El año pasado se cumplió el octogésimo aniversario del descenso del autor de La metamorfosis, ocurrido a sus cuarenta y un años, víctima de la tuberculosis, en el sanatorio de Kierling situado en las inmediaciones de Viena.
Cuando una figura de las letras se nos vuelve tan familiar, cuando ha logrado tocar los resortes más escondidos de nuestra psicología individual, de nuestras ansiedades y pesadillas más íntimas, cuando su propio nombre se incorpora al lenguaje habitual para que intentemos definir con él las acechanzas a que nos somete en nuestra vida el absurdo, los aniversarios que se cumplen no suelen ser otra cosa que meros pretextos para que sigamos ejerciendo la reflexión sobre la condición humana.
Por la época en que André Malraux publicó su famoso libro La condición humana en 1933 alguien se le acercó para preguntarle: «¿Y Ud. tuvo que viajar a China para saber qué era la condición humana?»
La literatura de Kafka, como la obra de Malraux, es la vívida crónica de un viaje, de una aventura dirigida hacia las regiones más alejadas de la razón triunfalista de Occidente y de los cotos donde se asiste a la existencia habitual y anodina del hombre moderno. Malraux encontró al final de su viaje a un continente milenario convulsionado por la violencia política; Franz encontró en el suyo a un muchacho humillado, acuclillado ante sus semejantes, dominado por el pavor de la existencia. Malraux tuvo la pretensión de narrar, desde los límites mismos que trazaba su soberbia plenitud humana, todo lo que hay de impensado, de extraordinario y no humanamente dicho, en los grandes procesos libertarios del siglo XX; Franz sólo logró narrar la dolorosa historia personal de una condena. Porque lo que hay de universal e imperecedero en la literatura de Kafka es la crónica de su rotundo fracaso como hombre, como atribulado ciudadano del siglo XX, y en el rigor de su última apuesta ejercida siempre contra sí mismo: ordenarle a su amigo más íntimo que incinerara sus textos.
Pienso que la posteridad tiene mucho que agradecerle a la deslealtad demostrada por Max Brod. El mundo no sería lo que es si la obra de Franz Kafka no estuviera para siempre entre nosotros.
Tengo un amigo que me afirma que en la ciudad de Nueva York existe un escritor cubano que escribe cuentos sobre un personaje que responde sólo al lacónico nombre de «Franz». Es uno de esos cuentos, me narra mi amigo, Franz despertó una mañana con una extraña e inusual sensación de felicidad y comenzó a caminar por toda su casa comprobando con asombro su sosiego, su inesperada paz espiritual. Llegó hasta la puerta de su propia habitación, la abrió y miró hacia dentro de la estancia, y se vio así mismo plácidamente echado sobre el lecho: estaba dormido.
Franz Kafka preludia entre nosotros el horror casi metafísico que siente muchas veces el inmigrante ante una tierra, una lengua y una cultura vividas perennemente como ajenas. La que sería la pesadilla social del inmigrante, como hijo bastardo de una historia —padecida hoy por millones de personas—, la cual marcara profundamente el rostro de por lo menos dos siglos (el XX y el XXI), Franz lo vivió en su triple condición de ciudadano de una Checoslovaquia sojuzgada por el Imperio austro-húngaro, de ser un judío en la Diáspora y un escritor germano hablante localizado en un distrito de la ciudad eslava de Praga. A esta triple condición se añade para Kafka una cuarta alienación todavía más absurda pues no pertenece a su vida, sino a su futuro histórico inmediato, el cual sería kafkianamente padecido por todos los judíos de Europa: los campos de exterminios Nazis.
El cúmulo de culpas históricas que le fueron atribuida a la raza judía, por parte de la civilización cristiana, encontró su consumación política en el Holocausto de ese pueblo y en la fatídica plasmación del delirio social de otra raza: el III Reich de Adolfo Hitler. Pues cuando nos ponemos a reflexionar sobre las grandes persecuciones que a lo largo de los siglos sufrieron en Occidente diferentes grupos sociales, podemos quizás explicarnos la latente historicidad que habita en la obra de Kafka. El horror que se entreve en ese cosmos literario no radica en el aparente hecho de que nos ha abierto sin límites las puertas del desván de lo imaginario, el caprichoso underground de nuestro subconsciente. Ya que los peligros de los que el escritor checo nos advierte muchas veces se nos pueden volver esencialmente reales: antisemitismo, sociedad patriarcal, nacionalsocialismo, totalitarismo de izquierda, xenofobia, homofobia, irracionalismo colectivo, esquizofrenia individual…
A veces existen circunstancias históricas idóneas para que lo imaginario pueda entremezclarse con el curso de los acontecimientos sociales y el propio absurdo pueda devenir, en consecuencia, en Filosofía de Estado.
Dentro del marco de una aséptica anglo América y la profunda discriminación que se puede llegar a sufrir aquí por motivos raciales y económicos, ¿cuál es la suerte que le depara el futuro a las comunidades hispanas que han venido asentándose en Estados Unidos desde principios del siglo XIX? Y por otra parte el hambre, la enorme pobreza y la violencia campesina y ciudadana que padecen muchos países de América Latina y el Tercer Mundo, ¿no son acaso las formas más grotescas y desalmadas de que se revisten actualmente el odio y la irracionalidad?
Pero, no sólo es en la periferia geográfica y económica de nuestro bien amado Occidente donde nos acechan incongruencias y rupturas que laceran profundamente a nuestro propio sentido humanista y civilizador, puesto que el propio organismo social de esa civilización se encuentra enfermo. La célula viva, representada por la organización familiar, revela serios síntomas de deterioro y mucho tejido ya ha muerto o está en vías de descomponerse. El personaje más patético de todas las literaturas —el Gregorio Samsa de La metamorfosis—, tuvo que convertirse en un escarabajo, ante la vista de su familia indolente, para demostrárnoslo por si acaso nos quedaban dudas.
De lo anterior expuesto surge entonces esta pregunta: ¿es Franz Kafka un autor realista? Y si lo es como si no lo es, ¿cuáles son los límites que al no ser rebasados nos hacen denominar a una obra literaria como realista?
Si por un momento nos acercamos a la historia del arte veremos que el realismo de la antigüedad griega estaba plagado de monstruos y el simbolismo figurativo cristiano de la Edad Media de demonios. La batalla contra lo informe es la tarea por antonomasia del artista que busca imponer la forma en el mundo, como la expresión más acabada de la razón y la belleza. El poeta latino Ovidio en Las metamorfosis describió la alteración morfológica que sufren las figuras que pueblan la realidad del universo, y lo entendió como un proceso cósmico de decantación que conducía a las formas humanas, animales y vegetales hacia niveles superiores de organización, correlativas a un sentido superior de existencia figurativa y de mayor equilibrio estético. Sin embargo, las deformaciones que sufre en su lecho Gregorio Samsa pueden entenderse como una progresiva degradación de su condición humana; un desequilibrio correlativo a la infelicidad del individuo en el mundo, a la enajenación de las relaciones afectivas y a la progresiva alineación de nuestra conciencia.
Aunque no es que Kafka renuncie como artista a la forma y a la belleza, lo que él hace es proponérnosla de nuevo pero, transustanciada hacia el polo opuesto de cómo la entendía, en su momento, el genio griego. Es decir, como una belleza deformada y vuelta a formar por el sufrimiento; heredera directa, por tanto, del simbolismo cristiano y su humanismo figurativo. De esta manera la figura y la historia particular de Gregorio Samsa se encuentran mucho más cerca de la iconografía medieval, y de la patética expresión que tienen muchas veces los rostros de los santos, que de cualquiera de los héroes paganos. El único héroe pagano que se le aproxima bajo la forma de un dios Lar es Edipo, porque como él es deforme y como él su sufrimiento y su destino se incuban en el entresijo irresuelto por la cultura occidental de la familia; en ese nudo gordiano, vinculado desde la niñez a la identidad psicológica del sujeto, que es la relación parental.
Por eso opino que es ocioso intentar llegar a la compresión de una obra de arte desde una definición congelada de realismo. Creo que todo arte verdadero es terreno y que existe, incluso, una absoluta terrenalidad del pensamiento y del hombre que lo ejerce. Los límites reales del arte son fijados por la voluntad del artista, el cual, para atrapar la obra de su sensibilidad, necesita darle una forma, que aunque limitada y perecedera, pueda narrar la batalla existencial de su genio contra aquello que aún no acaba de cobrar forma. Por eso también pienso que no es posible un arte perfecto, pues toda obra humana está señalada desde el principio por los sangrantes jirones de esa lucha.
Todos los personajes de Kafka portan consigo la dolorosa huella física, o existencial, que ha ido dejando en nosotros de un modo indeleble la modernidad capitalista. En cierto sentido el capitalismo, como hoy lo conocemos, es un largo «proceso», una absurda «condena», una degradante «metamorfosis»; y el hombre de éste mundo, como el célebre personaje del agrimensor en su implacable búsqueda de El castillo, se vuelve a bifurcar en medio del camino que hay entre su pensar y la existencia, entre su ida y el nunca jamás, entre su llegada y el volver a empezar.
Descubre más desde El Nuevo Cojo Ilustrado
Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.