¿Capitalismo salvaje?

A veces pienso que ésta es la utopía del mundo. Que todos tenemos igualdad de oportunidades. Sin embargo, el sistema emana un olor fétido: el de las millones de víctimas, rezagados y demás que nunca pudieron surfear la ola de la economía galopante.

¿Capitalismo salvaje?

Graduado, con ganas de realizar estudios superiores y conocer el mundo, busco postgrados en Europa. Me inclino por París, capital de la cultura del mundo. Debo admitir que llegué a Francia con la idea de ver un país de mayor igualdad. Era, como suele adjetivarse, el último bastión del socialismo democrático del mundo occidental. Es un sitio donde las personas le abren la puerta a las viejitas o donde se debe dar el puesto en el metro a una señora embarazada. Una capital donde se respira cultura, donde la gente camina entre violines y pinturas de Courbet. La casa de la bonne bouffe, sitio donde es imposible conseguir un plato malo de comida o un vino pasado en un restorán. En fin, París, capital del mundo cultural y desenvuelto.

Sin embargo, la capital francesa no ha logrado escapar al azotamiento de un sistema económico en el cual no cabemos todos. No sólo existe déficit de puestos, sino que los que entran son unos pocos. El capitalismo sin freno no ha sabido escapar a esta megalópolis. En la cola para legalizar mis papeles de estudios ante la prefectura de policía, me uno a la marea humana de ilegales y marginados. Sorprende la cantidad de ex-soviéticos. Entre ellos hablan y comentan en su lengua, siempre un poco tosca para el oído no acostumbrado. Espero mi turno. Luego entro a un típico establecimiento de la burocracia, esos donde dice « de las oficinas 212 a 250 » y cuando pasas te encuentras con que van de la 300 a la 350. Tres horas y cinco funcionarios más tarde obtendré el sello que me convierte en «estudiante», con derecho a pagar impuestos, comprar teléfonos celulares, en fin, ése tipo de cosas.

Salgo y en el metro me consigo con un sujeto que se arrastra sobre las rodillas y suplica « S’il vous plaît » que le des un euro, o un centavo de euro, o un ticket de restorán, o lo que sea. Los franceses lo ven como si no existiera. En la próxima estación sube un personaje de rasgos indios que intenta tocar un acordeón y luego te pide dinero « por la música ». En Chatelet, me consigo con otro que dice que no es desempleado, que nadie se declara « en chômage » (paro) porque quiere, que le compre por favor una revista de turismo de París, porque él se dedica a eso mientras consigue trabajo. En Saint-Michel hay uno más sincero que se arrodilla en la calle con un cartel que proclama simplemente « tengo hambre », mientras parece rezar. El congreso francés reacciona con contundencia: Se aprueba una medida según la cual los vagabundos, «clochard» en francés, no serán llamados de esta manera en los periódicos y demás medios de comunicación, debido al carácter peyorativo de la palabra. En todas las plazas y parques de París, los sin techo ascienden de «Clochard» a «sans domicile fixe» (sin domicilio fijo), o «S.D.F.» como se suelen llamar actualmente. El frío sigue penetrando entre sus harapos, pero a nivel de etiquetas, qué estilo: S.D.F. No me llame «Clochard», ni Huelepega, ni Vago; yo soy un S-D-F, protegido por el Estado. Jamás se había visto tanto humanismo en el país ejemplo de la declaración de los derechos del hombre. 

Tomo unas vacaciones, esperando alejarme de tanta miseria y pesimismo. Así, en New York, la capital del mundo, un sujeto yace echado sobre la acera con un cartel que te informa que tiene Sida, que va a morir, que tengas piedad, que le ofrezcas algo. Pocas cuadras más adelante, un ruso vende camisas estampadas con la cara de Marx y Lenin. Espectacular sincretismo contemporáneo post-mcCarthista. Por quince dólares puedes caminar por Broadway con una camisa roja y los padres del comunismo sonriendo en tu torso. En Berlín, dos jóvenes se sinceran y te dicen sencillamente que son alcohólicos, que les des dinero para comprar cerveza. En Amsterdam, un joven me interpela pidiéndome un euro, pues él « no tiene que hacerlo, pero se ve obligado ». En Florencia y Venecia aparecen sujetos más audaces que quieren venderme viajes maravillosos o libros increíbles por módicos precios.

Sigo viajando, sigo vagando entre vagos: en Londres un tipo toca la guitarra y me acosa con la actitud típica inglesa porque me ve leyendo 1984, de Orwell. Me dice que los extranjeros no son bienvenidos, que no le quite «su trabajo» a pesar de que nunca fui buen guitarrista. Conozco a un venezolano en Asturias, España, quien me explica que era PTJ y que se fue del país ante el miedo de que lo mataran los malandros. Ahora, trasnochado como portero de una discoteca dominicana y luego de haber trabajado como obrero en la construcción, me dice que esta ahorrando para devolverse, así sea a hacer las veces de carne de cañón de un escuadrón suicida. Huyo hacia Barcelona, donde consigo compatriotas abogados o ingenieros atendiendo mesas o limpiando pisos por sueldos miserables, sin esperanza alguna. La cosa no está mejor para los locales o los europeos: en Praga conozco a una mesonera cuyo sueldo es de un euro la hora, trabajando de noche; y en todas las estaciones de trenes que atravieso estoy obligado a caminar en puntillas a través del colchón de cuerpos durmiendo, echados, quién sabe si muertos.   

¿De dónde salen estos excluidos? ¿Quién les da vela en el entierro de la globalización, o mejor aún, quién les quita la vela? A veces pienso que ésta es la utopía del mundo. Que todos tenemos igualdad de oportunidades. Sin embargo, el sistema emana un olor fétido: el de las millones de víctimas, rezagados y demás que nunca pudieron surfear la ola de la economía galopante. El empresario sagaz que reduce puestos de empleo y ahorra activos para la compañía no se ve afectado por ello. él sale de su carro directo al ascensor y a la secretaria con café caliente en la mano. Solamente somos nosotros los que pagamos este precio social. Cuesta vidas, cuesta almas, y sólo los que caminamos por un mundo unipolar nos damos cuenta.

¿Está mal el sistema? ¿Debería cambiarse? ¡Francamente, no lo sé! Pero que alguien me explique, por favor, economista, político o filósofo, como debo justificar y sentirme bien cada vez que un sobrante se me acerca a pedirme doscientos bolívares. Pues yo ya he tirado la toalla de la resignación. Seré obtuso, seré ignorante, pero exijo argumentos racionales. Ello, o las sociedades, no sólo la nuestra, se irán por la borda. Tal vez sea hora de repensar el mundo. ¿O tal vez no? La adicción a la droga más fuerte del planeta, la salsa Ketchup, deja poco espacio para mi grito que pregona: ¡Utopistas del mundo, uníos!


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