En 1898 un palacio flotante zarpó desde Southhampton para cruzar el Atlántico. Era el crucero más grande y lujoso jamás construido, y sus pasajeros eran los más distinguidos miembros de la burguesía mundial. Era descrito como inundible, pero estaba destinado a nunca alcanzar su destino: el casco sería abierto por un iceberg y se hundiría dejando apenas unos cuantos sobrevivientes. El crucero existía sólo en papel, en la imaginación del novelista Morgan Robertson. El nombre que le había dado a su barco ficticio: Titán. El título del libro era: Futilidad.
Tanto la ficción como la futilidad se transformarían en aterradora realidad catorce años más tarde, cuando un crucero de verdad salió en su viaje inaugural. Este también estaba repleto de pasajeros ricos y nobles. También se encontraría con un iceberg y como en la novela de Robertson la perdida de vidas sería inmensa, gracias a que no había suficientes botes salvavidas. Este barco era el Titanic, el cual se hundió en el Atlántico el 14 de abril de 1912, el mismo mes que el Titán.
Robertson era un escritor nato, que logró cierta notoriedad con sus historias y novelitas sobre la vida del mar. La mayoría de sus obras sólo se encuentran en microfilm, aunque tras la salida de la película Titanic en 1997, su libro fue publicado de nuevo buscando ordeñar a los fanáticos de ella.
El Titanic y el Titán de Robertson eran similares en muchas cosas más que en la forma en que se hundieron en el mar. Ambos eran casi del mismo tamaño (800 y 882 pies), alcanzaban la misma velocidad máxima (24 nudos) y tenían la misma capacidad (+/- 3000 personas), el Titán llevaba 2000 pasajeros abordo y 24 salvavidas el Titanic 2200 y 20 salvavidas. Ambos era «inundibles» y los dos se hundieron en el mismo territorio del Atlántico Norte con el casco frontal y en estribor abierto como una cuchillada, llevándose consigo la bandera de la nacionalidad de ambos botes, la inglesa.
Sin proponérselo Robertson, textualmente, había hecho historia, pero tras la tragedia del Titanic, Futilidad quedó para siempre marcado con un asterisco que lo convirtió en uno de esos libros que se leen más por curiosidad que por verdadero interés en el autor.
En 1892 otro hombre había escrito una historia similar, el periodista W.T. Stead, cuya mayor parecido con el trabajo de Robertson es que nadie podía imaginarse que tales historias pudieran volverse realidad. Stead, quien gozaba de gran fama en el mundo periodístico y hasta había sido nominado a un premio Nóbel de la paz (que perdió en 1901 contra el fundador de la Cruz Roja), siempre consideró la historia como una visión que le vino de la nada. Stead creía ciegamente en el espiritualismo y practicaba lo que él llamaba la escritura automática, según la cual escribía por horas lo que el espíritu de fallecidos le dictaban o lo que inconscientemente otros escribían por él.
La historia era «How the Mail Steamer Went Down in Mid-Atlantic, by a Survivor» y en ella Stead hacía un punto en cuanto a lo que podía pasarle a un barco si era enviado a alta mar sin suficientes botes salvavidas. Stead moriría el día que se hundió el Titanic, muy seguramente analizando lo glorioso de la premonición de la que había sido testigo. Él era uno de los pasajeros.
Pero Robertson estaría bien lejos del Titanic aquella noche. Su libro, como consecuencia del accidente, fue solicitado inmediatamente por las librerías de toda Europa y segundas y terceras impresiones empezaron a volar de las estanterías. Las similitudes eran demasiado cercanas como para ser ignoradas y Robertson fue rápidamente encasillado como un visionario. Pero igual de rápidamente pasó al olvido a medida que las noticias del barco fueron desapareciendo de los diarios y la memoria del Titanic pasó a la historia.
Robertson había nacido en Nueva York en 1861 y había hecho su vida como marino mercante entre 1877 y 1886. Su experiencia en la marina había sido de gran influencia en su vida y sólo la dejó para casarse en 1894. Con sus conocimientos sobre el manejo de los puertos Robertson pensó en hacer negocios en el tráfico de joyas preciosas y para esto instaló un pequeña joyería en Cooper Union en Manhattan. Pero como lo que tenía de buen marino le faltaba de comerciante —y en 1896 una enfermedad de la vista le dejó físicamente imposibilitado para el trabajo— ese mismo año cerró la joyería y entró en dificultades económicas que durarían hasta el final de sus días.
El cierre del negocio de Robertson fue reseñado por casualidad en un periódico neoyorquino, y el periodista, movido por la situación del viejo marino le recomendó que leyera a Kipling —por aquello de su relación con el mar— y como gesto le regaló una copia de su trabajo.
Pronto Morgan empezó a leer a Kipling y en ensayos que más tarde publicaría en el Saturday Evening Post revelaría su sorpresa de encontrar errores en los nombres con que se denominan las partes de los barcos.
La primera historia que escribió se llamó «La destrucción del más débil» y en menos de dos meses una revista se la compró para publicarla. El cheque que llegó en el correo fue de 25 dólares. Robertson, convencido de que podía vivir de la escritura, produjo 200 historias cortas y 14 libros entre 1896 y 1915. Estos escritos, aunque lejos de ser obras maestras, llamaron la atención de los amantes de las aventuras y el universo marino. Joseph Conrad, autor de «Lord Jim» y «El Corazón de las tinieblas» —libro en el que está basada la película «Apocalipsis Now»— le escribió a Robertson tras leer una de sus historias en el periódico.
«Estimado caballero, usted es un marino de primera categoría, uno que podría verse hasta con un solo ojo». Chistes entre marinos, nos suponemos.
Según dicen la mejor manera de pasar de la pobreza a la miseria, es la literatura, y Robertson, que no era ningún Shakesperare, enviaba sus historias al mayor a los periódicos de la época con la intención de vivir de ellas; lo cual logró con dificultad.
En 1912 Futilidad fue reimpresa bajo el nombre de «El naufragio del Titán», en un obvio intento de capitalizar en la tragedia. La novela fue rescrita en parte para acercar las características del Titán más parecidas al Titanic, elevando metraje, velocidad y número de pasajeros. El autor de los cambios es un misterio y Robertson, de haberlos hecho él, jamás lo confesó. No hay un solo escrito donde mencione el libro por su nuevo nombre o siquiera alguna prueba de que la situación económica de Robertson mejorara por la salida del libro, que por cierto, se vendió más que bien.
En esta época Morgan Robertson escribió otra de sus historias, la cual fue tan profética como la primera. Se llamaba «»Beyond the Spectrum» (Más Allá del Espectro). En ella Robertson describía una guerra en el futuro. Una que era peleada con aviones que lanzaban bombas —llamadas en el libro «bombas soles»—. Estas eran tan poderosas que con una explosión brillante de luz enceguecedora, una sola bomba podía destruir una ciudad entera. Cuando Morgan escribió esto, los aviones apenas eran prototipos que vivían más en la tierra que en el aire y todavía no se consideraban como máquinas de guerra. Las bombas atómicas aún eran inimaginables. La guerra del libro de Robertson comenzaba en el mes de diciembre (mes en que comenzó la Segunda Guerra Mundial para los EE.UU.) con un ataque sorpresa de los japoneses a Pearl Harbour.
Las similitudes entre sus escritos y la vida real no sirvieron de advertencia a nadie en ninguno de los dos casos. Pero al menos un barco se salvó de una tragedia gracias a que uno de sus marineros había leído el libro de Robertson. El nombre del marinero era William Reeves, quien montaba guardia en la proa de un vapor en camino a Canadá desde Inglaterra en 1935.
Era abril, y su turno estaba a punto de terminar, ya cercana la medianoche. Pensando en esto recordó al Titan y al Titanic, quienes habían golpeado un iceberg alrededor de esa hora. Con los pelos de punta observó como, al igual que en esos dos casos el mar estaba hecho espejo de lo calmado.
Como buen hombre de mar el recuerdo se transformó en una señal de mal agüero en la mente del cansado marinero, mientras este montaba guardia a solas. Sus ojos cansados y rojos del sueño miraban hacia el horizonte invisible en busca de cualquier señal de peligro, pero no había nada que ver, sólo una oscuridad eterna coronada por una luna doble colgada de un cielo sin nubes. Recordar el Titan le había aterrorizado, pero por temor al ridículo, evitó hacer una alarma general. Por suerte, su miedo era tal que prefirió correr el riesgo al recordar que el accidente del Titanic ocurrió el 14 de abril de 1912. La fecha de su cumpleaños.
Reeves gritó al guía que detuviera los motores y que pusiera el vapor a toda reversa. El barco se detuvo y a medida que la cubierta se llenó de marineros soñolientos curiosos de saber lo que había sucedido, a pocos metros del casco un gigantesco iceberg transparente se detuvo amenazante en medio de la noche. Pocos minutos después el vapor estaba rodeado de otros icebergs. Tomó 9 días para que los rompehielos liberaran al vapor y este pudiera continuar su ruta. Irónicamente, el barco que casi siguió el destino del Titanic y el Titan de Robertson, era el Titanian.
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