«Internet es una nueva experiencia para el ser humano. Al principio nos va a gustar mucho pero causará un cambio fundamental en la condición humana. Un día nos levantaremos y daremos cuenta que somos esclavos de ella: Nos habrá capturado a todos».
Josh Harris, 1998
«Hace muchos años los leones y los tigres eran los reyes de la selva hasta que un buen día acabaron en un zoológico. Sospecho que los humanos llevamos el mismo camino».
Josh Harris, 2006
En 1990, Josh Harris era considerado el nuevo Bill Gates de Internet. Un tipo excéntrico de 26 años con cara de empollón que solía ser entrevistado por publicaciones del tipo Wired y The New York Times. Visionario, genio de las computadoras, egocéntrico, exhibicionista y adelantado a su tiempo, este norteamericano previó el enorme potencial de Internet y creó una de las empresas de comunicación más exitosas de los años 1990: PSEUDO.com. Harris fue el inventor de la televisión interactiva y las salas de chat y sería también uno de los «dot com kids» (chicos del punto com) que se harían ricos antes de cumplir los 30 años.
Un buen día, harto de trabajar, decidió vender su exitosa empresa a una multinacional. Con 90 millones de dólares en el banco en 1999 Harris decidió tomarse un año sabático y se embarcó en uno de los proyectos artísticos y antropológicos que considero más importantes del siglo XX: «Quiet: We Live in Public» (Silencio: vivimos en público). Un experimento sociológico (financiado por su propio bolsillo) que exploraría los efectos de la vida en línea, las comunidades virtuales y la pérdida de nuestra privacidad como individuos en un futuro no muy lejano. Para este experimento alquiló un loft industrial en el centro de Manhattan, reunió a 100 personas de distintas edades, razas y sexos, los encerró a todos juntos por 30 días y los despojó de cualquier privacidad.
El experimento consistió de lo siguiente: un bunker gigantesco en medio de Manhattan equipado con 110 cámaras apuntando a las camas de sus inquilinos. Todo debía hacerse en público: comer, beber, dormir, ir al baño e incluso tener relaciones sexuales. No existiría privacidad alguna porque las cámaras apuntarían a todos los espacios (aseos incluidos) y cada uno de los participantes podría acceder desde la pantalla de su cama a las actividades de los demás miembros.
Las dos únicas condiciones para participar en este experimento fueron:
a) Firmar un contrato comprometiéndote a no salir del bunker por un mes.
b) Dar a su creador (Josh Harris) todos los derechos sobre lo que filmasen las cámaras (aunque te grabaran desnudo en el excusado). Ergo: Venderías tu privacidad, pero a cambio tendrías: 15 minutos de fama, alojamiento, barra libre, comida gratis y hasta un local de prácticas de tiro para desahogarte (teniendo en cuenta que las armas de fuego son algo muy normal para los norteamericanos este punto no resulta nada raro).
Al final todo fue algo así como Facebook pero en la vida real. Una versión de comuna hippie del sitio social más usado en el mundo.
Corría el año 1999 y toda la comunidad del artisteo neoyorquino se apuntó al experimento. Harris decía que en un futuro cercano el ciudadano medio tendría tantas ganas de convertirse en «celebridad» que borraría los límites de su privacidad y ofrecería de forma voluntaria los más íntimos detalles de su vida. Razón no le faltaba porque cientos de personas harían cola durante días delante de su oficina con la esperanza de ser uno de los afortunados elegidos.
Obvia decir que el experimento empezó de forma divertida y acabó como el Rosario de la Aurora.
La pérdida de privacidad resultó insufrible. La presión de ser constantemente observados convirtió a la mitad de los habitantes del bunker en actores de ellos mismos, y a la otra mitad en crispados individuos de mal carácter. Las peleas estaban a la orden del día y el peligroso coctel de barra libre y armas de fuego auguraban tragedia. Algunos lucharon por mantener el equilibrio mental y otros pidieron a Josh acabar el experimento.
Los vecinos del inmueble no hacían más que escuchar tiros día y noche y llamaron a la policía. Entonces intervino el Departamento de Policía de Nueva York, el cual no entiende mucho de arte.
Corría la navidad de 1999 y los de azul pensaron que aquello era una secta cuyos miembros preparaban un suicidio colectivo de Fin de Milenio y llamaron a la unidad anti-terrorista. Justo cuando el experimento estaba a punto de finalizar los GEOS entraron armados hasta los dientes y se llevaron detenidos a todo el mundo. Un final realmente muy apocalíptico y norteamericano.
El experimento fue grabado en un fantástico documental premiado en el Festival de Sundance. «We Live in Public» de Ondi Timoner no es sólo la historia de una actividad artística interrumpida por el gobierno, es una mirada a la naturaleza humana, al camino por el que nos están llevando las redes sociales e Internet y al hecho de cómo esta se está apoderando lentamente—y sin darnos cuenta—de nuestras vidas.
La película también una advertencia sobre su perversa habilidad para alejar a las personas con la seductora excusa de «conectar a la gente», despojándolas de privacidad, robándoles sus datos personales , grabando sus gustos, hobbies, miedos, deseos, etc., mientras las somete a una constante vigilancia con la promesa de reconocimiento y 15 minutos de fama. No una (1) vez como lo predijo Andy Warhol—sino todos los días. En otras palabras: las redes sociales nos han convencido de cambiar las relaciones reales por otras virtuales a cambio de nuestros datos.
Cualquier psicólogo de tercera sabe que aislar a un individuo de sus círculos primarios (familia y amigos) es la mejor manera de debilitarlo y hacerlo más vulnerable a influencias externas. De esta manera consumirá productos innecesarios que le «proporcionarán» felicidad y «llenarán» su vacío emocional. O existencial. De ahí que el capitalismo exacerbado tenga tanto interés en aislarnos.
El problema es que—tal como sentenció Cicerón—»No hay meta ni honor que consiga saciar el ansia de reconocimiento», y los creadores de las redes sociales lo saben. Las agencias de datos también.
Internet es el paraíso de los socialmente inadaptados porque les permite convertirse en lo que quieran desde la comodidad de su sofá y sin quitarse la bata de guata. Comida, sexo, amigos, bingo, regalos de navidad, etc. se pueden adquirir a golpe de ratón.
Cada vez hay menos excusas para salir de casa.
«Orwell estaba profundamente equivocado: el Gobierno no nos impone al Gran Hermano, es la gente la que lo reclama a gritos», dijo Josh Harris hace poco en una entrevista al New York Times. Y es que acostumbrado a ver teatro desde su sofá, el ser humano invierte el proceso y convierte su sofá en teatro. Un mini auditórium rodeado de cámaras desde donde—muy pronto—interaccionaremos virtualmente con los demás. Un lugar donde veremos a todos y todos nos podrán observar también a nosotros. Un sitio donde no podremos disfrutar nunca más de nuestras vidas reales porque nos habremos convertido en esclavos de la pantalla.
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