Cuando se acabó el agua yo tendría unos quince años. Fue después de años y años de agresión al planeta por parte de la humanidad. Las explosiones de múltiples bombas, así como las pruebas nucleares, los desodorantes en spray, el monóxido de carbono de los vehículos automotores, coadyuvaron a la casi extinción del vital líquido. Como consecuencia de ello comenzó a disminuir la vida en la tierra —vida que incluía plantas y animales, inclusive el más grande de los últimos, el hombre— y poco a poco fuimos desapareciendo de la faz del planeta.
Desde esa época escuchaba la leyenda de que en la parte inexplorada desde hace muchos años quedaban grandes reservas de agua, pero que debido a ser precisamente la zona que carecía de capa de ozono, era prácticamente imposible ir a buscarla. Nunca supe si era cierto, lo cual no me impidió que me arriesgara a averiguarlo.
Lo primero que hice fue proveerme del agua que desalinizamos del muy reducido mar que había quedado del que antes fuera el fastuoso Mar Caribe. Me abastecí de una garrafa de esta agua y la guardé entre las plantas y yuyos que ya habían tomado un color pálido debido a la carencia de la clorofila, así como de sus escuálidos frutos que habían perdido el sabor que apenas recordaba había probado cuando era niño. Con estos implementos, emprendí mi aventura por el agua.
El primer escollo que hube de atravesar fue la subida de la colina. Era un camino de tierra en el cual se podía observar, si uno tenía el valor de mirar hacia abajo, un profundo abismo que hubiera acabado con mi expedición aún antes de comenzar. Afortunadamente superé esta prueba con éxito.
El siguiente intento fue atravesar un viejo puente colgante. Casi muero cuando se soltó de uno de los lados y tuve que llegar al otro trepándome por sus cuerdas. Ahí comencé a reflexionar si el agua valía la pena el esfuerzo. La respuesta fue obvia, sí lo valía.
Luego de una semana de recorrido encontré una cueva. Al entrar a ella, pude divisar una luz al final. Corrí desesperadamente hacia allá y tuve una de las mejores visiones de mi vida al salir por el otro extremo. Vi un lago gigante como no recordaba haber visto uno en mi vida. Recordé mis años infantiles y la casa frente al puerto, los barcos y los pescadores llegando a las cinco de la mañana con los botes llenos de pescados listos para la venta. Comencé a llorar.
Corrí hacia el agua. Corrí como nunca lo había hecho por nada ni por nadie. Me sumergí y comencé a nadar hasta muy dentro del lago. Recordé cómo mi padre me había enseñado a flotar cuando era un niño, y cómo había superado mi miedo al agua en esa época. Ahora estaba en medio de un lago que era únicamente para mí.
Fue en ese instante que comencé a sentir un ardor en toda mi piel. El agua, quién sabe con qué elementos tóxicos, estaba literalmente despellejándome. Empecé a nadar hacia la orilla pero el dolor me impedía nadar más a prisa, y cuando se convirtió en insoportable, no pude seguir dando brazadas y comencé a hundirme.
Eran las tres de la tarde cuando mi cuerpo inerte tocó el fondo del lago, apilándose sobre los miles de huesos que se encontraban allí.
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