El país de cartón piedra

Las enciclopedias definen la frase en inglés «like a Potemkin village» (como un pueblo de Potemkin) como la forma pretenciosa de mostrar el lado bueno de algo con la intención de enmascarar o desviar la atención de un hecho o condición embarazosa. El Potemkin de la frase se refiere a Gregorio Potemkin, príncipe del Sacro Imperio Romano, quien para impresionar a su amante y protectora llevó a cabo uno de los engaños más grandes de la historia.

Ni en Hollywood ha habido un productor con tanto talento como él. Sin embargo, jamás hizo una película; creó un país. Construyó poblaciones enteras con poco más que cartón y pintura, y las pobló con campesinos alegres y bailarines que eran llevados de pueblo en pueblo siempre un paso adelante de cualquier posible público. En especial, de su amante la Zarina Catalina II.

Potemkim nació en Chizheva, Rusia, en 1739. Educado en la Universidad de Moscú, finalmente se alistó en la caballería rusa en 1755. Allí destacó por su lealtad a la Familia Real durante el golpe de estado de 1762 y llamó la atención de Catalina II, de quien fue amante toda su vida. De allí en adelante la historia de Potemkin estuvo íntimamente ligada a la de Catalina, y según algunos historiadores, hasta llegaron a casarse en secreto.

Aprovechando su posición Potemkim planeó invasiones y batallas que, gracias a sus dotes como estadista y militar, fueron llevadas a cabo con éxito. Con tanto que en 1771 Gregory fue nombrado miembro clave del Consejo de Estado por la Zarina. Esto ocasionó que las potencias extranjeras lo llegaran a llamar el hombre más poderoso de toda Rusia.

Pero no fue hasta 1776 cuando su destino comenzó a cuajar su infame paso a la historia. Ese año Potemkin planeó la invasión y conquista de Crimea, que finalmente caería en manos rusas. Específicamente las de Potemkim mismo ya que recibiría su gobernatura de manos de Catalina como agradecimiento por sus servicios.

Potemkin era un hombre celoso y excéntrico que gustaba tanto de la vida palaciega como de la compañía de las tropas rusas. Por esto la idea de alejarse de Catalina no le agradó desde el principio. Catalina había tenido una larga lista de amantes antes de él, y esa lista siguió extendiéndose apenas partió Potemkim. Esto causó largas discusiones que terminaron sólo cuando Catalina ejerció su poder sobre él y lo destituyó de su recién designado puesto. Pero no sin que antes él pusiera sus condiciones.

Para poder mantener su elevado estatus en la Corte, Potemkim convenció a Catalina de que el sería el censor de sus amantes con pleno derecho a elegirlos a dedo. Catalina accedió y Potemkim partió a Crimea en 1784. Su parte del trato era transformar la vasta y estéril Crimea en un estado desarrollado.

Potemkim se dedicó desde el principio a la encomienda de Catalina y durante los siguientes tres años viajó al norte cada vez que pudo para visitarla e informarle del éxito de sus gestiones. Las historias eran increíbles y sin más ni más, Catalina decidió que tenía que verlo para creerlo. Allí empezó la puesta en escena de Potemkim porque la mayoría de las historias que le traía de Crimea eran mentira.

El era un excelente estadista y gobernador pero su ambición interfería con sus labores administrativas. Esto le llevó a construir de manera más rápida y extensa que lo que permitían los fondos disponibles, dejando un país construido a medias y sin más desarrollo que el que él había recibido al llegar.

Pero en vez de confesar sus errores de estrategia decidió irse por el camino más fácil que encontró. En 1787 Catalina La Grande se embarcó en el fastuoso «Tour de Crimea». El motivo del viaje era ver la obra de Potemkin y estudiar como aplicar esta experiencia en otras zonas de Rusia que continuaban siendo tierras salvajes.

Bajo riesgo de quedar como un impostor —ni hablar de posible un exilio o fusilamiento— Potemkim no consiguió que las secas tierras de Crimea florecieran de la noche a la mañana, pero hizo que pareciera como si así lo hubieran hecho. Apenas Catalina expresó su deseo de ir a apreciar su obra, Potemkim empezó a hacer los arreglos para que todo saliera, como decimos hoy en día, de película.

La carroza de Catalina era un trineo gigante tirado por caballos con una casa pequeña encima, donde ella pasaba el tiempo con algunos de los 40.000 miembros de su cortejo. A lo largo de la ruta había estaciones de relevo donde esperaban 500 caballos frescos para no detener el viaje y en cada una de ellas Catalina lloraba de emoción al ver los logros de su amado. Todo era una ilusión. De las casas sólo se habían pintado las paredes que daban hacia el camino por donde pasaría la Zarina. Los viejos y enfermos habían sido encerrados lejos de los pueblos. Árboles y arbustos de papel tapaban cualquier defecto de la arquitectura local. Se prohibió a todos los residentes mendigar a la Zarina y maestros de actuación les enseñaron a expresar felicidad con sonrisas. Todo el mundo debía estar feliz.

Varios años ante, Catalina había pasado por el mismo pueblo. Aún recordaba a los viejos tuberculosos y los niños macilentos que recorrían las calles de ese lugar miserable. El cambio era tan radical que se acercó al Embajador de Francia, quien era invitado especial del tour, y le dijo con una sonrisa ¿No están mis pueblitos perfectamente decorados?. El francés no creía lo que veía. El había estado allí también y esto era increíble. Y lo mejor estaba aún por venir.

El verdadero viaje a través de la tierra de fantasía de Potemkim empezó cuando la caravana real llegó a las orillas del río Dniper. Allí siete palacios flotantes y más de ochenta barcos de escolta esperaban para ser cargados con los visitantes para un viaje por las riberas del río.

Mientras Catalina descansaba con su cortejo —debajo de sombrillas de seda y comiendo en platos de oro— un cuento de hadas desfilaba por las ventanas del barco. Villas con inmensos arcos de triunfo rodeadas de miles de cabezas de ganado pastando en los verdes valles que en las tardes bullían de campesinos cantando y bailando camino a casa.

Catalina nunca hubiera creído la forma en que todas estas maravillas se desvanecían apenas ella las perdía de vista. Los arcos de triunfo, hechos de madera y con un solo frente eran sostenidos por hombres para evitar que el viento los tumbara. Las puertas, ventanas y techos de las casas estaban pintados. Y lo peor de todo: en las pequeñas villas no vivía nadie. Toda la gente era traída de pueblos cercanos. Igual ocurría con el ganado, que ayunaba por varios días para que luego pastaran con energía frente a Catalina.

Para dar su espectáculo Potemkim no escatimó en gastos porque sabía que Catalina querría bajar y conocer más de cerca su obra. En los tres lugares donde la flota real debía detenerse, construyó palacios donde el lujo era comparable a los de San Petersburgo.

En la última parada Catalina dejó el barco y siguió el viaje en carroza. No habiendo nada a kilómetros a la redonda, las tropas del Príncipe habían arrastrado a cuanto ser humano consiguieron para darle algo de vida a ese camino desierto.

En Ekaterinoslav Catalina puso la primera piedra de una catedral que según los planos hacía ver a San Pedro en Roma como una capillita. La ciudad había sido fundada el año anterior por Potemkim y la catedral, definitivamente ni parecida a lo que estaba en los planos, no fue construida hasta 1835.

No contento aún, la visita de Catalina culminó con la puesta en escena de la victoria de una de las batallas de Pedro El Grande en esas mismas tierras. Catalina no cabía de la alegría cuando volvió a la capital y no dejó de alabar el trabajo de su voluntarioso amante. Crimea había sido transformada en el orgullo de toda Rusia.

Catalina moriría sin saber que todo había sido inventado y Potemkim, por supuesto, nunca perdió el favor de la Zarina. Su obra en Crimea fue premiada con más fondos públicos que luego se convertirían en obras reales. Una de ellas en la población de Kherson, donde Potemkim construyó una impresionante catedral que años después se convertiría en su último reposo. Murió por comerse un ganso completo en medio de un ataque de fiebre. Sus restos aún permanecen sepultados en las catacumbas excavadas debajo de la catedral.


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