Por undécima vez saqué punta a un lápiz mientras veía con ojos vidriosos el pedazo de papel que tenía frente a mí. No era fácil. Recordar, quiero decir. Había pensado en la historia por primera vez mientras me bamboleaba en el tren camino al trabajo, y para recordarla la escribí en la bolsa de papel que contenía mi desayuno. Iba parado, con un maletín en una mano y el desayuno en la otra, pero como pude saqué una pluma del bolsillo de la chaqueta y escribí palabras que me guiasen más tarde hacia la idea que tenía en la cabeza.
Fue inútil. Cuando las leí en la oficina no entendí absolutamente nada. Y mientras más leía el papel manchado de café, más extrañas y ajenas me parecían las palabras.
Raúl. Odio. 23. Cuchillo. Donde siempre. Debajo de la luna.
Era como si alguien más hubiese escrito la nota y la estuviese leyendo por primera vez. Pero sabía que no era de otro. La había escrito en la mañana. En el tren. Era sobre algo que había soñado minutos antes de despertarme. Un sueño que sólo después de ducharme me di cuenta no era real. Algo desagradable que había ahogado en la bañera y que ahora, con una docena de lápices afilados en mano, daría cualquier cosa por recordar.
Mientras pensaba, abrí el diario que guardaba en la computadora. Un documento de 300 páginas lleno de historias que no eran interesantes ni para mí mismo. Cosas que nunca le había dicho a nadie y que me hacían sonrojar cuando las leía después de algún tiempo. Por eso había pensado en destruirlas antes que alguien pudiera leerlas.
Como vivía sólo esto era imposible. Pero ¿qué pasaría si moría? Si un día (¡inclusive en este mismo momento!) sentía ese pie de elefante que había leído en alguna parte aplastándome el pecho. Cortándome la respiración y apachurrándome el corazón como un tomate. Entonces sería imposible detenerlo, y desde donde quiera que fuese después de morir, vería gente leyendo mi diario como un periódico. No podía suceder. Por otro lado, quizás mi casero vendería la computadora al primero que le ofreciera dos pesos y todas las largas noches de tipeo serían borradas por su nuevo dueño con sólo apretar una tecla.
Pensando en esto volví a ver los lápices. Ridículo. Siempre había afilado lápices para inspirarme. Lentamente. Pocas veces funcionaba. Una vez traté de escribir algo y antes que la computadora se encendiera el pánico me hizo tomar un lápiz y escribirlo en papel. El manuscrito había sido de mi satisfacción y más tarde lo pasé a la computadora. Las ideas habían fluido del corazón al cerebro y de allí a mi mano en perfecta sincronía nunca vomitando más de lo que podía escribir sin que me doliera la muñeca por la falta de costumbre.
Pero la experiencia no volvió a repetirse. Estaba adicto al teclado. Y no por nada. Escribir en una computadora es como deslizarse en aceite. A mano, en avena. Pero en momentos como este me daba cuenta de que escribir no tenía nada que ver con el método, y que si no había nada que decir, no importaba si había una secretaria tomando dictado. Era inútil. Los lápices estaban de más. Pero solo en caso de que sucediese lo del otro día, solo por si acaso, los mantenía afilados al lado de una resma de papel.
Entonces recordé algo y empecé a jugar con mi memoria. La historia estaba basada en un sueño. No era el sueño mismo. Sólo estaba basada en él. El sueño era acerca de mí mismo, y así lo anoté inmediatamente en mi computadora. Eso era el 23.
> Soñé acerca de mi mismo…
En mis notas siempre utilizaba la edad como referencia. Si en un sueño me veía viejo sólo escribía viejo, pero cuando despertaba y sabía exactamente que edad tenía entonces escribía el número.
Leyendo la pantalla cerré los ojos con los dedos sobre el teclado, esperando que viniera más. ¿Qué había estado haciendo? ¿Dónde estaba? Me interrogué a mí mismo…y de repente, una pista. ¡El Mar!
Había estado en el mar. Una playa con la que soñaba abundantemente. Nunca había estado allí, pero el sitio se repetía una y otra vez como un recuerdo. Siempre nocturna llena de cercanas y brillantes estrellitas que hacían de la noche más como un atardecer, reflejándose en un mar cristalino, azul como una piscina, vibrando a la luz de mil lunas colgando del cielo como lamparitas.
Mordí el lápiz. Le arranqué la goma de borrar y empecé a masticarla como un chicle. ¿Qué más? ¿Qué más? Repetí una y otra vez conteniendo la respiración. Ideas iban y venían, pero ninguna tenía que ver con lo que buscaba. El recibo de la luz. Este mes había sido altísimo por el invierno crudo de hacía un par de meses. ¿Qué más? ¿Qué más? También tenía que renovar el pasaporte. El viejo se estaba deshaciendo. Todavía le quedaban algunas páginas, pero la cubierta estaba arrugada y el sello se estaba pelando. La foto era tan vieja que en los últimos viajes me habían dejado pasar inmigración de milagro. ¿Qué más? ¡Dios! ¿Qué más? Nada. Traté de bloquear cualquier pensamiento que no tuviera que ver con el sueño, de la misma manera que lo había hecho esa mañana con el sueño mismo, cuando tras despertarme bañado en sudor, intenté calmarme para evitar que el corazón se me saliera por la boca.
Pero los pensamientos seguían infiltrándose. La época de impuestos sería pronto, dos semanas de ropa sucia necesitaban atención (estaba quedándome sin ropa interior), Tony tenía una fiesta el día del SuperBowl y me había invitado, la guerra en el Medio Oriente seguía su curso… ¡Dios mío! ¿Qué más?
Me puse de pie.
Molesto, caminé hasta el fondo de la habitación y golpeé mi cabeza contra la pared. Concéntrate, coño, concéntrate, me dije. Estaba en una playa…y…y…y… ¡hablé con un hombre! Corrí a la computadora y escribí sin sentarme.
> Soñé acerca de mi mismo…estaba en la playa. Hablé con un hombre.
Ummm. ¿Qué más? Y él…y él…y él…éllllll, hizo algo. ¿Por qué me había levantado tan exaltado? Cuando abrí los ojos apenas podía mantener el ritmo de la respiración con el del corazón. ¿Una Pesadilla? Me dejé caer sobre la butaca.
> Soñé acerca de mi mismo…estaba en la playa. Hablé con un hombre. Era una pesadilla, ¿Por qué?
Entonces golpeé una veta. Sangre. Me brotaba de la barriga, y súbitamente, me vino: El hombre me había acuchillado. Me-ha-bía-a-cu-chi-lla-do, repetí lentamente varias veces frunciendo el ceño. Eso no era una historia. Washington independizó los Estados Unidos, pero eso es sólo el resultado de la historia. ¿Cuál era mi historia? Mmmmm. Descansé mi cabeza sobre las palmas de mis manos, mis codos sobre el escritorio. Fijé la vista en ninguna parte.
Alguien me había acuchillado y por eso me había levantado más temprano que de costumbre, mucho antes que sonara la alarma. Recordé la presión de la punta del cuchillo sobre mi vientre, un poco a la derecha del ombligo. El hombre tentó sobre la camisa, y entonces, de un solo empujón, el metal, menos frío de lo que esperaba, rompió la tela y se hizo camino dentro de mí. ¿Cómo demonios sabía como se sentía eso? Era tan real. Podía oler la mierda brotándome de la herida mientras la punta del cuchillo iba cortando mis tejidos, uno por uno. Sólo con la parte afilada, que en este caso, era la de abajo. Dermis, epidermis, músculo, y mientras tanto, esos ojos, viéndome en la penumbra. Sonriendo.
> Soñé acerca de mí mismo…estaba en la playa. Hablé con un hombre. Era una pesadilla. ¿Por qué? Alguien me acuchilló y desperté.
¿Habían robado la casa? ¿Cuál casa? ¿Descubrí al ladrón y me apuñaló? Imposible, ¡estaba en la playa!
No. Esa no era la historia. La herida me dolía como si de verdad me la hubiesen infligido. Sentí nauseas. Me acaricié el vientre, un poco a la derecha del ombligo. La historia estaba en el por qué, y no estaba seguro que el por qué era que había sido robado. Pero la razón se negaba a salir. En algún momento la había sabido. Recordaba haber recordado la razón apenas horas en el pasado. Pero el sueño, como un pez, me esquivaba con desconfianza. Sentía que a veces mordía, pero se soltaba, huyendo hacia el inmenso océano que tenía en la cabeza. Imposible de recuperarlo, por lo menos no el mismo pez.
Los malditos impuestos y la lavandería volvieron a mi cabeza. Mi novia siempre había hecho la lavandería, pero desde que se marchó nunca parecía encontrar tiempo para hacerla. Parecía tan fácil. No lo era. ¿Qué estará haciendo? Dios mío, ¿Qué más?
Enterré la colilla de un cigarrillo en una servilleta y la tiré en la papelera. Un amigo me había dicho que para fumar menos botara todos los ceniceros. No había funcionado. La nausea volvió repentinamente, pero la contuve. ¿No era eso lo que había que hacer con las nauseas? ¿Aguantarlas? Evitar que alguien se diera cuenta de que habían existido. Pero ahora estaba solo. Extraño que aún así sintiera ganas de ocultarlas.
Me tiré en la cama, boca abajo, cabeza enterrada en la almohada. Traté de revivir esa mañana. ¿Qué había soñado? Si recordaba que había soñado entonces recordaría la historia que había pensado basada en este sueño. Pero sólo recordaba como la había olvidado. ¿Por qué los sueños tienen que auto-destruirse tan rápidamente? Como tratando de evitar convertirse en memoria. Como si no estuviesen supuestos a ser contados. Como si fuese un error que llegásemos a saber de ellos del todo.
Tendría que volver a mi vieja costumbre de tener una libretita y una lámpara junto a la cama, donde podía anotar mis sueños apenas me levantaba. Mañana lo haría, pensé. Libretita y pluma en la mesita de noche. Esto no me vuelve a pasar. Recordé a mi novia.
Ex.
Se había marchado como a esa hora hacía dos semanas. Ella o mis estúpidos sueños, me había preguntado. No respondí. Un día de estos te llamo, le dije. Nunca sucedió. Agarré un lápiz y un pedazo de papel del escritorio.
> Mañana, solo, sueños, tarde, lavandería.
El mensaje era claro, sin ninguna duda me recordaría de hacerlo. Llamarla, digo. Antes me había dejado notas de este tipo pero siempre parecían perder cualquier significado. Pero ahora el mensaje era completamente claro. Tendría que ser estúpido para no entenderlo.
Descubre más desde El Nuevo Cojo Ilustrado
Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.