AMÉRICA, no invoco tu nombre en vano.
Cuando sujeto al corazón la espada,
cuando aguanto en el alma la gotera,
cuando por las ventanas
un nuevo día tuyo me penetra,
soy y estoy en la luz que me produce,
vivo en la sombra que me determina,
duermo y despierto en tu esencial aurora:
dulce como las uvas, y terrible,
conductor del azúcar y el castigo,
empapado en esperma de tu especie,
amamantado en sangre de tu herencia.
Pablo Neruda
Para el filósofo alemán Martin Heidegger (1889-1976) su coterráneo, el poeta Federico Hôlderlin (1770-1843), era quien más se acercaba con su obra a la esencia de la poesía.
En mi simple opinión perogrullesca la poesía, cuando es verdadera, se nos aparece siempre como una verdad develada. El poema es una abertura del lenguaje que nos amplia la mirada hacia las profundidades del Ser. Y cuando habla la poesía todos los credos y todas las escuelas enmudecen.
Porque el Ser posee su verdad pero, la verdad también tiene su Ser. El Ser de la verdad es la poesía. La poesía es así el fundamento ontológico —la razón de ser— de lo verdadero. Ya que lo verdadero para llegar a ser necesita de la poesía. Es que es en lo verdadero donde se aloja lo que el hombre llama su esencia: el sentido, el significado, su razón, la búsqueda incesante de una adecuación del Ser a la verdad… y su misión. Pero, es necesario recalcarlo: La poesía no es la verdad del Ser, es el Ser de la verdad. Y en ese Ser de la verdad no se aloja lo que es, sino lo que creemos debiera ser.
Lo que sucede es que ese «debiera ser» no puede ser un imperativo moral, ni tampoco un objeto del conocimiento creado por la «razón pura». Debido a que nos llega intuido a la manera de una soñada «Armonía». Y es que el poema habita misterioso en el interior de todas las palabras, y, dentro de ellas, como en medio de un refulgente palacio de cristal, el poeta danza.
La poesía es el refugio de las almas dolidas. Es la justificación y el bálsamo para el espíritu menesteroso. El poema es el fortín de la palabra. La espléndida coraza del gladiador del lenguaje. La poesía es, además, la verdad subjetiva que le hace una petición de principio al mundo: Le pide que sea verdadero.
Mas, yo quiero hablar ahora de Pablo Neruda (1904-1973), poeta americano. De la verdad del Ser de su poesía; que es como decir de la poesía como Ser de su verdad.
El poeta José Lezama Lima acostumbraba a comentar que escribir era como transcribir un texto «hasta ese momento indescifrable…»
A todos los grandes textos de la cultura se llega por aproximación. Mediante una acumulación sucesiva de borradores, en los que el alma de los pueblos va escogiendo los autores propicios, donde se redefine lo que un pueblo quiere decir, aquello sobre lo que un pueblo necesita cantar. De este modo el autor de La Araucana, Alonso de Ercilla (1533-1594), preludia cuatro siglos antes a Canto General.
El primero narra la épica y el asombro en tiempo del Descubrimiento, la Conquista y de la Resistencia indígena. El segundo, aparte de todas esas cosas, es un canto de Independencia y de Redescubrimiento. Pero, en ambos existe una pasión de continuidad. Y de la misma manera que todo poeta conquista por derecho propio su hidalguía, la Conquista de América se hizo, además, en nombre de la búsqueda individual de nombradía.
En Norteamérica Canto a mí mismo de Walt Whitman, es el gran canto a la sociedad civil, el cual buscaba no alejarse demasiado de su naturaleza original. Sin embargo, Canto General de Pablo Neruda, es el gran canto a la naturaleza pletórica e irredenta. El canto a la libertad y a la rebeldía del «homo natura». En el poema no han aparecido todavía mencionadas las nuevas instituciones de los hombres. Ni mucho menos puede ser ese canto un himno a la democracia, porque ésta no existe en América. El poeta de esos versos no es aún el ciudadano. No en balde la ciudad americana no ha sido visitada en sus predios por el lenguaje poético. Todavía sólo se ve bailotear en el lejano horizonte la ley fuerte y justa, el artículo legal razonado e incisivo, la imprescindible y bella verdad cívica, los cuales podrían llegar a significar, algún día, la realización del ideal de justicia, la plasmación del derecho y la constitución orgánica. Para levantar con ellos los pilares de la nueva y espléndida Ciudad —entrevista al amanecer de los pueblos—, a la que nos conduce «una ardiente paciencia». Al decir del poeta adolescente Arturo Rimbaud. Verso al que Neruda hiciera referencia en su discurso de aceptación del Nóbel en Estocolmo.
Mas, ante ese hecho José Martí es harto concluyente: «No habrá literatura hispanoamericana hasta que no haya Hispanoamérica».
A la Hispanoamérica que se refiere Martí debe ser —¿sin dudas?— la América civil. La heredera de un credo cívico-moral. Ideal civil que el propio Martí nos dejara como fundamental testamento político. Y entiéndase aquí lo político en su significado más preciso y a la vez más integral, como relativo a Polis. Como ideal ciudadano. Como consumación, aquí en la tierra, del ideal de la Civitas.
Más de un centenar de buenos poetas americanos han clamado mil veces al pie de las puertas de semejante ciudad. Sin embargo, Pablo Neruda se distingue entre ellos, entre otras cosas, porque no estuvo exento de proclamar, ante esas mismas puertas, la vindicación del «Hombre Naturaleza»: Del hombre árbol, del hombre montaña, del hombre río, del hombre pez y alción… En fin, la vindicación americana del hombre oriundo y original, radicalmente libre y virginal. Antes de que pudieran cebarse en él todos los contratos sociales, que van desde el griego Solón hasta Juan Jacobo Rousseau.
No obstante, la formación marxista de Neruda le hizo reconocer la existencia en América del «Hombre Historia»: La existencia de una gran comunidad continental y caribeña hermanada por un destino común, la cual se mueve hacia adelante en el tiempo, en vías de encontrar el sitio donde se realice todo el contenido de su redención política y humana. Gran parte del pensamiento marxista contemporáneo ha situado, el punto esencial de esta posible redención, en el segundo aspecto. Lo que quiere decir que el marxismo ha colocado el tema teórico de la redención dentro de términos prominentemente humanos, mucho más que en el terreno de los ideales civiles.
Lo significativo es que el poeta que fue Neruda buscaba incorporar, a esta futura redención humana, una nueva dimensión la cual el pensamiento marxista —desde la época del propio Marx— no quiso tener demasiado en cuenta: La naturaleza misma. Las constantes reclamaciones que le hace a la sociedad de los hombres el «homo natura».
Mas, ¿será posible incorporar a los predios de una futura Civitas americana la naturaleza irredenta —»con sus majadas de indios»—, por los que clamaba uno de nuestros más grandes poetas? Petición soñada como pocas en toda su abrumadora imposibilidad teórica. Mientras que la dura y crispada diapasón del péndulo cultural que oscila entre dos extremos opuestos encuentra, en su argentinidad, al pensador Domingo Sarmiento (1811-1888), que nos dice: «Civilización (o) barbarie». Pues es precisamente eso, desde el corazón de lo que somos, lo que nos divide en el «border line» del No Occidente de nuestra paciencia histórica; de nuestra secular angustia y de nuestra, tantas veces preterida, identidad continental.
Aunque para llegar a entender que a la libertad americana había que conquistarla desde abajo, pactando con los pobres de la tierra, y desde el centro mismo de su tradición agraria, el descendiente de conquistadores y príncipe mantuano, Simón Bolívar tuvo que sufrir más de un descalabro, cada vez que se acercó a conquistar «desde arriba» a su Caracas natal. Porque Caracas no era otra cosa —en la Venezuela independentista de principios del siglo XIX—, que un espejismo legal, como lo son hoy todas las grandes ciudades americanas: Mascaradas citadinas de democracia de regímenes que se fundan en realidad en la violencia y en el olvido. Cuando Bolívar aprendió esa lección, junto a los llaneros del Orinoco, Bolívar fue invencible.
El No Occidente nos asalta así desde la compleja geografía cultural que distingue por entero al indio del hombre de ciudad. Pero, también nos asalta a la inversa, en el lenguaje, y en lo mucho que hay en nosotros todavía de España.
Mientras que en las islas del Caribe la revolución cubana nos dio en sus inicios una lección práctica, allí donde la teoría se había proclamado irresoluta: Al campo se va a alfabetizar porque primero se va aprender. Porque quizás en nuestros pueblos se puede solucionar en la práctica aquello que la misma teoría no puede, o no quiere, resolver. Creo que por ahí es que se llega a esta nueva convicción martiana, la cual reza más o menos así: «No hay oposición entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza».
La Ciudad de que hablamos no puede ser, de este modo, la sociedad civil de la que nos hablan tantos intelectuales y académicos. Porque en esa monótona Ciudad de las Letras ¿quién horneará el pan en las mañanas? Ni tampoco la Civitas Dei de San Agustín y los teólogos. Porque en la perfecta Ciudad de Dios seríamos despojados de nuestra propia esencia siempre, gracias a Dios, menesterosa. Mucho menos podría ser la productiva y eficiente Societas de los mercaderes. Porque ¿quién puede tener allí un amigo, un hermano? Aunque esa Civitas de la cual hablamos se debe construir con todos esos retazos… Tampoco podemos aspirar a descontruir la Ciudad, en aras de la libertad, anárquica y sin nombre, del «Hombre Naturaleza…»
La Ciudad a la que creo debiéramos de aspirar, es aquella «ciudad americana» donde el concepto de la palabra civilización quede traducido para siempre como ejercicio pleno de la civilidad y el decoro.
Es a esa Ciudad a la que le cantan los poetas. Los grandes poetas del porvenir que son, como Pablo Neruda, los que desde el principio, han estado entre nosotros. Todo verdadero poeta americano es un Adelantado de Indias. Un insomne imaginero y un asombrado cronista. Puesto que le ha sido dado ver y tocar, con los ojos y las manos de la poesía, «aquello» donde debe consumarse, alguna vez, la verdad histórica de su pueblo. El poeta es siempre el testigo de excepción. El poeta es Moisés en el Pentateuco dándonos en el Texto testimonio del Génesis.
Y hay un verso de Neruda que desde el principio ha estado rondando éste pequeño artículo. Fue escrito en las páginas de un Diario en el cual, por lo urgente de la tarea empeñada, sólo hubo lugar para dos metáforas. La primera es la que citaré. Escrita por quien aprendió, como ningún otro latinoamericano de su tiempo, la lección de Bolívar, «el gran caraqueño», y se fue «a conocer la selva» para levantar desde abajo la libertad americana. Para adelantarnos un poco el camino hacia la Ciudad que todos buscamos, deseamos e imperiosamente necesitamos. La legendaria Ciudad donde no bastan los sueños, y, donde a veces —sólo a veces—, son inútiles los poemas.
La imagen de su figura asesinada, llevada y traída por todos los teletipos del mundo, quedó premonitoriamente prefigurada en este verso de Neruda del poema: «Un canto para Bolívar», copiado por él de su puño y letra:
«Tu cadáver pequeño de capitán valiente ha extendido en lo inmenso su metálica forma».
Pocas veces, en una escasísima línea, puede llegarse a definir tan adecuadamente los exactos límites y los significados —con sus virtudes y vicios—, de nuestra lastimada conciencia americana que desde fuera rondan a ese verso, a ese poema.
El pensador Martin Heidegger elaboró, a principio del pasado siglo, una concepción intelectual de la esencia de la poesía, tomando como modelos la vida y la poesía de Hôlderlin. Para nosotros la verdad americana, como su poesía, es tristísima. Tiene el color de nuestros héroes muertos en combate, quienes interfieren en nuestros sueños, y en nuestras vidas, desde un modesto y doloroso Valhala latinoamericano.
El hombre americano, como todos los de su especie, es un animal, sin lugar a dudas, menesteroso, amén de histórico. Y su gran pobreza existencial es la que lo conduce a buscar el beneficio de los otros. Pero, el hombre no debe perder nunca de vista su naturaleza original, y, desde ella, y para ella, es que debe trazar los límites de cada nuevo espacio político conquistado. Dentro de los cuales se satisfagan con nobleza sus necesidades gregarias de vestirse, procrear y encender el fuego. Es sobre esas bases que surgen, y se justifican, todos los contratos y el hombre deviene entonces, como Moisés, en poeta y legislador.
Mas, ¿para quién se legisla? Para los que tienen hambre de justicia y sed de libertad. Y la Ciudad que se construye ¿cuál es entre tantas?
La Ciudad de los pobres de este mundo.
Descubre más desde El Nuevo Cojo Ilustrado
Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.