El 29 de mayo de este año se llevará a cabo en Francia el referéndum para decidir si la población acepta (votando «sí») o rechaza («no») la nueva constitución europea. Aunque la indecisión revolotea alrededor del 30% de los consultados en los sondeos nacionales, lo cierto es que el «no» a la constitución se ha instalado como opción electoral en el electorado francés con hasta un 56% de rechazo en las últimas encuestas llevadas a cabo en Abril.
Sin embargo, lo que está en juego en dicha consulta no es tan apocalíptico como quiere hacer ver la derecha defensora del «sí», ni tan mercantilista o liberal como trata de argüir la fracción de la izquierda defensora del «no».
Por un lado, los defensores del «sí» pretenden asustar a los electores pintando cuadros de desolación y catástrofe si pierden el referendo. Suponen que se desincronizaría una Europa multicolor y frágil que a duras penas firmó el acuerdo de Maastricht en 1992, dando paso al Euro como moneda única. El ala radical pretende razonar, no sin cinismo, que si bien la constitución es un «poquito» liberal, el no aprobarla en Francia haría al país galo perder su rol vanguardista dentro de la Unión, dando mayor cabida a países ultra-liberales como Inglaterra o algunos de la vieja U.R.S.S.
Este silogismo chueco parece querer decir que más vale votar por una Europa liberal para evitar que se convierta en ultra-liberal. A esto debemos agregarle los más toscos defensores del «sí», quienes explican que perder el referendo crearía una fractura en la Unión Europea equivalente a la pérdida de todo progreso de integración llevado a cabo desde 1945, lo cual conduciría a la guerra continental.
Son argumentos fatalistas que sólo pueden creerse a medias, fotocopias de artimañas políticas sacadas de otros países. Lástima que no tengan la eficacia ni el punch de democracias menos retóricas y más intuitivas, que permiten la aparición de videos de Bin Laden cinco días antes de las elecciones para afectar las tendencias del electorado.
Por el otro lado, el del «no», la aproximación, si bien no idéntica, no es menos patética. Esta campaña se concentra alrededor de la Europa «social» que se mantiene como utopía posible y la Europa «liberal» que se expone en la constitución. «Social», en éste caso (como en todos) quiere decir «algo que queremos pero que no tenemos la más remota idea de cómo llevar a cabo»; o sea, principios con los cuales todos podríamos estar de acuerdo (trabajar menos, ganar más, tener mejores servicios hospitalarios, etc.) pero que nadie propone de manera realista en el contexto globalizado actual.
Aparte de eso, los exponentes del «no» tampoco saben muy bien qué es lo que sucedería si llegan a ganar, valga decir que se enfrentan una paradoja parecida a la de sus contrarios: «Ya que deseo una Unión Europa social, propongo que nos salgamos de dicha Unión Europea».
La situación es bastante complicada. El gobierno se afana diciendo que el referendo no es un plebiscito en contra o a favor de Chirac y sus secuaces, pero la gente, cansada del desempleo que aumenta, los salarios que no aumentan y la inflación que se traga al poder adquisitivo, no pueden dejar de ver con algo de escepticismo a sus dirigentes. La reacción es comprensible, como la noviecita que pone cara de «a mí no me engañas» cuando el novio le dice, «sólo la puntica». En fin, la política no es más que la extensión del sexo por otros medios. Y Chirac no parece ser un buen seductor.
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