El mito del salvaje sabrosón

—»¿Qué pasó, pana? ¿Y las francesas y tal? Seguro son todas unas diablas, segurito»., me pregunta y se auto-responde un amigo cuando vuelvo a Venezuela a contar mis experiencias. Personalmente, me siento como el explorador europeo que regresa de viaje, baja del barco y se encuentra a la muchedumbre ansiosa, muda, de ojos abiertos y casi llorosos, un mar de orejas que espera escuchar las grandes maravillas que hay allá, en las tierras descubiertas.

Para los venezolanos (y aquí me permito subrayar «venezolanos», ya que para las venezolanas el problema debe de ser otro), países como Francia, Italia e incluso Estados Unidos se presentan como una auténtica liberación sexual: sociedades que se han desembarazado —literalmente— de los preconceptos y tabúes relacionados al acto amoroso.

Es por reputación y nada más, que las leyendas de Casanova, Sade y más recientemente Garganta profunda, Rocco Siffredi y Jenna Jameson provienen del viejo continente y del valle de San Fernando, en el peor de los casos.

Para un joven venezolano en Europa, las europeas representan el deshacerse de la horrible conversación vacía en un bar Tex-Mex de Las Mercedes, las salidas al cine y la botella sobrepreciada en la discoteca para probablemente y en el mejor de los casos lograr arrancar, casi con forceps, el acuerdo de la pareja a practicar posiciones sexuales tradicionales (nada de excesos ni prácticas sospechosas).

«Las Francesas», así, con mayúscula, son para el venezolano el alivio de no tener que enfrentar el día siguiente, el «mira, Papi, todavía no me has aclarado qué somos,¿novios?, ¿enamorados?», y tú proponiendo mejor una parada en la arepera, solamente para evitar dar respuestas.

Francia es el atajo a la llamadera por teléfono, la conocedera y presentadera de padres, tíos y abuelas con planchas, la celebración de «meses» comiendo helados en la 4-D y el escape a la reunión familiar del 24 de Diciembre, donde la tía Gertrudis atina a preguntar, siempre en el peor momento, si te piensas casar con la itinerante de turno y por qué has tenido tantas compañeras, cuando tu hermano se casó con la segunda. Ustedes saben a qué me refiero.

Sin embargo, igual que cualquier emigrante o turista aficionado que alguna vez haya osado ir más allá de la isla de Margarita, el venezolano se da cuenta rápidamente de que hay un pequeño desfase entre la idea y la acción o dicho de otra manera, que las cosas no se pasan tal como él esperaba. Pero bueno, vayamos al análisis, o lo que hemos llamado «El Mito del Salvaje Sabrosón» contra «La Realidad del Inmigrante Pelabola».

§ El mito del salvaje sabrosón

Apenas baja nuestro compatriota las escaleras del avión en el aeropuerto Charles de Gaulle cuando en su cabeza se lleva a cabo la película siguiente: El personaje, quien cuenta con un historial un poco turbio pero bastante exitoso en lo que al sexo femenino se refiere, se apresta a salir un viernes por la noche en París. Se pone su franela de cervecerías Polar (es que los latinos están de moda), y agarra su gorrita del Magallanes o La Guaira, aparte de unos zapatos cómodos, ya que después de todo con lo que va a bailar y gozar esta noche más vale que tenga bastante suela.

En la toma siguiente de su fantasía sexual parisina, se abren las puertas de un café típico, lo cual permite ver a cuatro o cinco francesas solas, todas bellas, todas despampanantes. Él entra. Una de las mamis, cuyo parecido a Laeticia Casta es remarcable, se voltea y coincide con la mirada de nuestro venezolano, quien sonríe mostrando los dientes amarillos que tiene debajo del bigotico de cuatro días. Ella está fascinada. Ella exclama, llamando la atención de las demás francesas, «¡Miren! ¡Un latino!».

Próximo ponche de cámara: nuestro personaje está sentado en una mesa del café junto a las tres francesas, una de las cuales está sentada en sus piernas. Delante de él, una botella de vino de Burdeos está descorchada y es servida a intervalos regulares por un simpático serveur francés, quién exclama en voz baja: «¡Qué mala suerte tengo! ¡Ojalá fuera latino! Ellos siempre controlan a todas las mujeres», y luego sale de cuadro mientras nuestro venezolano vuelve a sonreír.

Luego hay dos secuencias que están montadas en paralelo como en «El Acorazado de Potemkin»: En una, nuestro salvaje sabrosón se está meneando en el medio de la pista con la Laeticia Casta agarrada por la cintura, la cual recibe un bamboleo pélvico increíble mientras se lame los labios; en la otra, nuestro venezolano está sentado en la mesa echando cuentos, los cuales hacen reír a todo las chicas, «eres taaaan divertido» —dice de manera coqueta una mientras le acaricia el pelo. Esta secuencia se extiende dependiendo del grado de egocentrismo del protagonista, y en la escena siguiente, la suite, como quien dice, depende de cada venezolano aunque siempre implica una historia de pieles.

Ahora vayamos a la hipótesis alternativa.

§ La realidad del inmigrante pelabola

Nuestro venezolano se dispone a salir un viernes en la noche por París, dispuesto a saborear un poco de la movida europea y entrompar a una mami francesa con su labia infalible. Así que por allí va, sonriendo solo en el metro, dirección Bastilla u Odeón.

Cuando se baja del metro y empieza a caminar se le suben los ánimos más aún, mientras ve las mamis francesas sentaditas solas en bares y cafés, prácticamente esperando que nuestro protagonista llegue. Sin embargo, quince minutos más tarde ya se ha dado cuenta de que aunque no es experto en matemáticas, su presupuesto nocturno, salido de la beca Fundayacucho o de algún préstamo, le alcanza para más o menos cerveza y media, o sea, ni siquiera dos polarcitas. Esto lo desalienta un poco. «¿Qué hacer —dilema existencial— ante esta situación? ¿Por qué me pones a elegir entre las mamis y la cerveza? ¿Me estás tentando, oh, mi Dios?», y por allí va la cosa.

De todos modos, experto en crisis económicas como suele ser cualquier venezolano post-viernes negro, sus reflexiones lo llevan a ver que el sitio más barato para tomar cervezas son los restoranes chinos, aunque allí no hay mamis. Sin embargo, no todo está perdido: un par de frías marca Tsingtao («ja, ja! Cerveza marca singao» —se ríe solo), en el traiteur Chino para darle ánimos antes de abrir los frentes de ataque. Luego de un breve estudio geográfico de la zona, se percata de que hay un cafecito más barato, un poco más allá, donde por sólo dos euros y medio (valga decir cinco mil bolívares), puede conseguir una raquítica cerveza francesa marca Stella, servida a temperatura ambiente.

Esto le devuelve la confianza. Respira, saca el pecho y empuja la puerta. Mira a izquierda y derecha de la barra, buscando a la supuesta mami. En el mostrador hay un señor cuarentón que le lanza amablemente la cerveza y lo increpa a pagar maintenant, porque no confía en nuestro amigo. Esto lo desconcierta un poco. Toma un buche de cerveza, la apoya en la barra y se voltea con un movimiento de galán osado, posando un codo sobre el mostrador y escaneando, buscando francesitas. A su lado, un borracho le comienza a hablar, explicándole que es desempleado y que el país ya no sirve de nada, que no es la Francia de antes, que hay demasiados indigentes.

Nuestro venezolano trata de evitar la conversación y finalmente se da cuenta de que hay dos francesas sentadas a la mesa de la esquina. Bingo. Toma otro trago. Decide acercarse. Cinco minutos más tarde, regresa a la barra con la cara enrojecida, luego de haber sido acusado de machista, misógino, chauvinista y una pila de adjetivos más que ni siquiera entiende. Decepción. Bebe otro trago.

La noche es joven. Sin embargo, el bar no se mueve mucho, y nuestro venezolano termina a la una de la mañana hablando con una señora francesa vieja y demacrada, quien le explica, entre bocanada y bocanada de su cigarrillo, por qué se está separando de su marido y lo que va a ser el futuro de sus hijos. Nuestro personaje está un poco desconcertado, y voltea frenéticamente a los lados a ver si aparece una mami que lo salve de esta pesadilla, que para más colmo le está costando un ojo de la cara. Finalmente, a las dos de la mañana lo echan del bar porque «van a cerrar», y se consigue parado en la acera, sin dinero y con la versión francesa de Malula a su lado, quien le propone continuar la conversación chez moi, y le ofrece un té con miel.

A todas estas, él se está preguntando qué diablos pasó y cómo pudo conseguirse en tamaña situación. Algunos días después retoma un poco lo vivido en esa soirée: a nadie le importó un pepino el que él fuera venezolano, a pesar de que hizo muchísimos esfuerzos por recalcarlo; nadie conoce a Chávez ni sabe lo que es la revolución bolivariana, y lo que es peor, no les interesa; los franceses creen que él no sabe bailar salsa porque no hace las mil y una vueltas que estilan los cubanos; su bigotico, tan atractivo en Venezuela, no le da nada de sex appeal aquí; los franceses no son nada cultos ni intelectuales como él creía, ya que se pasó la noche escuchando una disertación en torno a las diferencias de La isla de la Tentación y Operación Seducción. Todo esto, entre otras cosas.

Fin del análisis, lo cual nos lleva a un problema colateral: el explicar todo esto a los venezolanos en Caracas, cuando el protagonista vuelve al país en Diciembre o se los consigue en internet.

Porque en Venezuela hay otro mito, el del «maricón enclosetado». Según esta teoría, Europa es el continente de la liberación sexual, y muchas de las personas que viven algunos meses en estas tierras se descubren adeptos a la homosexualidad. Por ello, si el curioso te pregunta «si las francesas son todas unas locas», a veces te la ves complicada para decir que no, o sea, no más que en otro lugar del mundo, ya que después el interrogatorio puede transformarse en una especie de confesión, donde el sujeto te pregunta ochocientas mil veces si te «metistes (sic) a marico», lo cual explicaría tu renuencia a discutir el desenvolvimiento sexual de las francesas.

Lo más saludable, lo más lógico y lo más fácil es simplemente responder que sí, que son todas unas ninfómanas locas. De esa manera, quedas exento de mayores explicaciones, te conviertes en el alma de la fiesta y por supuesto, perpetuas el mito del Salvaje Sabrosón.


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