Llámese parrilla, barbecue o asadito, el tema de cocinar carne a la intemperie fascina a cualquier hombre. Esa mágica combinación entre carne y fuego logra lo que ni los comerciales de 4X4 han podido: transformarlos en machos dominados por sus más primitivos instintos.
Todo empieza con el ritual de encender el fuego, que puede tardar entre 30 y 240 minutos, dependiendo de la experiencia del cocinero o de si el dueño organizó el evento para lucir su nueva parrillera eléctrica.
Se reúne media docena de inútiles a discutir sobre su método preferido de encender «la brasa». Los gustos van desde el tradicional carbón vegetal, hasta sustancias inflamables prohibidas por la OMS desde 1987, pasando por toda suerte de aparatitos lanza-chispas que provocan el deleite de los varones, pero que al final, nunca funcionan como en el comercial de televisión.
Una vez prendido el fuego, está el tema de mantener la brasa. Los mismos inútiles y un par de asomados más, se paran a contemplar su flameante proeza. ¡Hicieron fuego! Uno de ellos lo abanica frenéticamente como si hubiera que mantener la llama olímpica; el segundo, le explica los movimientos adecuados, trata de arrebatarle el atizador (preferiblemente la tapa de una cava de anime) y finalmente se ofrece de relevo. Los restantes abren las primeras cervezas y bautizan la candelita, con el argumento de que eso «la prende más y le da buen sabor a la carne».
Luego de tomarse al menos cuatro cervezas cada uno, envían un mensajero para decirle a las mujeres que la brasa está lista. Para ese momento la mitad del carbón se ha consumido y al vaciar la última bolsa sobre la brasa, esta no sólo se apaga, sino que los inútiles se dan cuenta de que -una vez más- no compraron suficiente carbón. Al momento sale una comisión encargada de comprarlo compuesta por 2 carros y 5 hombres altamente alcoholizados (bebieron dos cervezas más mientras designaban la comisión y el plan de acción).
Mientras tanto, las parejitas han empezado a llegar a la «parrilla». El dueño de la casa ha prometido un festín pantagruélico por lo cual nadie ha tomado más de un café con leche en la mañana. Apenas entran, los muy incautos caen en la trampa social del «¿en qué puedo ayudar?». Los invitados se encuentran en pocos segundos, encargados de lavar las papas, cortar tomate, lavar la lechuga, sacar y contar las tablas de picar, poner la mesa, etc. Pero ese también es otro detallazo. Faltan mesas, faltan platos, faltan cuchillos y obviamente carbón. Pero la comisión no ha pasado por la cocina a preguntar, así que no hay posibilidad alguna de que compren lo faltante. La comisión femenina decide improvisar con platos plásticos sobrantes de la última fiesta infantil.
Eso de preparar entremeses, en un hombre, es muy mal visto; así que generalmente no habrá más nada para distraer el hambre que cinco bolsas de papitas -todas del mismo sabor- hasta que la carne esté lista.
La organización social es tácita y hay una regla que se respeta casi ortodoxamente: como en casi todo ritual los hombres y las mujeres están separados. En este caso ellas en la cocina (organizando, planificando, comunicándose) y ellos junto al fuego (en la acción, «tomando decisiones»).
Luego de tomarse otras tantas cervezas, pelar unas cuantas papas, chequear que la yuca sigue sin ablandarse y que la guasacaca se está poniendo marrón, las mujeres empiezan a molestarse y cuchillo en mano, inician la sesión de confesiones más gregaria posible. Cuanta factura tengan guardada con la familia, será sacada ante la animada concurrencia y los grititos de emoción: -¡Nooo…! Y ¿tú crees que yo me iba a calar esa? ¡Noooo mi amorrrr!
Eventualmente llega uno de los inútiles a buscar más cervezas para llenar la cava y regresa al clan medio riéndose y medio serio: -Por allá están las mujeres, chismeando, como siempre-. La mayoría de las veces este comentario será seguido de un corto silencio durante el cual los hombres arreglarán la posición de sus genitales o moverán la brasa, por aquello de reafirmar su hombría y resaltar la superioridad del género.
Ya han llegado todos los invitados y los hombres montaron la carne en la parrilla. La comisión del carbón llama por teléfono para decir que no consiguen carbón en el automercado. Mientras tanto se ponen a cocinar uno que otro chorizo o morcilla, pero los pocos que no se caen entre las rejillas, no sobreviven a la alcabala de machos que cuidan el fuego (y ahora a la víctima). Así que ahora las mujeres además de juntas y armadas, están hambrientas y violentas.
Incluso después de pasar el dedo por las fuentes de papitas, ya vacías, la espera por la carne se hace atroz. Es allí cuando toda la tribu se reúne frente al fuego a apurar la cocción con conjuros mágicos. El problema es que la brasa está consumida y la carne está a punto de sancocharse.
Justo cuando la tribu desvanece, ¡oh! milagro, llegan nuestros héroes con ocho bolsas de carbón. Mientras cuentan su hazaña, los inútiles alimentan el fuego con una cantidad de carbón equivalente a una chimenea en Helsinki. La carne empieza a rostizarse y nuevamente entra en acción la astucia de los machos en cuidar que cada detalle sea «ingenierísticamente» lógico y obviamente nada práctico; la carne está quemada.
El chamán hace los honores de cortar la carne. Las mujeres son llamadas a gritos para traer los platos de la mesa, que por definición está siempre al otro lado del jardín.
Si usted es tan idiota como yo, seguramente le tocará la puntita quemada o como prefiere llamarle el «chef»: bien cocida. Los chorizos sobrevivientes están quemados y/o empanizados en ceniza. La ensalada está picada enorme y se va llenando de sangre a medida que se mezcla con la carne en el platito de fiesta infantil. Las papas están pasadas de sal. No te gusta la morcilla. Pero eso sí, hay burda de yuca pana.
Te sientas a comer con tu platito en las piernas, en la grama o donde haya espacio. También por definición, es imposible que comas junto a tu pareja, ya sea porque no hay dos puestos libres o porque él/ella está esperando a que le cocinen el pollito que trajo para la dieta. Comes solo o comes frío. De todas comes frío, porque no hay suficientes cuchillos de sierritas y el de untar tarda algo más en entrarle a la carne.
Luego de comer te sientes peor que en Yom Kipur. Luego de esperar horas, te atragantaste cuanta comida había en el plato y hasta repetiste yuca. Además probaste todos los dulcitos que hicieron las mujeres en una suerte de competencia neurótica por ver a quién le halagan más sus dotes de futura ama de casa. Te sientes un cerdo, es lógico y por aquello de «bajar la comida» te buscas una pepsicolita, pero no hay o hay sólo de dieta. La única opción es más cerveza.
La orgía terminó y los invitados se desparraman sobre los muebles de rattan, en busca de más espacio para sus repletos estómagos. Poco a poco, la tribu arrepentida, recoge los restos del festín y jura no volver a caer en la tentación de la carne.
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