La nostalgia es una emoción espesa, como una densa neblina a través de la cual se entreve los recuerdos de algo que, de una u otra forma nos impone el peso de su ausencia. La nostalgia es una emoción inútil y el gusto por eso es absolutamente esencial. Lo que a continuación leerán, se distancia del estilo mordaz al que los tiene acostumbrado esta publicación y se acerca más a un quejido, a un suspiro, a un lamento.
Cerca de los doce años en medio de un total aburrimiento, cansado de horas y horas sin hacer nada en mi casa, en un deambular adolescente por las calles caraqueñas que van desde la Avenida Fuerzas Armadas hasta la Avenida México, hice un descubrimiento asombroso. Descubrí al final del Paseo Anauco una hilera de locales llenos, repletos, literalmente atestados de libros de todos los tamaños, colores, temas y usos. Los descubrí en un sentido fenomenológico del término, se me aparecieron esos pequeños reductos colmados de libros como un horizonte al cual nunca antes había prestado atención, ya que de seguro los habría visto delante de mí decenas de veces durante mi infancia. Un día entendí cual era el sentido de esos depósitos de libros abandonados por otros cual escombros. Me detuve a observar aquellos tomos como quien mira un panorama desconocido, al principio el paisaje parece monótono, sin diferencias ni relieves ni sutilezas, carente de todo significado. Con el tiempo el horizonte se torna familiar y emergen los detalles, las texturas, los textos.
Mi primer libro, mío, comprado con el dinero de mi merienda, fue el número once de la Colección de Libros de la Revista Bohemia, se trata de la novela de Manuel Romero García: «Peonía». Me costó quinientos bolívares y su costo original, que todavía se puede ver en la etiqueta, era de doscientos cincuenta bolívares. Les hablo de poco menos de quince años atrás. Pese a que la novela no fue de mi completo agrado, ya había pescado el anzuelo y me vi volver a esos libreros en innumerables oportunidades, a veces para comprar, otras sólo para ver los libros. Con el tiempo desarrollé el mismo placer de todo adolescente y muchos adultos aún, de salir a ver vidrieras, a contemplar aquello que quizá jamás se llegará a poseer. En mi caso compartía las vidrieras de ropa y calzado (que también veía) con las estanterías repletas de los libreros del Paseo Anauco y del Puente de las Fuerzas Armadas.
Era un lector facineroso, pendenciero, ávido de cultura pero con ningún método entre manos y más aún, con ninguna brújula por guía. El inicio fue, como toda labor autodidacta, lleno de extravíos y de horas perdidas en los libros equivocados. Pese a todo, fueron los mejores años, los del asombro y la fascinación por todo lo que se podía hacer y deshacer con palabras. Los libreros fueron siempre una opción formidable para el lector indigente como yo. Con ellos no se podía comprar, obviamente, la última novela sensación en Argentina o España, mucho menos el último libro de filosofía que daba vueltas al mundo, no, con ellos sólo se podía comprar novelas y libros viejos de veinte años los más nuevos, pero generalmente se podía encontrar entre sus estanterías o mesones, tomándose la molestia de revisar con calma, los textos fundamentales de la literatura y el pensamiento universal. ¿Cómo saberlo? Probando, así, probando.
Aquella costumbre adolescente me acompaña aún hoy. La universidad me abrió nuevos universos y me dotó de algunos mapas, afortunadamente no mentales, tan solo referenciales. Aparecieron nuevas fuentes, nuevos vetas de libros por todos lados. Conocí a los libreros especializados del pasillo de Ingeniería de la Universidad Central, los que vendían sólo un género o ciertos libros de relativa importancia para la instrucción universitaria. Conocí las librerías «serias», ya no más «Las Novedades» en la Plaza Candelaria, nada de eso, ahora había que ir a «Ludens», a «Lectura», a «Suma», al Ateneo, a «Monte Ávila», al Fondo de Cultura Económica y más recientemente a «Macondo» o a la «Distribuidora Estudios». Aquello sí era las Grandes Ligas —pensaba yo—, los años de los libreros quedaron atrás, era necesario ponerse al día —me decía—, dónde voy a encontrar este último libro de Umberto Eco o la ultimísima novela de Milan Kundera. Allí, en los libreros, sólo conseguiría libros viejos y anticuados, cosas de Nietszche o de Dostoieski, cosas que ya nadie lee, desechos…
La adolescencia es una edad terrible, es una edad de extremos, de soberbia, una edad en la cual se habla con la seguridad que solamente puede dar la ignorancia. Afortunadamente se comenten errores, metidas de pata, pelones intelectuales y baches culturales que a fuerza de trancazos van forjando el carácter, o cuando menos, mermando las altanerías. La balanza se fue equilibrando y progresivamente entendí que libreros de elite y libreros de calle, son libreros al fin. Se complementan, los que compran en Ludens o en Macondo son los que luego desecharán sus libros para que otros los puedan comprar en el Paseo Anauco o en el Puente de las Fuerzas Armadas. Son dos momentos distintos en la línea de deriva del libro entre unas manos y otras. Contrario a lo que pensaba por aquel entonces, los libros son eternos o tienen la pretensión de serlo (incluso los malos), son una sonrisa en el universo, un desafío al paso del tiempo. Luego pensé que si eso era así, entonces los libreros también deberían ser eternos. Pero creo que me equivoqué.
Nada extraño sería, me he equivocado infinidad de veces. Al final termino acostumbrándome a mis errores, pero éste en particular viene acompañado de esa espesa neblina que es la nostalgia. Si un día salgo temprano, o si estoy de vacaciones en el trabajo todavía acostumbro decir: «me voy a ver libros a las librerías». Pero todo está cambiando, los que venden los libros, el tipo de libros, el costo de los libros y los que compran los libros. Imagínense la siguiente escena, como en una película en la que el fondo se mantiene fijo y van cambiando rápidamente el contenido de los estantes. Lo que antes exhibía «El Tambor de Hojalata» de Günter Grass, «El ser y la nada» de Jean Paul Sartre, Las Obras completas de Freud o «Rayuela» de Julio Cortázar, ahora exhibe títulos como: «El búho que no sabía ulular», «El caballero de la armadura oxidada», «Quién se comió mi queso» o «El mapa del tesoro interior». Literatura de dudosa calidad y utilidad que va fagocitando las librerías (de elite o de calle) como células cancerígenas a todo lo largo y ancho del territorio «intelectual». Estos títulos ya comienzan a abundar en las librerías «serias» con más y más frecuencia.
Los noventa fue la década de la explosión de las franquicias en Venezuela, y con esa explosión aparecieron nuevos libreros por todas partes, en Sabana Grande, Plaza Venezuela, Chacao, la Avenida Baralt, en todos lados. Pero estos nuevos libreros son distintos, ellos sólo venden lo que se vende, una copia pirata de «Vivir para contarlo» de García Márquez, «El código Da Vinci», «El psicoanalista» y por supuesto «Harry Potter» en su enésima aventura, porque eso está de moda. Sólo lo que el público pide. Imagínense esta otra escena, estación Plaza Venezuela del Metro de Caracas, tren dirección Propatria, seis de la tarde: Una señora de unos cuarenta años, un muchacho de veintitantos, un señor de cincuenta y dele, todos, absolutamente todos leyendo: «El Alquimista». ¡Verídico! ¡Créanme! Así que también los que compran los libros están cambiando.
¿Y el Paseo Anauco? De diez o quince locales consagrados al reciclaje del pensamiento ahora sólo quedan cuatro o cinco. Antes se compartían los espacios solamente con la venta de flores (les hablo de los años noventa), ahora hay una mini peluquería popular, una venta de empanadas, un local de reparación de computadoras y un sito de compra y venta de celulares. ¿Y el Puente de la Fuerzas Armadas? Nuevas estanterías, repletas de libros, por todas partes, libros, libros y más libros… libros escolares. «Girasol tres, cuatro o cinco», «Biología de séptimo grado de Serafín Masparrote», «Introducción a la Contabilidad», etc, etc, etc. Claro aún quedan libros, es decir, Libros con mayúscula, pero están apilados unos sobre otros donde se los comen las ratas y los comejenes. Vaya y pregúntele a un librero de la Fuerzas Armadas por un libro de James Joyce o de Arthur Rimbaud y aunque usted ya lo haya visto en el puesto, éste le dirá que no lo tiene, agregando que ya le llegó «El nuevo código secreto de la Biblia».
«Así son las cosas» diría el viejo costumbrista local Oscar Yánez. ¿Y las librerías «serias»? Bien, allí todavía se consiguen cosas de excelente calidad, nuevas y viejas reeditadas, pero hay un pequeño detalle. Hace pocos días fui a preguntar por un libro de un filósofo alemán (Peter Sloterdijk) en la «Distribuidora Estudios» y me dicen: «Ah sí claro, vale cincuenta seis mil bolívares», y yo, «Uff, bueno gracias». Sigo mi paseo por las vidrieras de las librerías y llego a Ludens, entonces veo el mismo libro en un mesón y le pregunto a la encargada, quien me atiende inmejorablemente (¡ni siquiera me pidió que le dejara mi morral en el área de caja!) y me dice amablemente: «Cuesta ciento tres mil bolívares…» Pero los altos costos no impiden que el negocio de las librerías prospere, se han abierto exclusivísimas librerías al mejor estilo europeo. Una especialmente bonita es «BK Books» en el Centro Comercial Sambil de Caracas, es impresionante, un experiencia estética. Allí se va a ver libros, no a comprarlos, yo me hago la idea de que es un Museo del Libro, usted pasea la librería ve los libros, lee las etiquetas y sale de ella como si saliera del Museo de Arte Contemporáneo. Me han comentado que hay dos o tres de estas nuevas librerías en Las Mercedes, pero yo jamás voy a Las Mercedes. Las Mercedes (hasta dónde yo sé) es sitio de discotecas, no de libros. Aunque claro, como ya comenté, todo cambia.
No todo está perdido (supongo) aún queda «La Pulpería del Libro Usado», diagonal a la Alianza Francesa en Chacaito, donde todavía te dan de ñapa un libro gratis por una compra superior a los treinta mil bolívares. Con más paciencia y más dinero, se puede hayar una que otra joya del pensamiento escondida por ahí, en algún lado.
Como diría Gaspar Noe en «Irreversible» (y antes que él Lyotard, y antes que éste Heidegger y antes que este último la segunda ley de la termodinámica): «El tiempo lo destruye todo».
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