«El Código de Da Vinci», no está mal escrito. Al contrario, está muy bien escrito, en el mismo sentido en el que un manual de cocina puede estar bien escrito. Pero nadie diría que el maestro Scannone merece un Pulitzer o un premio Pen/Faulkner.
El otro día leí en el New York Times que unos gringos habían pagado quince mil dólares por un «tour de Da Vinci», en el cual visitan todos los lugares explicados en el libro, ven los cuadros e incluso pasan una noche en el Château Villette de Sir Teabing Leigh. Un poco descompuesto por el hecho de que alguien gaste tanto dinero en algo tan trivial, saqué mi ejemplar, releí algunos párrafos y me pregunté por qué diablos a mí se me hacia tan aburrida la historia del viejo profesor que busca descifrar un código «poderoso», que puede cambiar la historia del mundo.
Sin embargo, vayamos a los hechos y demos crédito a quien se lo merece. La idea de fondo—que no revelaré para aquellos quienes todavía no hayan leído esta joya literaria—es bastante buena y cautivadora, aparte de jugar con elementos sociales básicos como la religión y una cosmología de personajes buenos (re-buenos) y malos (re-malos) fácilmente identificables a lo largo del libro. Su autor, Dan Brown (http://www.danbrown.com), conduce la trama igual que Delia Fiallo en una novela de canal cuatro: un capítulo, los buenos tratan de salir del Louvre; capítulo siguiente, el malo trata de entrar en Saint-Sulpice. Cada capítulo, de dos o tres páginas para no cansar al lector, termina in crescendo, algo como: «el malo se acercó a la tumba donde por fin revelaría el secreto ancestral cuando de pronto escuchó un ruido y se volteó. ¡No!—gritó—. ¡Eres tú!», fin del capítulo y tú todavía pensando en quién diablos es.
Pero bueno, cada quien es libre de escoger su estilo y su forma de narrar. Mi pelea aquí no es con Dan Brown, una especie de Bill Gates de la literatura. Mi queja va dirigida hacia la reacción en masa que ha despertado el libro, una cosa donde si vas a una reunión de amigos «intelectuales» y dices que no te lo leíste todavía, la cara de ¡fo!, que te ponen es sólo comparable a que digas que no tienes agua caliente en tu casa. Dan Brown es un genio. Tan genial que utiliza el libro para al final promocionar sus otras obras, como cuando vas al cine y te pasan los cortes de las demás películas en cartelera. Es básicamente eso: el libro es tan marketing que incluso describe al protagonista diciendo que «sus alumnas lo comparaban con Harrison Ford», para que así no quede duda de quién va a tomar el rol principal en la versión cinematográfica.
Mi objeción, si así se le quiere llamar, va hacia el hecho de que se publicite de tal manera un libro carente de arte literario o de narrativa alguna. Sucede que las metáforas pueden confundir al lector, entonces la narración se reduce a lo mínimo, con descripciones parcas y sucintas que no se alejan demasiado de la trama. Del código a descifrar, pues. Y el código es lo único que queda, una retahíla de letras y números a resolver de manera más o menos complicada, para intercalar escenas de persecución y explicaciones generales sobre el arte y algunos cuadros.
Claro que, como ya dijimos, esto sólo es cuestión de estilo. No soy quien para decidir que es lo que se debería escribir o no, ni para censurar a la gente. Sin embargo, como me decía un amigo escritor (algo dramático, él) este tipo de literatura es la peor mercantilización de la escritura. Es un centro comercial novelístico, un Sawgrass Mills donde se exige comprar y se garantizan los derechos de la película de antemano. Recuerdo haber leído una entrevista de Paolo Coelho donde él decía que «antes» se dedicaba a escribir libros serios, que quería ser Dostoiesky. Luego se dio cuenta de que eso no tenía ningún sentido, que pasar años y años construyendo tramas y dominando el idioma era ridículo ya que podía escribir un libro simple y directo en tres meses, que todo el mundo leería, que sería un éxito y que le daría dinero. ¿Para qué más? Vale decir que la entrevista la daba desde su mansión con piscina.
Y bueno, en ese mismo sentido va «El Código de Da Vinci». En todo caso, no se puede decir que el libro esté mal escrito. Al contrario, está muy bien escrito, en el mismo sentido en el que un manual de cocina puede estar bien escrito. Pero nadie diría que el maestro Scannone merece un Pulitzer o un premio Pen/Faulkner. «El Código» es un bestseller, un libro hecho a partir del ruido de la caja registradora. No se puede decir que es una mala novela, simplemente porque no es para nada una novela. Es un coito interruptus, un feto amorfo, un pajazo en la playa a kilómetros de la novia. Un libro sin hojas, oraciones sin palabras. Pasas y pasas páginas y lo único que lees es «¡kaching!», el sonido de los burócratas holywoodenses contando monedas y vendiendo franelas, muñequitos y afiches.
En todo caso, todo el mundo sabe que luego del «hit» vienen las aves de rapiña—como yo—tratando de capitalizar sobre dicho «hit». Es por eso que pienso dedicar lo que queda de año a la redacción de mi nuevo libro, «Una guía hágalo usted mismo a la novela-guión de cine: cómo hacerse millonario escribiendo».
Hasta ahora, he definido tres «reglas» claves para escribir un Best-Seller «Código de Da Vinci»: Primero, debe asumirse que el lector es idiota. No demasiado idiota—por algo lee y no ve el Rugby—pero lo suficientemente idiota como para que tenga que explicarse que el Louvre queda en París o que El David está en Florencia. Segundo, debe escribirse capítulos cortos, de tres páginas, donde las reflexiones en voz alta de los protagonistas expliquen todo lo que no se explicó utilizando la primera regla. Entonces, un personaje dice, «¡Oh, Da Vinci!», y el otro responde, «¿Quién, Leonardo Da Vinci, el artista italiano responsable de construir el cilindro codificado que tengo en mi mano derecha?». Tercero, tiene que haber una historia de amor y un happy ending, aparte de un enfrentamiento final entre partes bien delimitadas, los malos son villanos detestables, los buenos son puros y castos, no erutan ni comen pollo con los dedos. Por ahí va el boceto.
Quiero entonces terminar con una pequeña acotación sobre el porqué todo el barullo alrededor del libro me saca de quicio. Recuerdo hace unos años, en un Festival de Teatro en Caracas, me senté al lado de un señor que aplaudió entusiasmado al final de la presentación.
—¿Le gusta mucho el Teatro? — Le pregunté, curioso.
—Ay, me encanta— respondió con una sonrisa y alargando la «a» del medio como hacemos nosotros los venezolanos, «me encaaanta».
—¿Y viene mucho? — Continué.
—¿Al Teatro? Uff. Todo el tiempo.
—¿Ajá? Qué bien. ¿Cuál fue la última obra que vio?— interrogué, para ver si había algo que valiese la pena.
—¿La última obra? Ah, no… Debe ser… Claro: hace como dos años, en el otro Festival de Teatro— terminó.
Y eso es lo que me alarma y me humilla: Con tanto buen libro por ahí, los panas se leen sólo «El Código de Da Vinci» y lo tildan de «genial». Será lo único que se lean en el año, pero «les encanta leer» (les encaaanta). No puedo sino decir: protesto. A fin de cuentas, mi pelea no es tanto con el bendito pasquín de Brown, si no con los lectores. Solamente una persona con muy poca cultura literaria podría afirmar que este libro aporta algo a la escritura, al arte literario. Lamentablemente son muchos los que están afirmándolo.
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