Gente de campo

A pesar que la mayor parte de población argentina esta asentada en las grandes ciudades, el ámbito rural sigue manteniendo una gran importancia. No sólo por el hecho de proveer materias primas y alimentos, sino, por ser el motor de consumo del que se nutren una gran cantidad de pueblos, pueblitos y ciudades pequeñas de todo el interior del país.

Me crié en el campo, a 40 kilómetros del pueblo más cercano. En caso de lluvias no había forma de acceso, el camino de tierra que nos separaba de la civilización se volvía intransitable. Mucho no importaba, salvo en caso de enfermedad, la relación con la urbe sólo era en función de alimentos y alguna que otra necesidad.

Me crié en una familia de cultura pero inmerso en un ámbito rústico, vaya combinación explosiva, un diálogo en casa podía comenzar con la preñez de las vacas y concluir comentando «La Colmena» de Camilo José Cela.

Durante mi infancia, la vida estaba signada por el clima, amo y señor de todas las decisiones, y su centrismo, realmente imprescindible para cada actividad planeada. De esa manera, en caso de lluvia no había clases, los empleados no salían al campo y las mujeres hacían tortas fritas. A pesar de lo sencillo de los condimentos, era digno de admirar las diferencias de textura, tamaño y sabor de dichos manjares. Mi debilidad fueron siempre las que cocinaba la mujer del capataz; grandes, algo saladas y muy esponjosas e infladas. No me acordaría de esto si no hubiera probado hace pocos días, en Connecticut, esas mismas tortas fritas, con otro nombre que no recuerdo, pero con la misma esencia y ese espíritu de día de lluvia de mis años en el campo.

Con el primer bocado me invadió la imagen del Galpón, lugar de reunión del personal en donde llegaban antes de la faena. En los días lluviosos, el galpón era un gran taller de artesanías, cada uno de los peones, unos mejor otros peor, manipulaban cuero de vaca, potro o chivo y daban forma a una gran variedad de elementos. Los más hábiles cortaban pequeñas tiras de cuero de chivo y lograban perfectas trenzas de 8, 10, 12 o más tientos en función de llaveros o barbijos. El resto dedicaba el tiempo a reparar lazos cortados y hacer riendas, bozales o maneadores. O vainas de cuchillos, alforjas de cuero o costuras de prendas de ensillar.

Me pasaba las mañanas mirando y tratando de aprender, pero la paciencia sólo la reservan para su estirpe, las habilidades pasan de generación en generación y mis ansias de aprender, se opacaban con el desinterés que mostraban con la docencia. Hombres rústicos aquellos, gente de trabajo, de aguante, de familia. Respetuosos la mayoría, buena gente algunos. Acostumbrados a que la luz y el estomago regulen sus días, a que la plata alcance para poco, pero siempre para comer y vestirse. Resignados, por no pretender más, a casarse con mujeres de la zona y concebir muchos hijos, que a su vez seguirán sus pasos.

Mencho de estancia llaman su oficio de subirse al caballo cada mañana y responder a las órdenes del capataz. Que vos, a curar los terneros abichados, vos a buscar el rodeo del arroyo, vos a arreglar el alambrado, vos a cortar cardos; vos, vos y vos, conmigo a vacunar aftosa, etc., etc., etc. Trabajos pesados unos, aburridos otros, monótonos la mayoría.

El campo atrapa, se vive de él, por él y en él, se viven las sequías y las inundaciones, las estaciones del año son el servicio, el destete y la parición, pónganle el orden que gusten.

El buen pasto y los novillos gordos suministran idéntico placer al dueño que al peón, cosa extraña si se piensa en dinero, pero así es el campo, rara conjugación del hombre y la tierra, en donde ambos deben responder de la mejor manera en función del bienestar. Los tiempos han cambiado, los jóvenes escapan a las ciudades que los atrapan con hostilidad y espejos de colores. Muchos regresan luego de un tiempo, ya no se irán. Se casarán con mujeres de la zona y tal vez tengan menos hijos que hermanos, más vale así.

La ciudad no los encandilará tanto, aunque la visitarán seguido. Rendirán culto a la TV, sabrán hablar por teléfono y usar calculadora. Tendrán un auto viejo o una moto o una bicicleta todo terreno. Sus hijos irán a la escuela y varios terminarán la secundaria; tal vez la universidad forme alguno de ellos.

Así y todo, cada mañana, antes de la salida del sol, de buen humor los que puedan, se reunirán en el galpón, agarrarán sus caballos y recibirán las órdenes del capataz, que hace veinte años, en ese mismo galpón, recibía las suyas.


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