Cuando era adolescente, debo haber pasado más de la mitad de mi tiempo libre pegado a la vidriera de una discotienda. A finales de 1983 recuerdo haber hecho la cola en el Centro Comercial Costa Verde de Maracaibo para ver el último disco de The Police. Estaba de tercero. Agarré uno, aprecié la carátula, leí el playlist y lo tuve en mis manos hasta que el cajero me gritó que si lo iba a comprar o qué. O qué le respondí y lo puse en donde lo había encontrado.
Inmediatamente alguien más se lo peleó con otro. No podía comprarlo. No tenía cómo.
Durante los años 80 tenía una lista de los discos que me quería comprar en el futuro. Esta llenaba un cuaderno de caligrafía doble línea. En esta lista estaban desde Ismael Rivera hasta Pink Floyd y siempre dejaba espacio debajo del artista para incluir nuevos lanzamientos. En tardes ociosas —que eran muchas— me acostaba boca arriba en mi cama a ver los discos que algún día tendría mientras escuchaba sus canciones dentro de mi cabeza. Ese era mi concepto de leer música.
Eventualmente el cuaderno se perdió en una mudanza. Y no me hizo mucha falta ya jamás tuve el poder adquisitivo para comprarme más de 1 o 2 discos al año. En 1984 mi tío Cesar me regaló cien bolivares. Una pequeña fortuna en ese tiempo. Mi mamá se gastaría ese año trecientos bolivares en la lista de útiles del colegio. Podía haberme comprado muchísimas otras cosas pero sin pensarlo dos veces salí disparado a un Disco Center y me compré dos discos a 50 morlacos cada uno. «Buscando América» de Rubén Blades y una recopilación de Rodven llamada «Turbo Hits». No me compraría otro disco en años.
Con los compactos no tuve mejor suerte. Cuando llegaron estaba en la universidad y apenas me daba para cerveza y cigarros. La extensa colección de música que había soñado por tanto tiempo parecía estar destinada a ser sólo eso. Un hermoso e inalcanzable sueño.
Entonces llego Napster.
Tardé un poco en entender de qué se trataba todo el asunto. Leí en alguna parte que en los college de los Estados Unidos estaba creciendo una red cuyo fin era compartir música en Internet. No puede durar, me dije. Yo no sabía mucho de Internet en ese entonces y no veía cómo podía conectarme y buscar música como todo el mundo en los Estados Unidos lo estaba haciendo.
Pero en el año 2000, con una conexión a Internet de banda ancha en la oficina, me recordé del asunto y le di una probada. Bajé Napster del website e instalé el programa en la computadora del trabajo. Era viernes por la noche.
Primero busqué algo que fuera bien difícil. Ya tenía viviendo tres años en los Estados Unidos y me moría por escuchar rock en español. Tipié «Siniestro Total». El programa me dijo que esperara. Pasaron tres, cuatro segundos. Ya iba a escribir otra cosa cuando empezaron a aparecer canciones. Cuando acabó la búsqueda, el gatito simpático me informó que había encontrado 1650 documentos que incluían las palabras que había tipiado. Toda la discografía de «Siniestro Total» estaba allí. Sudé frío. Si hubiera querido comprarla no hubiera sido posible. Los discos estaban fuera de circulación desde hacía años. Navegué hasta siniestro.com, revisé el la lista de canciones de cada disco y fui bajando una a una todas las canciones. Me tomó 35 minutos. Inmediatamente traté otro grupo. La Polla Records. 990 hits.
A las once de la noche apagaron las luces del edificio. Esta iba a ser una noche bien larga.
A las 9 de la mañana salí del edificio con los ojos como dos mamones pero más contento de lo que había estado en mucho tiempo. Ese sería el preludio de largas y eternas noches frente a la computadora.
El lunes siguiente le comenté a un compañero de trabajo mientras le mostraba un cuaderno que había comprado en una tienda de 99 centavos en donde había copiado de memoria aquel cuaderno Caribe que había perdido hacía tanto tiempo. Me dijo que estaba enfermo, pero que él lo hacía todo el tiempo. Consíguete una conexión de banda ancha en tu casa y estás hecho, me dijo. Así lo hice.
Durante una semana esperé el correo como una herencia hasta que al fin llegó el equipo desde la compañía de Internet. Conecté todo en una hora y volví a mi amado Napster. Bajé música en orden cronológico empezando por los años cincuenta. Algún hijo de puta había puesto un set box de Elvis que había salido hacía apenas un mes. Seguí. Jerry Lee Lewis, Buddy Holly, Bill Halley, Ray Charles. La lista era interminable. Una semana más tarde iba en 1958 y ya no tenía capacidad de disco duro. No pude bajar nada durante dos días y el síndrome de abstinencia empezó a golpearme fuerte. No podía aguantarlo. Decidí dar el siguiente paso. Me compré un quemador de discos compactos. De vuelta a casa con el aparato quería salirme del tren y tomar un taxi a casa. El sudor frío me hizo reaccionar. Tenía que reconocerlo aunque sabía que no iba a hacer nada para detenerlo. Era un adicto.
El cuaderno se acabó y ya había bajado todo lo que deseaba. Pero quería más. Empecé a rebuscar mis artistas favoritos por grabaciones inéditas y remixes. «Van Halen en Caracas» fue una de mis primeras adquisiciones. Era muy fácil. Trate algo más difícil. «Hombres G en Maracaibo», 10 canciones aparecieron. Empecé a buscar las grabaciones más imposibles. «Los Pericos en Playa el Agua», «Soda Stereo en Mata de Coco», «Sentimiento Muerto en Barquisimeto». Alguien siempre parecía tener lo que yo buscaba.
Un día que no sabía que bajar tipié «Popi – Caracas». Un usuario llamado veneco1998 tenía un archivo. «El telefonito en el Poliedro». Casi me da una vaina.
El año pasado, la industria del disco declaró algo de lo cual soy parcialmente responsable. Vendieron 100 millones discos menos que el año anterior. Me reí para mis adentros y fui a la Virgin Megastore de la calle 42 a ver qué nuevos discos estaban en el mercado. Escuché las canciones en los audífonos que tienen en la entrada y cuadernito en mano, tomé nota de lo que me gustaba. La vida no podía ser más dulce. Me sonreía de acordarme de aquel maracucho del Costa Verde. O que.
Hoy en día tengo una colección que va desde los años veinte hasta ayer, con un espectro que incluye desde grupos de trip-hop italianos hasta «La cotorra» de Perucho Conde en más de 20000 archivos de mp3. Y aún no estoy listo, me falta más.
Ya no salgo mucho. Me la paso clavado frente a la computadora con los ojos pegados a la pantalla. Napster ya hace mucho que murió ahogada a punta de demandas. Pero después Audiogalaxy tomó su lugar y cuando esta también pasó a mejor vida me uní a Kazaa. Mi vida se ha transformado en una eterna búsqueda de música en todos sus tipos y estilos. Y mientras escribo este artículo oyendo esa extraña grabación en vivo de Siniestro Total en Madrid en 1983, nunca incluída en álbum alguno siento unas ganas morbosas de reírme a carcajadas. Sólo me las aguanto para no terminar de hacerle creer a mi novia que he perdido la chaveta.
Aún me hacen falta las carátulas de los álbumes originales, pero he encontrado la forma de manipular mis archivos de manera que muestren una versión digital que bajo de Amazon.com. Si quiero también me enseñan las letras y hasta los créditos.
Algunos pueden argumentar que esto no es ético. Que es un robo y que si quiero música debería comprarla. Tienen razón, pero no me importa. Saber que cada vez que deseo oír una canción simplemente camino a la computadora y la toco en alta fidelidad es recompensa suficiente para apagar cualquier sentimiento de culpa. De todas maneras yo no iba a comprar toda la música que ahora tengo, así que las disqueras no han perdido un solo centavo conmigo. Me tendrán como cliente cuando bajen los precios de los discos e incluyan con ellos valores agregados como camisetas o DVD de los conciertos de los artistas. Estos últimos, aunque disponibles, no pueden bajarse por un cable. Al menos no tan fácilmente… aún.
Además, mi novia aún no ha visto a Sting. El tipo nunca da conciertos porque sabe muy bien que vendiendo discos gana lo suficiente como para no mover el culo de su estudio de grabación. Con la baja en las ventas quizás decida dar una gira y ganarse la vida como el resto de nosotros. El día que lo vea tocando en alguna parte con mi novia me sentiré satisfecho de mi obra. Mientras tanto, que se joda.
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