Yo era sólo un niño de 16 años cuando mi mamá conoció a Juan, su novio de 19. Ella tenía 44 y estaba pasando por ese tiempo en la vida de las mujeres cuando el cuerpo ya no es capaz de dar vida, pero si es capaz —y exige— grandes cantidades de sexo. Era una pareja perfecta. Juan era un muchacho viril de Las Reinas, desempleado y amante del sexo. Ella una triunfadora mujer de negocios, soltera y con montones de efectivo y tiempo en sus manos.
Por casi cinco años gozaron lo más que pudieron, y yo también, al recibir de carambola el hermano que siempre había deseado.
Siempre había drogas de algún tipo en la casa y yo era libre de usarlas como me apeteciera, aunque no en exceso cuando mamá estaba presente. Esta bondad estaba limitada a la mariguana y a los hongos pero ocasionalmente también había cocaína. Durante esos años debo haber agarrado decenas de onzas del gavetero de mi mamá. Ella siempre tenía una lata de polvo blanco —tal vez un octavo de onza— escondido sin mucho esfuerzo debajo de su ropa interior. Yo metía la mano y movía con cuidado su colección de vibradores hacia un lado hasta el punto en que la dejaba prácticamente limpia todas las semanas.
Siempre sentí que estaba haciéndole un favor al jalarme toda su coca porque ya ella se daba demasiado duro con lo poco que quedaba. Por otro lado, me sentía mal porque quizás ella pensaba que se estaba volviendo loca cuando se preguntaba: «¿Me estoy metiendo mucho perico?» «¿Estoy metiéndome demasiado perico?» o «¿Mi hijo está metiéndose burda de perico?». Lo que sea que dijera, yo estaba convencido que lo que hacía era lo correcto como buen drogadicto que era.
Juan tenía una relación similar con las drogas de mi mamá pero era más abierto y esto al final creó un montón de problemas para él y para nosotros.
Juan pasó gradualmente de olerla a fumarla y cocinaba rocas con polvo de hornear sobre la cocina utilizando una cafetera de cobre. Juan era un como un químico Emeril Lagasse que cuidadosamente mezclaba la crema para que no se volviera grumos y se quemara. Con los ojos como unas parabólicas me enseñó como calentarla, añadir la soda, un poco de agua y cocinar todo junto hasta que se solidificaba en una bolita dura. Después se la fumaba en una pipa de vidrio.
Pasábamos horas en ese peo y con mi una cámara vieja de video General Electric —de esas que tenían un compartimiento aparte para meter la cinta— nos poníamos a hacer unas películas loquísimas. Como la cámara tenía que estar pegada al aparato con un cable no teníamos mucha movilidad, pero igual nos daba para hacer unas parodias en el ridículamente adornado apartamento de mi mamá. Películas de karate, programas de cocina, noticieros y la madre de todos los unplugged, «Los Hermanos Helio». Un show en el que inhalábamos toneladas cúbicas de gas que sacábamos de globos que comprábamos en el parque y después nos poníamos a cantar cosas como «Far Away Eyes» de los Stones.
Una vez Juan convenció a mi mamá de que me comprara una guitarra y me enseñó las canciones que sabía, algunas favoritas de siempre y de todos. Aprender a tocar un instrumento realmente marcó mi vida y hasta este día pocas cosas me dan más placer en el mundo que tocar la guitarra —aún cuando aburra a mis amigos con las mismas viejas versiones de Led Zeppelin y Bob Dylan que Juan me enseñó. Juan tocaba un pequeño repertorio de canciones que incluía todos los éxitos de los Rolling Stones y mi canción favorita, «Shooting Star» de Bad Company. «Johnny was a school boy when he heard his first Beatle song… Don’t you know that you are a shooting star…»
Siempre creí que este era el himno de Juan, una canción acerca de una estrella del rock muerta. Sin embargo, hoy en día le va buenísimo. Tiene una esposa, una hija preciosa y de vez en cuando pasa por mi casa a vernos a mí y a mi mamá. Pero no nos saltemos la historia, me estoy adelantando.
Usualmente la noche avanzaba y yo me quedaba dormido en el sofá mientras Juan continuaba quemando piedras en la cocina. Cuando la bolsa de perico empezaba a perder peso, con los ojos entreabiertos lo veía dando vueltas por la casa buscando drogas que él mismo había escondido mientras todavía estaba sano, «para cuando realmente las necesite». Siempre escondía unas piedrillas dentro de las ollas y gavetas de la cocina y la sala y se le olvidaba dónde las había puesto y si sí o si no se las había fumado. A veces me despertaba para acusarme de habérmelas metido y me sometía a los más ridículos interrogatorios. Esto hacía que se me pararan los pelos, pero a mi mamá realmente le gustaba el tipo así que me la calaba. Además, cuando Juan no estaba pegado del techo era la mejor compañía que se podía tener.
Hubo un par de ocasiones en las que todo pudo haber terminado en una tragedia, y a medida que maduré, sentí que en el mejor interés de mi mamá y mío lo mejor que podíamos hacer era sacar a Juan de nuestras vidas. Una noche, tras unos minutos de violencia latente, mi mamá le botó de la casa. Él trató de volver a entrar al edificio pero el vigilante, un latvio peso liviano a quien le habíamos avisado nuestro deseo de que no le dejara entrar, trató de detenerlo. Juan agarró al vigilante y lo paralizó con una llave. Luego lo amarró a una silla. Después de alguna forma se las arregló para trepar hasta la ventana del cuarto de mi mamá en el tercer piso, donde asumo ella lo dejó entrar al darse cuenta de que forzarlo a bajar otra vez sería peligroso.
Sin embargo, su adicción no fue lo que los separó, fue otra mujer. Juan había estado teniendo un affaire con la amiga de una amiga de mi mamá y cuando ella se enteró esto simplemente la mató. Yo creo que lo que más le molestó es que entre todas sus amistades ella fue la última en enterarse de lo que estaba pasando. Mientras bebía botella tras botella de Johnny Walker Red lloraba y no dejaba de gritar, «¿Cómo pudo haber cagado en donde comía?»
Mi mamá me había dicho varias veces —para mi sorpresa— que ella amaba más a Juan de lo que había amado a mi padre. Entonces tuve problemas creyendo esto pero de un tiempo para acá he descifrado lo que me quería decir. El de Juan y ella era un affaire de dos edades. Él era un joven semental 25 años más joven que ella que podía hacerle vivir de nuevo la juventud que había malgastado con mi padre, con quien vivió 25 años, era 3 años mayor que ella y con quien nunca se casó.
Hay tantas historias acerca de hombres viejos con mujeres jóvenes pero para mí la verdadera relación a dos edades fue la que mi mamá halló en su amante de 19 años, quien satisfizo su aberrante menopausia y sus deseos químicamente inducidos.
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