Yo comencé a escribir cuando tenía doce años. Empecé con un diario -más tarde fuente de cuentos y conatos de novela- que guardaba en un folio en un rincón oscuro de mi casa, temeroso de que alguien alguna vez los fuera a leer.Analizando esa época de mi vida, me he dado cuenta de que varias razones me llevaron a mantener mi pasatiempo en secreto. Una de ellas era el pánico a enterarme de que mi trabajo, no importa cuán bueno me pareciera, fuera a ser criticado y objeto de burla. Yo pasaba horas escribiendo y reescribiendo un solo párrafo hasta llegar al que finalmente pudiera ser considerado perfecto. Pero la inseguridad de la niñez hallaba poco espacio para dejar que otra persona leyese lo que había escrito por miedo a saberme ineficaz en lo que tanto me apasionaba.
Ya en esa época yo leía muchísimo. La biblioteca de mi casa, aunque limitada, ofrecía un abanico de posibilidades que iban desde Melville hasta Yallop. Yo leía con avidez interesándome sobre todo en las técnicas de narración utilizadas para describir cosas que eran tan fáciles de vivir, de ver, de oír, pero tan infinitamente difíciles de plasmar en papel exactamente como yo las sentía. En ese entonces, cuando no leía o escribía, me echaba de espaldas sobre la grama húmeda del patio de mi casa y soñaba con el futuro. En cada avión que cruzaba el cielo me imaginaba a mí mismo, escribiendo sobre las aventuras que acababa de sobrevivir en algún país lejano y se me hacía de noche inventando historias que más tarde garabateaba en los cuadernos de la escuela.
Pero mientras más leía, crecía mi desconfianza hacia lo que escribía, y siendo incapaz de comprender las causas de mi falta de estilo cometí el error de compararme con caballeros de semejante estatura y creer que la altura intelectual que habían alcanzado era simplemente inalcanzable. Cuando tenía 15 años, empecé a leer a García Márquez, y la sencillez de su prosa honrada y sin adornos retó a duelo a mi trabajo y perdí. Corrí a mi cuarto, leí las primeras líneas de cuanto había escrito hasta entonces y deseché hoja por hoja el trabajo de años en una bolsa de basura. Definitivamente escribir no era mi fuerte y juré no volver a escribir jamás.
A principios de los noventa, sin embargo, caí de nuevo en la tentación de la narrativa. Por años había huido de la pluma con la certeza de que su uso era una habilidad que no poseía. En ocasiones llenaba hojas de papel en una sola sentada, sólo para botarlas antes de terminar lo que quería decir. Analizando mi fracaso anterior llegué a la conclusión de que rendirme no era escape posible a la necesidad que sentía de comunicarme, decidí darme una segunda oportunidad y me dediqué a buscar las fuentes de mi frustración.
Primero en la lista encontré de nuevo a la inseguridad y la falta de madurez. Muy de cerca seguían la inexperiencia y la carencia de talento. También descubrí nuevos fantasmas que me acechaban desde mi entorno familiar y social. ¿Cuánto estaba dispuesto a sacrificar? ¿Cómo iba a afrontarlo? ¿Iba esto ser mi forma de vida? ¿Podía yo vivir de escribir? Respuestas a estas preguntas brillaron por su ausencia. Sentía vergüenza conmigo mismo de no tener los cojones para simplemente ignorar todas estas dudas y dedicarme con el corazón lleno de puro amor, al arte que me moría por practicar.
Otra de las cosas que más me aterrorizaba de dedicarme de lleno a lo que quería, era la soledad. Leer ya me había condenado al conocimiento, lo cual en un país como Venezuela es una carga antes que una ventaja. El único conocimiento útil que veía a mi alrededor, era el de saber a quién se conocía y a quién no. Y ya yo había experimentado por años la dificultad de compartir la experiencia literaria con alguien. En un país donde la pluralidad y rey el ejercicio solitario de cualquier tarea es objeto de animadversión. En 20 años no había sido capaz sino un par de veces de encontrar alguien más que escribiese o leyese con la avidez que yo lo hacía, lo cual me hacía sentir solo e inútil, porque escribir para nadie sería mismo que simplemente no escribir.
Claro está que muchos de mis juicios estaban equivocados. Como en todas partes muchos sentían amor por la literatura en Venezuela, dedicándose a ella sin el consenso que por alguna razón yo buscaba para justificar su ejercicio, y entendí que la razón por la que eran capaces de hacerlo era porque la felicidad en un oficio se encuentra sólo cuando se lo practica sin pensar en los demás. Sólo al llegar a este juicio pude liberarme de las cadenas que me ataban a la inacción y entender, por fin, que Churchill u Otero Silva no eran quienes eran por su talento o experiencia o madurez, sino porque simple y llanamente lo habían hecho. Se habían dejado llevar por lo que sentían sin pensar.
¿Se puede vivir de escribir? Llegaré a publicar mis historias alguna vez? ¿Sabrá alguien alguna vez lo que pienso y se emocionará por las cosas que he vivido o simplemente inventado? ¿Tendré el talento de escribir? Todas estas preguntas son irrelevantes y deben ser ignoradas sin excepción. ¿De verdad importa? No todos los escritores del mundo son Cervantes o Uslar Pietri o Yeats pero quién desea ser otro. Vivir la vida de otro. Perder la individualidad en busca de aceptación y estilo. De parecer alguien.
Hoy en día estoy seguro de que la razón por la que nunca tuve la oportunidad de compartir mi frustración con alguien más en las mismas circunstancias, fue pura mala suerte, y que otros miles luchaban con las mismas dudas. Escribir es un arte que se cultiva, que toma tiempo, y que es profesión de pocos. De los pocos que se atreven a abrir sus mentes y expresar sus opiniones.
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Les deseo la mejor de las suertes con este proyecto.