La historia de los sueños nos lleva a lugares remotos y a tiempos lejanos, nuestros sueños son fabricados por la gigantesca industria de la labor; todos nuestros pensamientos y nuestras acciones van quedando acumuladas en el pozo de los recuerdos y allí son transformadas en sueños. La cotidianidad y la monotonía nos hacen partidarios de cierto tipo de experiencias y por lo tanto de cierto tipo de sueños. Al contrario de lo que muchos piensan acerca de la industria de los sueños —que es todo el subconsciente en su máximo nivel.
Los hombres no estamos, ni estaremos preparados para descifrarlos o intentar entenderlos.
La desenfrenada búsqueda de lo razonable y lo lógico nos ha llevado a acumular más material personal en la industria de los sueños. Siempre nos están vendiendo imágenes que «nos gustan». Ellos se nutren de nuestras vivencias; acumulan grandes cantidades de dinero gracias a nuestra estupidez; día a día vivimos los sueños fabricados por la industria, una industria muy cimentada que se hizo llamar sociedad.
—¡El calor es insoportable! ¿ustedes se van o se quedan?
—Yo me voy con usted.
—¿Y tú? ¿te vas o te quedas?
—Tal vez me quede, tal vez me vaya luego, aún no lo sé.
Descendió del auto y caminó unos cuantos pasos al oriente; las calles estaban desoladas. Un viejo anuncio se mecía como una pequeña embarcación en altamar, su vaivén producía un sonido desesperante. Jamás había visto un pueblo tan solitario, pensaba que sólo existían en las películas de vaqueros y fantasmas.
Con cuidado sacó su revólver y apuntó al centro del anuncio; sacudió su bota contra el suelo, cerró su ojo izquierdo y disparó; el sonido que acompaño la bala rebotó contra los árboles; de una de las ramas voló un pájaro amarillo, pero antes de aletear por tercera vez otro balazo sonó. El ruido de los dos disparos sacudió el polvo del suelo, la lata y el pájaro cayeron al mismo tiempo.
Sopló la pistola y la guardó.
La tarde comenzaba a caer sobre las montañas, los últimos rayos de sol se perdían por el oriente, una luminosidad anaranjada cubría el cuerpo del pájaro muerto. Apretó los dedos contra su pecho y movió la cabeza de derecha a izquierda, se apretó la correa contra la cintura y marchó hacia el animal. El plumaje amarillo llevaba diseñada una línea roja a través del pecho, las gotas de sangre caían al suelo formando un río púrpura que le llegaba hasta la bota, levantó el ave y la lanzó al aire, una nueva pistola salió de la chaqueta y escupió una bala, el débil cuerpo del pájaro quedó fragmentado en mil pedazos; guardó el arma y encendió un cigarrillo.
Intentaba concentrarse en los pasos a seguir, ninguna idea clara le llegaba, todo era una confusa masa de pensamientos; empezó a recordar el mapa, lleno de líneas y símbolos y puntos negros; no entendía cómo pudo llegar a este lugar; todo lo había planeado con precisión. Cada jugada, cada movimiento tenía un porqué, llevaba planificándolo años y ahora por un kilómetro más o por un kilómetro menos los cuerpos se descompondrían y no recibiría su paga.
Una mueca de indignación se postró en su rostro, chupó el último pedazo de cigarrillo y lo lanzó hacia el anuncio.
—Maldito Batusay, nunca hace nada bien, ¡ya lo encontraron!
—No jefe, no hemos sabido nada de él.
—Búsquenlo, así tengan que escudriñar la vagina de sus madres, ¡cabrones!, ahora lárguense de mi vista.
La habitación de Miguelito Júnior, estaba totalmente decorada con baldosas orientales, regaladas por su padre al cumplir la mayoría de edad. Su escritorio era una réplica exacta del escritorio del emperador Napoleón, tallado en Francia y pintado en Italia; los marcos de las cuatro ventanas jónicas llevaban hojas de acanto traídas de Grecia; el tapiz sepia de las paredes fue un regalo del rey de Turquía y una hermosa fuente de agua fue comprada en Venecia a uno de sus surtidores. Más que una simple oficina, la habitación de Miguel Zapata era un monumento al arte y la estética.
Sacó su celular y marcó a la casa de su padre.
—No lo han encontrado papá.
—Si en menos de tres horas no me traes esos cuerpos, me conformaré con uno, ¡el tuyo Miguel!
—Pero pa…
En todos sus años de Señor de Calpi, nunca se le había presentado una situación tan desesperante; su vida sería cambiada por la de dos malandrines tontos, si no encontraba a Batusay en menos de tres horas. Mientras pensaba en lo que debía hacer, comenzó a recordar el día que Batusay llegó a su mini palacio.
Era una tarde lluviosa del año 1999. El día transcurría en calma, los negocios marchaban bien; hasta el momento ningún lunático había aparecido en las noticias denunciando las barbaridades de Miguelito Júnior, y su mujer no lo había llamado insultándolo por ser un mujeriego. Ella siempre lo molestaba antes de las tres para contarle la vieja historia de la llamada anónima. Su esposa, la señora María de Zapata decía que a diario recibía llamadas de distintas señoras, que le informaban de las infidelidades de su marido; nunca se supo si eran ciertas. La bolsa de valores se mantenía normal y Miguelito seguía ganando el tres por ciento de cada transacción hecha por los diferentes bancos de la ciudad, así transcurría aquella tarde, hasta que su paz fue interrumpida por un hombre pequeño, de piel morena y de cabello corto.
—¿Es usted Miguel Zapata?
—¿Quién quiere saber?
—Batusay.
—¿Quién?
—¡Batusay!
—¿Me está tomando el pelo o qué?
—Usted me está preguntando quién quiere saber y yo le contesté.
—Pero eso no es un nombre.
—Entonces ¿qué es?
—Un sobrenombre .
—En parte sí, pero así me hice bautizar después de dejar el resguardo.
—¿Cuál resguardo?
—La comunidad donde vivía.
—¿Y cómo se llamaba?
—Quíbo.
—No me diga que usted pertenecía a esa etnia.
—Sí.
—¿Y qué lo trae a mí?
—¡Quiero hacer pagar a los que nos quitaron la tierra!
—Pero eso fue una extraña epidemia.
—No, fue un hombre.
—¿Quién?
—Su padre.
El carro ronroneaba a toda máquina por la autopista, llevaba cuarenta minutos sin quitar el pie del acelerador y aún no se veían las luces de la ciudad. El olor fétido de los cuerpos se deslizaba desde el baúl trasero, necesitaba llegar pronto o el hedor lo mataría; de nuevo llegó a su mente el mapa, lo recorría punto por punto en su cerebro, no entendía cómo se le olvido la desviación. Una maldición lo acompañaba aquella noche, todo le salió a la perfección durante el día pero ahora con la luna sobre su cabeza las cosas estaban mal.
En medio del recuerdo del mapa, una voz y una respuesta aparecieron.
—Tal vez me quede, tal vez me vaya luego, aún no lo sé.
—Tú te vas cuando yo diga, y ahora nos vamos.
—Estás mal Batusay, podrás ser muy macho en Calpi, pero aquí es a otro precio.
—¿A cuál?, si puedo saber.
Antes de que pudiera contestar, le clavó tres balazos en la cabeza y todos en la misma área de la frente, giró su cuerpo rápidamente y disparó dos veces más. Un trabajo fácil el de la tarde, pero el que vendría al llegar a la ciudad no lo era.
El plan de Miguel Zapata estaba a punto de concluir; dos largos años aguantando los regaños y los malos comentarios de su padre acabarían aquella noche; por fin el sueño de ser amo y señor del país se acercaba, sólo faltaba que llegara su socio con los cuerpos y todo concluiría. Desde aquella tarde lluviosa, Batusay se convirtió en su mano derecha, en el más fiel de sus ayudantes; cualquier encargo que le pidiera, sin importar el riesgo, Batusay lo realizaba. Sabía que en la pistola de su camarada tenía más que a un protector, tenía a un indio tonto que buscaba venganza y él se la daría.
—No sé donde va a vivir esa pobre gente Miguel, no tienen nada, sólo sus creencias y su tierra, pero yo necesito construir la fábrica.
—¿Y por qué no los compras, papá?
—No es tan fácil, tierras como esas ya no hay y ellos lo saben.
—Entonces échalos.
—Tampoco se trata de eso, yo sé lo que es ser desplazado.
—¿Qué vas a hacer?
—Este será tu primer trabajo como alcalde de Calpi, concilia con ellos y encuéntrales un buen lugar para vivir y págales lo que pidan, pero ten presente que no quiero sangre, esa gente merece vivir en paz; espero que no me defraudes.
—Gracias papá, te juro que no lo haré.
—Eso espero hijo.
Sábado 23 de noviembre de 1997. Pág. 3-D
MUERTE SILENCIOSA
El pasado viernes 22 de noviembre una extraña epidemia atacó la población indígena de Quíbo, una antigua etnia descendiente de los Machue; ubicada al sur de Calpi. Dejando más de dos mil muertos. Los cuerpos han sido hallados al lado del río; al parecer esta desconocida enfermedad inicia con un agudo dolor en la garganta (según sospechas de los médicos, esta es la causa de la muerte en masa a orillas del río) que luego baja por el cuerpo destruyendo tejidos. Las autopsias no han dejado prever nada claro hasta el momento. Algunos cuerpos serán enviados a los Estados Unidos con el objetivo de identificar la mortífera bacteria. El alcalde de la ciudad, el Señor Miguel Zapata se dirigió a la población afectada con palabras de aliento y prometió ayuda humanitaria; además invitó a la población Calpita a mantener la calma.
—¿Por qué lo hiciste Miguel?
—Te juro que no tuve nada que ver.
—¡No me mientas!
—Te digo la verdad.
—Esa pobre gente no tenía por qué morir.
—Fue una epidemia, y ni tú ni yo tuvimos la culpa.
—En la tierra hay una única ley Miguel, y esa no la podemos violar
—¿Cuál padre?
—Si en tu conciencia está este genocidio… ¡la conocerás!
Entonces no la conoceré, porque no tuve nada que ver.
Diminutos destellos de luz chocaban con las partículas de polvo adheridas al parabrisas; se levantó un poco y vio el anuncio fluorescente: » BIENVENIDO A CALPI». Apretó con fuerza el volante y aprisionó el acelerador contra el suelo. A los costados se veían las casas clásicas de la ciudad, todas construidas antes del siglo XIX, una verdadera obra maestra, de la mejor arquitectura que haya podido llegar a Calpi. Giró por la avenida Blastón y miró el reloj de la basílica, marcaba las doce menos veinte, tenía menos de media hora para preparar todo. A su mente llegó el recuerdo de su padre en una de las caminatas por el valle, charlaban de las leyes universales, de los misterios de los árboles, de los cantos de las aguas y de la moraleja de la hormiga creadora.
El gran padre estaba sentado en su ancha nube, creando montañas, valles, ríos, volcanes, mares, cavernas y árboles, hasta que una molesta picazón le invadió la frente, comenzó a rascarse y de tanto hacerlo una misteriosa pepita le salió. La miró asombrado, no podía creer cómo pudo salirle tal cosa, la frotó contra su ancha mano, sintiendo su textura, luego la acercó a su boca y sopló; la pequeña pepita se convirtió en una diminuta hormiga, a la que el gran padre llamó, Batusay, que en Quíbo significa «incrustada en la frente». La puso sobre un valle y de esta nacieron los Machue, y de ellos, nosotros.
Timbró por cuarta vez y la puerta se abrió, un ancho negro apareció de entre la oscuridad del pasillo.
—Llegas tarde Batusay.
—Ahora no puedo hablar contigo pequeño Sam, ¿dónde está el jefe?
—Arriba, en su despacho.
—Gracias .
—Te ayudo con la bolsa.
—Por favor.
Subió las escaleras apresurado, el corazón le palpitaba intentando salir de su camisa. Lo que había esperado por años estaba a punto de suceder; su venganza, su anhelada y premeditada venganza. Llegó a la puerta del despacho, organizó su camisa, sacudió el polvo del pantalón y golpeó.
—¿Quién?
—Batusay.
—¡Entra!
—¿Por qué te demoraste tanto?
—Casi no encuentro la fórmula.
—¿Y está firmado por él?
—Sí, señor.
—Entonces ya sabes qué hacer.
Salió del despacho y subió a la terraza. Las estrellas alumbraban en el firmamento como nunca antes, la luna cubría la ciudad con una espesa blancura que opacaba las bombillas, el viento acariciaba su rostro, en señal de agradecimiento; allá arriba estaba el gran padre, sentado en su nube, regalándole una hermosa noche; una noche que compaginara con su nombre.
Un día después del genocidio reunió a los sabios que quedaban y les preguntó acerca de la leyenda de la hormiga creadora, ellos se la contaron de nuevo, cuando estos terminaron, dijo que quería ser Batusay, la hormiga creadora. Ellos lo discutieron por un rato y le dijeron que debía acabar con el causante del mal y volver a crear, él acepto y desde ese día toda bala que salía de su pistola se incrustaba en la frente.
—Puedes bajar Batusay.
—Gracias Sam.
Acarició su revólver y lo guardó en la chaqueta, miró el firmamento y bajó. Cada uno de los escalones los había recorría cientos de veces, pero ahora le parecían distintos, se mostraban anchos e inclinados, ya no eran los veinticuatro escalones que conducían al despacho del jefe, ahora se habían convertido en el camino de la verdad, en la última etapa de creación.
La puerta del despacho estaba medio abierta, la empujó lentamente y entró.
—¡Batusay qué haces aquí, te estaba buscando!
—Tu padre me encontró primero y me trajo aquí.
—Pero cómo, eso es imposible .
—Se dio cuenta de todo, Miguel.
—¿De qué hablas?
—Tú sabes de lo que hablo.
—Papá, no piensas creerle a este indio ignorante.
—No mientas más Miguel, él ya sabe todo.
—¡Tú cállate!
Caminó unos pasos hacia Miguel y sacó la formula. El padre de Miguel estaba de espaldas a ellos, parado frente al ancho ventanal de su despacho, tan quieto como una de las estatuas de su escritorio.
—Batusay muéstraselo.
—¿Mostrarme qué? papá
—Esto.
—¿Qué es?
—La formula, con la orden de contaminar el pescado de mi gente.
—Eso… eso… eso no es cierto; esto… esto es una calumnia, ¿cómo puedes creerle?
—Él vino antes.
—¿Cómo?
—Él no fue primero a tu oficina aquella tarde lluviosa, el vino y me comentó sus sospechas acerca de ti.
—¿Y todas esa personas que mandé a matar?, él lo hizo y no le importó.
—Él sabía el precio de su venganza.
—¿Cómo pudiste padre?
—Te fui sincero siempre, tú fuiste quien me traicionó y eso no lo voy a tolerar.
—Esta es la ley de la que me hablaste, la ley del más fuerte.
—Así es Miguel.
—¡Entonces tú eres el más fuerte!
Desenfundó el revólver y se acercó lentamente, Miguel hizo un movimiento brusco intentando huir, lo atrapó por el saco y lo lanzó al suelo.
—Por favor no lo hagas Batusay, por nuestra amistad.
—¡Incrustado en la frente es mi nombre en Quíbo!
La bala se alojó en el centro de la frente.
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