Reflexivos Medias Rojas

En español hay dos verbos bígamos, porque se prestan a significados totalmente distintos en virtud de su carácter infinitivo o reflexivo. Acordar, por ejemplo, significa convenir en algo, pero acordarse significa recordar, hacer memoria. De la misma forma, empeñar, significa entregar un objeto como la garantía de pago de un préstamo, pero empeñarse significa esforzarse u obstinarse en algo. Lo que pasa es que los verbos reflexivos expresan una acción que es realizada y a la vez recibida por el sujeto.

Tal vez no sea lo más elegante en términos de estilo, pero no me queda otra que terminar este primer párrafo con el verbo epítome de la reflexibilidad: masturbarse.

Porque casi todos los que ahora tenemos alrededor de treinta años andábamos en 1986 en la tarea de descubrir, con sus miserias y privilegios, el arte de la autocomplacencia. Y en la misma andaban los púberes aquí en Boston, ese año en que los Medias Rojas llegaron a la Serie Mundial contra los Mets de Nueva York. Entonces yo vivía en Cumaná, como a cien kilómetros de Puerto Píritu, el pueblo natal de Antonio Armas, quien junto a Jim Rice bateaba de cuarto o quinto por los Medias Rojas. Por supuesto que Toñito era el héroe regional, los periódicos no cesaban de comentarlo, y mi vida giraba alrededor de solo dos cosas: las barajitas de béisbol y las barajitas inspiradoras. De ambas había un mercado negro en el colegio. El mercado se nutría en un proceso de robo, sobreprecio y reventa. «¡Alfredito le quitó al papá una de una jeba que se abre toda!», equivalía inmediatamente a una de Ozzie Smith, dos limonadas y otra donde salían unos senos nada más.

Volviendo a Boston, por lo que me cuentan los panas de aquí, ellos tenían más o menos las mismas aptitudes académicas. Creo que la única diferencia es que ellos cargaban con un trauma televisivo aparte. El 28 de febrero de 1986 los maestros los pusieron a ver en vivo en las escuelas el despegue del transbordador Challenger. El viaje tenía connotaciones pedagógicas históricas porque en la nave había una maestra nacida en Boston, Christa McAuliffe, que iba a dictar unas clases desde el espacio; también había un físico, Ronald McNair, del Instituto de Tecnología de Massachusetts, que era saxofonista e iba a grabar Rendez-Vouz VI, una pieza del francés Jean Michel Jarre, la primera grabación en el espacio. Los chamos miraron atentamente cómo el transbordador se volvía pedazos mientras los familiares de los viajeros casi se rasgaban las ropas del desespero.

Luego en el mes de octubre, a Fenway Park se le llenaron todos los puestos de bostonianos que chillaban y aplaudían por esa maraca de equipo con que llegaron a la Serie Mundial. En el sexto juego, la serie regresó a Nueva York y a la mayoría de los chamos que ya albergaban al Challenger en su inconsciente colectivo, los dejaron quedarse despiertos hasta tarde. A los demás, los que se habían ido a dormir, los despertaron cuando ya los Red Sox iban a ganar; total, sólo faltaba un strike. Entonces fue que al malaventurado Bill Buckner, al primera base, se le fue la pelota entre las piernas. Los Mets anotaron, empataron, ganaron.

Octubre es probablemente el mes más chévere para estar en la ciudad. Porque el color de las hojas de los árboles cambia, y el frío se presenta y dice que están por acabarse los juegos de pelota al aire libre. Además, si los Medias Rojas han llegado a los Play Offs la gente los comenta hasta las náuseas. La gente reflexiona sobre la maldición de Babe Ruth (superstición) y sobre las estadísticas (racionalidad), dos cosas aparentemente incompatibles se mezclan con cantidades obscenas de cerveza. No quieren acordarse de 1986, sino empeñarse en que los que llevan las medias, aunque los cambien todos los años, son la ciudad y ahora sí van a ganar.

Panas, no sé si ya se dieron cuenta, pero ésta es sólo una nota de despecho porque este año los Medias Rojas jugaron burda de bien, y perdieron, en octubre, otra vez contra Nueva York. Y la gente volvió a llorar irremediablemente por las calles. Pero qué, al día siguiente ya todos andaban otra vez por ahí con las cachuchas con be mayúscula. Y en verdad, qué más queda sino regocijarse dentro del dolor, reírse de uno mismo y evocar aquel cuento de un tipo todo papeado que se apareció en el bar de la esquina de un barrio que no tenía nada que perder. El tipo se sentía prendido en candela y súmamente proclive a cometer un crimen pasional, aunque todavía no sabía contra quién.

—¡¿Dónde está el hijoputa Toñito que se acostó con mi mujer?!

La partida de borrachos que había en la esquina se le quedó mirando, sin responder, claro, para qué responderle a un fulano que se aparece de buenas a primeras en un bar donde sólo se está hablando de lo buenos que son los del equipo de béisbol de uno. Pero el tipo insistía, a gritos, mirando con cara de que ya iba a embestir.

—¡Sal para el medio desgraciado que te voy a partir en dos, Toñito!

Fue entonces que de entre la partida de borrachos se levantó un individuo. Más bien un flaco feo de bigotico, dio dos pasos al frente y encaró al ofensor con la serenidad de los que no les cuesta nada arriesgarlo todo en una lanzada. Puso la cerveza en la mesa a su derecha, levantó la misma mano hasta la altura de su cara y enseñando la palma, cerró el puño dejando solamente el dedo índice erguido. En un tono jesucrístico, y ante el asombro de todos, se escucharon sus palabras:

—Yo soy.

El que embestía le llevaba por lo menos cuarenta kilos, y con el primer gancho en el hígado lo tumbó al piso, después se le montó encima y lo empezó trompear a mansalva. Pero la reacción fue tan inesperada que la multitud no pudo menos que sentir grima ante lo que veía. El flaquito empezó a reírse a carcajadas, y mientras más le pegaba, más se reía. Después de ocho, el gorila se detuvo sintiendo estar siendo parte de un plan.

—¡¿De qué te ríes mazoquista, enfermo?!

—¡YonomellamoToñiitoYonomellamoToñiitoYonomellamoToñiito YonomellamoToñiitoYonomellamoToñiitoYonomellamoToñiito Yonomellamo Toñito!


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