Todas las mujeres salieron a bailar en una marcha por la paz de Irak. Con sus trajes típicos y acompañadas de panderetas iban y venían con sus caderas al calor del mediodía. Los hombres oriundos bajaron sus armas para verlas y con las babas afuera las observaron cubiertas con atuendos que no vestían desde que se entregaron por primera vez a su hombre; llenas de emoción mientras gritaban alabanzas a Alá desde debajo de sus velos. Nadie sabía quienes eran, sólo sus hijos. Las descubrían por el olor.
Una de ellas, la líder del grupo que parecía estar compuesto de todas las mujeres en Irak, pedía su libertad cada tres pasos. No la libertad de sus maridos, sino la libertad de los invasores que estaban acabando poco a poco con ellos. Los mismos que cada día, sin pena ni gloria, caían muertos de a par por cuadra, ya que en los medios de comunicación de su país se había decretado como pecado mortal nombrar a los caídos.
Sus lentejuelas alumbraban las calles, y algunos soldados y jefes españoles a punto de retirar sus tropas de esas tierras, se enamoraban desenfrenadamente de las mujeres sin rostros. Todos, contando los niños y los ancianos, salieron a la calle para verlas pasar; y todas ellas gritaban en su idioma «que se vayan ya, ya basta de muertos».
Los invasores no entendían lo que decían, mucho menos los pocos soldados del Salvador y de la República Dominicana que faltos de comida y hogar se emocionaban ante el desfile al recordar a sus patrias. Inexplicablemente, la iluminación iraquí se había apoderado de los cuerpos de las féminas mientras la danza de sus vientres producía una hipnosis colectiva donde cada quien veía lo que se le antojaba.
No sonaron bombas, ni disparos desde que empezó la marcha.
Después de haber caminado una eternidad, al anochecer del día siguiente, las mujeres llegaron donde estaban estacionados todos los tanques de la coalición. Los soldados más insensibles no dejaron de apuntar, pero igual nadie se atrevió a disparar. Nadie pudo. Nadie podría.
Cuando llegó la última mujer, comenzaron a caer como desmayadas una por una, en un simulacro por todos sus muertos. El silencio reinó en el escenario mientras los ojos de los espectadores parecían entender el mensaje.
Los que no habían seguido lo que ocurría, no entendían el porqué de tantas mujeres juntas desdoblándose entre sus tanques, cayendo una tras otra hasta que cayó la última que había llegado dos horas antes. Y en el piso se quedaron hasta que salió el sol.
Al otro día, los políticos representantes de las naciones se sentaron en una mesa cuadrada, —porque la redonda es mañosa—, hablaron y llegaron a acuerdos inimaginables. El petróleo, cuando mencionado, fue sólo una forma figurativa en el encuentro.
«Lysistrata, una comedia por el dramaturgo griego Aristofánes (c. 447 – c. 385 a.c.), cuenta la historia de un grupo de mujeres de estados oponentes quienes se unen para ponerle fin a la Guerra del Peloponesio. Después de que las mujeres se apoderan del edificio donde son guardados los fondos públicos, las mujeres se oponen a la guerra.»
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