a sufrir una buena dosis de golpes de estado…y aquí tenemos que incluir hasta a El Vaticano.
Porque quizás no haya título más respetado, y aún hoy en día, poderoso, que el de Papa. Y no es para menos. Con este vienen incluidos una serie de nombramientos que cuando menos suenan a exageración: Obispo de la Iglesia, Obispo de Roma, Vicario de Jesucristo, Sucesor del Príncipe de los Apóstoles, Supremo Pontífice de la Iglesia Universal, Patriarca del Oeste, Primado de Italia, Arzobispo de la Provincia Romana, Soberano de la ciudad estado de El Vaticano y Siervo de los Siervos de Dios, entre otros.
Hoy en día la Iglesia Católica puede considerarse una institución bastante sólida. Pero esto no siempre fue así. Su historia está marcada por aquellos que, ya de adultos, querían ser algo. Ese algo, era nada más y nada menos que Papa. Lo cual no es fácil, ni siquiera legalmente. Ser Papa es algo para lo que se tiene una sola oportunidad en la vida y esto es si se muere el Papa reinante mientras esa vida dura.
Con el actual Papa enfermo y de edad avanzada, no pasará mucho antes que veamos una transición, la cual sucede más o menos de la siguiente manera: reunidos en secreto en la Capilla Sixtina frente al Juicio Final de Miguel Ángel, se vota por el Cardenal preferido y las tarjetas de votación son quemadas. El humo blanco producto de esta combustión, al salir por la chimenea de El Vaticano, le anuncia al mundo la llegada de un nuevo Papa.
Hasta los años sesenta al Papa se le coronaba en medio una ceremonia cuyo esplendor hubiese hecho llorar al mismo Jesucristo y su belleza barroca antes del Segundo Concilio Vaticano eran la herencia de casi 2000 años de un protagonismo histórico impresionante. Pero estos shows, aunque conmovedores, eran secundarios e irrelevantes a su misión divina en la Tierra: salvar almas. La mayoría de estas cosas fueron decapitadas en la etapa post-concilio, pero este no fue el único cambio para los católicos.
En las iglesias el cambio más importante tuvo que ver con la Misa, el centro del rito de la adoración católica. La Misa católica no es un servicio religioso, una actuación o un acto simbólico. Para los católicos creyentes, la Misa es literalmente el sacrificio del cuerpo y la sangre de Jesucristo, el Mesías, el salvador del mundo: quizás lo más importante en esta vida.
La Misa era una popular forma de rito romano que fue oficializado en el siglo XVI por Pío V y más tarde en el Concilio de Trent. Llamado el Rito Tridentino, allí fue donde los católicos fueron todos los domingos por cuatro siglos. Se celebraba en latín, con el cura viendo a Dios a la cabeza del pueblo, y con el único objetivo de llevar a cabo el sacrificio mismo. Con un idioma común, se podía atender misa en cualquier parte del mundo y sentirse como si nunca hubieses salido de casa.
Pero en abril de 1969, Pablo VI autorizó que el Novus Ordo reemplazara la misa Tridentina como forma universal de la liturgia católica. El viejo rito nunca fue abolido y la prensa en muchos casos criticó la nueva misa como nada más que una celebración de lo que alguna vez fue un acto significativo. El énfasis del acto cambió del sacrificio a la gente, y la retórica, por supuesto, también cambió. El nuevo lenguaje se volvió ambiguo, burocrático e insatisfactorio. Del origen sobrenatural de Dios se quisieron dar explicaciones lógicas, y el cura, quien enfrentaba ahora a la congregación en vez de a Dios mismo, fue el más golpeado por toda la ola revolucionaria.
Esto resintió a muchos miembros del clero. La modernización de la Misa la pasteurizó para uso público, convirtiéndola, según sus críticos, en algo culturalmente respetable y con características burguesas innegables: Sin sangre, sin pasión, pero mucho decoro. Desapareciendo con esto el sentido de pertenencia y lealtad a un reino y a un Dios invisible.
Así, algunos tradicionalistas católicos decidieron seguir su propio camino y los sueños de carrera papal volvieron a estar en boga. Extrañando el triunfalismo de la Iglesia de hacía medio siglo atrás, estos personajes se separaron de su seno y flirtearon con las misas Tridentinas. Ese fue el caso del padre Gommer de Pauw y su Movimiento Católico Tradicionalista, o la Sociedad de San Pío X del desaparecido arzobispo Marcel Lefebvre.
Todos estos movimientos se reunieron bajo la bandera de lo que se conoce como el «Sedevacantismo» (literalmente, «la sede está vacante»), que sostiene que la doctrina católica es eternamente valida e incambiable y que el Papa sólo existe para preservarla como tal.
Así, si el Papa altera esas enseñanzas los resultados son ilegítimos. Por ejemplo, la declaración del Segundo Concilio de El Vaticano sobre los derechos religiosos, Dignitatus Humanae, afirma el valor espiritual de otras religiones y llama a sus fieles a la cooperación interreligiosa. Es obvio que esto contradice encíclicas de los Papas Gregorio XVI, Pío IX, Leo XIII, Pío XI y Pío XII, publicadas desde 1832 a 1943, en las que se afirmaba que sólo la Iglesia Católica posee la totalidad de la verdad y todas las formas de salvación. Un Papa es infalible en asuntos de fe y moral y para los tradicionalistas, el principio de la no contradicción significa que: o algunos de estos Papas estaban equivocados o el Concilio estaba equivocado; pero ambos no pueden existir y estar en lo correcto al mismo tiempo.
Según el «sedevacantismo», Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo I y Juan Pablo II, al seguir instrucciones del Concilio, son herejes y no Papas. Algunos han incluso afirmado que Juan XXIII era masón y herramienta clave en una conspiración Judío-Masónica, y como tal, inelegible como Papa. Esto los ha llevado desde proclamar la silla vacante a llenarlas ellos mismos. En otros tiempos esto fue objeto de guerras y revueltas creadas por antipapas. Una vez durante La Gran Cisma de Occidente (1378-1417), el Papa Gregorio XII y dos antipapas, Benedicto XIII y Juan XXIII (no el moderno Juan XXIII) se disputaron el pontificado. Este último individuo, por cierto, fue particularmente controversial: Edward Gibbon, el historiador inglés autor de la «Historia de la decadencia y caída del Imperio romano», escribió que cuando Juan XXIII fue acusado por el Concilio de Constance en 1417, «los cargos más escandalosos fueron suprimidos; el Vicario de Cristo fue acusado sólo de piratería, homicidio, violación, sodomía e incesto».
Pero esto era cuando los antipapas valían algo. Hoy en día estos no tienen ejércitos, ni territorios, y de hecho ni siquiera tienen algo que pueda llamarse una audiencia. El Vaticano, estoy seguro, no pierde el sueño gracias a Gregorio XVII del Palmar de Troya en España; Gregorio XVII de San Jovite, Québec; Michael I de Kansas; Pedro II de Francia; o Pedro II de Alemania, todos actuales Papas reinantes de los Católicos según sus diferentes sectas. Muchos de estos Papas incluso tienen sus propios sitios web.
Clemente Domínguez Gómez del Palmar de Troya, España, dice que la virgen le reveló que el Papa Pablo VI fue encarcelado en secreto y reemplazado por un impostor. Como si esto fuera poco, Domínguez dice que el Papa mismo se le apareció para confirmarle esto. El español fue ordenado por un obispo vietnamita exiliado el primero de enero de 1976. Once días más tarde, lo consagró como obispo. Cuando Pablo VI murió en 1978, Domínguez se autoproclamó Papa Gregorio XVII.
En 1968, el padre John Gregory de la Trinidad, fundador de Los Apóstoles del Amor Infinito de St. Jovite, Québec, anunció que él había sido coronado Papa místicamente, también bajo el nombre Gregorio XVII. Treinta y un años más tarde, fue arrestado bajo cargos de abuso sexual contra niños desde al menos 1965.
Juan Pablo II —según algunos websites en Internet— tiene más de veinte rivales. Uno de ellos, apoyado por la organización True Catholic (Verdadero Católico, http://www.truecatholic.us/), es Earl Pulvermacher, quien fue elegido Papa Pío XIII el 24 de octubre de 1998. Pulvermacher nació en Wisconsin en 1918 y ordenado cura en 1946. Treinta años más tarde, tras rechazar el Novus Ordo, se convirtió en cura freelance. El «movimiento cónclave» asegura que toda la jerarquía eclesiástica —Papa, Cardenales, Obispos y Curas— habiendo caído en herejía han dejado sus cargos vacantes. Y así, los «verdaderos católicos» tienen el derecho de llenar el vacío eligiendo un nuevo Papa.
De esta manera en 1988 este grupo se reunió en conclave para elegirlo. Tras comunicarse con «todos los verdaderos católicos», el 23 de octubre de 1998 tomaron una votación telefónica y al terminar llamaron a Pulvermacher para decirle que él había sido elegido democráticamente como el nuevo Papa de los católicos del mundo. En el sitio web puede verse cómo desde una cabaña en alguna parte de Estados Unidos sale «humo blanco» de una chimenea anunciando la llegada del nuevo Papa.
Según True Catholics «el mundo celebra y ofrece gracias a Dios por restaurar el papado». Sin embargo no muestra pruebas de ello y la cosa suena a simple producto de la fértil imaginación de pocos. Las fotografías muestran a Pulvermacher, su secuaz Gordon «Cardenal» Bateman, dos otras personas en indumentaria eclesiástica y, por supuesto, un par de monaguillos. No hay guardias suizos, ni caballeros papales, ni millones de personas peleándose por saludar al santo padre. De hecho, el sitio web de Pulvermacher sólo se refiere a un número concreto de participantes en todas sus ceremonias: los 28 que atendieron su consagración como obispo en un salón de fiesta de un hotel en Kalispell, Montana.
Quizás Pulvermacher era uno de esos niños que cuando le preguntaban qué quería ser de mayor, respondía: —Yo quiero ser Papa. Otro sueño cumplido en esta tierra de Dios que muy seguramente no encontrará nada de malo en esto. A final de cuentas, el Segundo Concilio Vaticano así lo permite. Uníos religiones del mundo, así haya mil Papas.
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