En la última década es indudable que el cine latino-americano está a la vuelta de un boom. Y las pruebas más contundentes son dos películas mexicanas «Y tu mamá también», «Amores perros»; y la más reciente y violentamente bella «Ciudad de Dios».
«Ciudad de Dios» es el nombre de una solución habitacional en Río de Janeiro. Construida en el progresivo Brasil de mediados de siglo, entre sueños rotos y mala planificación gubernamental se convirtió lentamente en un violentó micro mundo donde el tráfico de drogas, la prostitución, la pobreza y la ley del más fuerte es el único pasado, presente y futuro de sus habitantes.
Y la película de Fernando Meirelles es una representación literal de lo que allí sucede. Y cuando digo literal lo hago en varios niveles.
Basada en la popular novela de Paulo Lins, la película se mueve entre el presente y el pasado del narrador y protagonista, Rocket (Alexandre Rodrigues) desde su niñez hasta su post-adolescencia, cuando «Ciudad de Dios» explota en una guerra sin cuartel de un año de duración entre traficantes de droga.
La historia que nos cuenta Rocket es acerca de cómo la guerra vino a ser, comenzando por la historia de tres ladroncillos, y la posterior ascensión de Li’l Dice (Douglas Silva y Leandro Firmino da Hora, dependiendo del momento de la película), un detestable niño homicida, que crece hasta convertirse en el rey del barrio.
Mientras la historia se desenvuelve, Meirelles logra envolvernos con la desesperanza que sienten sus protagonistas, utilizando varios recursos. Los dos más impresionantes la fotografía ocre que sirve de metáfora a la aridez de las vidas que presenciamos, y la segunda las tomas que se repite varias veces en la película con una cámara fija mostrando el mismo ambiente en diferentes momentos.
Meirelles sabe manejar el sensacionalismo inherente a la historia y a pesar de que la película ha sido llamada la respuesta brasileña a «Amores Perros», «Ciudad de Dios» es mucho más magra y creíble, presentando sub-historias con la facilidad del que ha vivido allí, lo cual no esde extrañarse si tomamos en cuenta que el elenco en su mayoría está formado por niños y adultos provenientes de las peores y más violentas favelas brasileñas. Según Meirelles los crudos detalles de la vida en los bloques fueron producto de la participación de ellos.
Además, el manejo del tiempo de «Ciudad de Dios» es mucho más efectivo y juega con nuestros sentimientos y opiniones de una manera que al salir de la proyección no sabemos cómo contestar a las interrogantes que se nos presentan.
Meirelles nos obliga a juzgar y más tarde nos hace arrepentirnos de ello. En la película, por ejemplo, presenta un crimen inexplicable y completamente censurable que es explicado más tarde en retrospectiva mostrando el motivo del mismo.
Pero explicar los motivos al final no los hace menos condenables —o en el mejor de los casos— excusables. «Ciudad de Dios» es una película hiper-violenta donde las consecuencias se presentan más que las explicaciones, y escenas como en la que niños de no más de 10 años torturan a otro disparándole a los pies nos confunden y aterran a la vez por las posibles soluciones que nos vienen a la cabeza.
Al ver «Ciudad de Dios» uno recuerda la publicidad de la película de Martin Scorsese «Gangs of New York». «América nació en las calles». Pero a diferencia de Scorsese, Meirelles, que sin ninguna duda ha sido influenciado por el estadounidense, no cae en la trampa del sensacionalismo.
«Ciudad de Dios» es una película amarillista. Sus historias son las que leemos todos los días en las páginas rojas de Latinoamérica; crudas y a veces hasta increíbles, que no necesitan nada más para ser chocantes. Conocerlas, viendo «Ciudad de Dios», provoca una reflexión sobre lo que viven en muchos casos nuestros vecinos. Y a diferencia del Scorsese que vimos en «Gangs», no pretende profundidades que no vienen al caso y que en realidad lo que hacen es oscurecer el trasfondo real de la historia. Si Scorsese hubiese hecho «Gangs of New York» en los años setenta, esa película hubiera sido «Ciudad de Dios».
Meirelles ha hecho una película que como las del Scorsese de antaño; apelan a toda la humanidad. Lo que se vive aquí es global. En «Ciudad de Dios» casi todos sus habitantes son negros. Pero lo que sucede allí muy bien puede estar pasando en el Bronx, en Caricuao o en Rosario. Vecindarios de América donde se puede observar claramente que aunque las civilizaciones puedan avanzar, esto no implica que sean menos bárbaras.
Meirelles con esta película ha hecho una obra maestra del cine latinoamericano, que deja por el suelo a la mayoría de las películas —sobre el mismo tema— de los últimos veinte años, incluyendo «Gangs of New York», dejando claro que el exhibicionismo y la violencia audiovisual no tienen ningún sentido sin una intención y trasfondo que las justifique.
Pero a pesar de toda su extraordinaria puesta en escena (estéticamente «City of God» es incriticable), Mirailles cae en algunos errores quizás producto de su inmadurez como cineasta. Pretender contar la historia del crimen en Brasil como producto de la pobreza a través de la vida de un joven negro, es tan idealista y torpe como la creencia de Scorsese de que podía contar la historia de Nueva York limitándose a las ambiciones de la raza blanca. Además, los sentimientos encontrados de Rocket —una vez feliz miembro de la clase media— recordando sus días en el barrio como emocionantes (y quizás hasta extrañándolos como algo más que la pesadilla infernal que en realidad fue), traicionan el trasfondo crítico de la historia. Pero quizás es que aun después de ver la película nos negamos a creer la realidades de estos sub-mundos al borde de lo que llamamos civilización.
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