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Cuando la sangre llama

El mar de la intranquilidadEl día en que Mohamad Atta y compañía tomaban el mando de cuatro aviones para estrellarlos poco después contra el World Trade Center, el Pentágono y unos pastizales en Pensilvania, yo llevaba alrededor de 6 meses pidiéndole un compañero de trabajo que convenciera al papá de que me llevara en un viaje de pesca al cañón del Hudson.

Durante toda la primavera y el verano del 2001, James me había llenado la cabeza con las historias de estos viajes que cada vez tenían más oídos en la oficina. Por diferentes razones le temo a océano y tendía a subestimar sus historias como simple pantallería y secretamente deseaba que se callara la boca para no tener que escucharlas más.

Un día trajo unas fotos de su último viaje.

En varias de ellas tiburones trataban de escapar del anzuelo de alguien fuera de foco, con el agua paralizada en pleno movimiento a su alrededor y una línea de nylon estirándose como una lengua desde las entrañas.

La que más llamo mi atención fue la de un Mako, con los ojos abiertos, tal como Quint, el personaje de la película Tiburón los describía, negros y muertos, viéndome desde el que fue el último lugar que vio con vida.

No puedo describir con seguridad qué clase de limo estas fotos removieron en mis ojos, pero esa noche, con las fotos pegadas en la puerta de la nevera, hipnotizado, sin hambre ni sed, iba por algo de comer o beber, para pararme frente al refrigerador abierto un minuto más del necesario, a contemplar en silencio la lucha entre el animal y el ser humano plasmada en ese pedazo de papel.

El ojo negro, completamente abierto, apenas un palmo por encima de la boca llena de dientes. Como muerto. Sin cejas que reflejen asombro u odio o cualquier otra expresión conocida por el hombre. Pero listo para voltear el resultado de la lucha y destazar sin piedad a quien fuese que se había atrevido a adentrarse en sus dominios. El cuerpo negro gigantesco colgaba como una nube de lluvia, hacia el fondo del océano azul. El hocico blanco apenas fuera del agua, como agarrando un segundo aire, expectante.

El tiburón no tuvo el menor chance y allí estaba James con cuatro libras de filetes de Mako para probarlo. Según él, la mejor carne del mundo por venir de uno de los animales más rápidos e inteligentes sobre la tierra. Con la adrenalina aún corriéndole por las venas James me reveló que sus planes para el verano eran no comer nada que no hubiera matado él mismo.

Noches más tarde, comiéndome los filetes de Mako súbitamente sentí celos de James. Más que celos, envidia. No porque tuviese un yate o una casa en la playa. De alguna manera me sentía en desventaja con respecto a él. Yo nunca había comido nada que yo hubiese matado. De hecho, si por alguna razón me quedaba a la deriva en un bote lleno de cañas de pescar lo más seguro es que me muriera de inanición ya que nunca había pescado en toda mi vida.

¿Qué era yo? ¿Un inútil? Incapaz de alimentarme por mí mismo en caso de que así fuera necesario. Este pensamiento me dio vueltas en la cabeza hasta que sentí repulsión de mí mismo. Me imaginé a mi novia conmigo a la deriva y concluí que no sólo me iba a morir de hambre yo, sino que también la iba a matar de hambre a ella. Era una desgracia de hombre.

James y su novia podían vivir para siempre en un bote si llegara a pasarle eso. Y quizás se tropezarían un día en alta mar con un barco vacío con dos esqueletos abrazados tirados en el suelo.

Terminé de comer y miré la foto del tiburón con un imán encima. Moví el imán a un lado para ver el ojo muerto.

Quizás debía probarme a mí mismo, me dije. Empezar poco a poco. Aprender a cazar o a pescar. En el Hudson la gente pesca los fines de semana a pesar de estar prohibido por la contaminación. La mayoría, había leído una vez en el periódico, eran gente sin casa o sin trabajo, que a diferencia de mí, eran capaces de alimentarse por sí mismos. Quizás tardaría años pero al final lograría perfeccionar las artes que habían convertido a la raza humana en lo que es. La caza y la pesca.

Pero no tenía tiempo que perder. Yo tenía 31 años. Ya había perdido 31 años de mi vida. Cómo podía recuperar el tiempo perdido. Pensé en silencio, frente al ojo, comiéndome las uñas. quizás yo no era ese hombre autosuficiente que a mí me gustaba imaginarme. Pensé en los ghetos de judíos creados por los nazis. ¿Cuánto tiempo hubiera yo sobrevivido en uno de ellos? ¿Hubiese sido capaz de procurar para mi familia lo necesario para subsistir? ¿Qué tal si algo así ocurría mañana? ¿O el año que viene? Cualquier cantidad de comparaciones desfilaron por mi cabeza.

No podía perder el tiempo aprendiendo. Tendría que arreglármelas con mis instintos. Si era capaz de lograrlo tenía que lograrlo rápido, yendo por la práctica sin teoría. Persiguiendo la presa más grande que pudiese. Demostrarme que si era capaz de enfrentarme a mi humanidad y sobrevivir. ¿Pero a qué? ¿Cómo? El ojo negro me veía desde el infinito.

Entonces las palabras de James me abofetearon el cerebro: uno de los animales más rápidos e inteligentes sobre la tierra.

Si yo era capaz de agarrar uno de los animales más rápidos e inteligentes sobre la tierra, entonces no era tan inútil después de todo. Probaría que de macho no me faltaba un kilo, lo que fuera que esto significara. Que yo sí podía al igual que James ser capaz de decir un día, este verano me voy a comer sólo lo que yo mismo haya cazado.

Y para empezar me iba a comer un tiburón.

Pero no iba a ser tan fácil. Aún estaba el no tan pequeño detalle de mi miedo por el agua.

Yo soy de Punto Fijo, un pueblo costero de Venezuela donde ir a la playa es como ir al supermercado. Pero por razones que atribuyo a la película Tiburón, "como pez en el agua" no es para mí una forma de expresar comodidad.

En una piscina sí me siento como pez en el agua, pero en el mar, donde me imagino constantemente expuesto al peligro de ser atacado y devorado, me siento más bien como gusano colgando de un anzuelo.

Mientras pude, siempre me he mantenido alejado del mar. Y cuando en 1993 casi me ahogo en las playas de Chirimena, mis viajes a la playa llegaron a su fin y se convirtieron en viajes a la arena.

Este miedo retardó cualquier intento de pedirle a James que me llevara con él por toda la primavera, época en la cual me recomendó que me leyera un libro llamado "On the Slick of the Cricket" por Russell Drumm.

Drumm, un periodista de Long Island, no es un buen escritor. Su prosa está llena de falsos comienzos y paradas en falso que hacen de la lectura del libro una constante desilusión, lo cual debe ayudar a que, como yo, muy poca gente se lo termine.

Pero la historia que él narra en el libro es lo que al final me llevo a plantarme frente a James y pedirle que me reservara un puesto en la próxima excursión que hubiese. Quería montarme en ese barco y no iba a aceptar un no como respuesta. Pero eso fue lo que recibí por meses. Cada viaje James inventaba una excusa acerca de por que no podía ir en esa oportunidad.

La más común era que aún no era el momento y que la temporada aún estaba cruda y que si esperábamos un par de meses estaríamos en medio de la migración anual de atún que alcanza su pico a mediados de septiembre. Yo no creía ninguna de estas excusas y haciéndole honor al dicho venezolano que reza que "el que no llora no mama", insistí con el irlandés hasta que decidió utilizar otros medios de persuasión.

La forma más común fue a través del miedo. Fábulas de tiburones aterrizando dentro de un bote y arrancándole las piernas a los pescadores, de hombres arrancados de sus sillas de pesca para no vérsele más nunca y hasta una donde el papá de James tiraba por la borda a un amigo de él que había dejado caer al mar un cuchillo de 150 dólares me hacían reír en la oficina.

Pero en la noche, antes de dormirme, viendo al techo pensaba en todas las historias que James me había contado y no podía menos que retorcerme en las sábanas en búsqueda de una seguridad que no tendría si llegase a ir en ese viaje. Pero tanto temor me causaba, ¿qué es lo que me movía a rogar que me llevasen? ¿Deseo de aventura?

Encontrar aventura en el mundo de hoy no es fácil. Ya no es como hace cien años, cuando un hombre podía ponerse una mochila en la espalda e irse a descubrir una civilización perdida en Mongolia. O ir cazar ballenas en el Mar del Norte. La civilización ha llegado a un punto donde ya no existen fronteras geográficas, y para ir a cualquier parte hay que comprar un ticket de avión y reservar hotel como lo hace todo el mundo.

El mundo se ha transformado en un gigantesco parque de diversiones donde sólo el realmente aventurero se atreve a perseguir un destino más allá de los límites convencionales, no aceptando montarse en un crucero, manejar de costa a costa o perderse en una calle de París como paliativo. Apegándose a la idea tradicional de aventura, la que conoció al hombre hasta mediados de este siglo y que murió con el desarrollo de los conceptos de conveniencia y seguridad.

De hecho, la falta de seguridad es lo que convierte un paseo en una aventura, y esta era la cuchara que revolvía mi curiosidad y me llamaba a desear el desaparecer en el horizonte y enfrentarme a mis miedos en un territorio tan inhóspito para el ser humano que uno nunca ha podido vivir allí.

La sola idea de salir en barco como en la película Tiburón a cazar un animal tres veces mi tamaño me helaba la sangre, pero esto por alguna razón me excitaba y me encontraba varias veces al día pensando en lo mismo simplemente tratando de hacerme sentir como que ya estaba allí, caña en mano, listo para luchar contra la naturaleza o simplemente unirme a ella, siguiendo el llamado de sangre que nos une a la tierra y todos sus habitantes.

Yo nunca había matado nada en mi vida. Una vez atropellé un gato, pero esto no había sido intencional ni comparable. Y sentía algo de culpa en pensar en hacerlo. Después de todo quién era yo para ir y matar algo con el único de fin de alimentar mi ego. Matar un tiburón, es lo mismo que matar un perrito o un león. Y yo definitivamente nunca mataría a un perrito y ni siquiera a un león.

Pero pensando el asunto llegué a la conclusión de que matar estaba bien. De qué otra manera pudiéramos los humanos subsistir sin sacrificar la vida de otro ser viviente.

Nosotros no cortamos árboles por placer, los cortamos para fabricar cosas que necesitamos o nos morimos. Matamos vacas para alimentarnos o nos morimos. Pescamos en el mar y matamos millones de peces al año porque o lo hacemos o corremos el riesgo de desaparecer como especie. De todas las razas de la tierra el Homo Sapiens es la más débil y más hambrienta, pero no por eso menos necesitada.

Es duro vernos de frente con esta realidad dada lo comeflor que se han vuelto nuestros hábitos de caza y supervivencia. Donde hemos pasado de hacer las cosas por nuestra propia mano a dejar que otros lo hagan por nosotros. Dedicándonos, con la conciencia tranquila y las manos limpias, a hacer lo que sea que hacemos. Qué otro animal en el mundo se puede dar el lujo de dedicar tiempo a otra cosa que no sea prepararse para depredar y depredar?

El libro de Russell Drumm es acerca de Frank Mundus, un pescador de Montauk que invento la caza deportiva del tiburón. Montauk es el pueblito en Long Island que inspiró el Amity Beach de Tiburón. Frank Mundus es el hombre en quien Quint, el caza recompensa protagonista de la película, está basado.

Según Drumm, Mundus regresaba de un viaje de pesca no muy lejos de la costa cuando paso al lado de una ballena muerta que flotaba libremente en el mar. Estuvo a punto de dejarla pasar cuando notó que no estaba sola. Acercó el bote a la panza del animal y vio como dos inmensos grandes blancos devoraban el cadáver.

Todavía en ese entonces el tiburón blanco era una especie de mito, rara vez fotografiado y mucho menos visto en acción. Viendo la oportunidad de su vida, Mundus le dio una cámara a un pasajero, se bajó sobre la panza de la ballena y posó para la cámara dándole de comer galletas de soda a los tiburones. Las fotos le dieron la vuelta al mundo.

Ya a principios de los años ochenta los tiburones habían prácticamente desaparecido del nordeste estadounidense y en 1986 Mundus pescó un gran blanco de 3,427 libras que lo escribiría en los libros de historia como Monster Man, el hombre monstruo.

Eso sí era un apodo.

Yo nunca iba a tener ni los cojones ni la suerte de Mundus pero cuando James por fin me dio el 14 de Septiembre como fecha definitiva del viaje, supe que el momento de la verdad había llegado. Sin embargo, el viaje estaba destinado a retrasarse. A una semana del viaje, un Boeing pasó encima del edificio donde trabajo para estrellarse finalmente en la torre norte del World Trade Center.


El Faro de Montauk

Durante los meses siguientes al ataque del 11 de Septiembre, me olvidé por completo del viaje. Pasó al olvido en una fila interminable de prioridades que sólo abrió paso a pensamientos recreativos a mediados del verano del 2002, cuando un día abriendo la nevera súbitamente el ojo negro y muerto del Mako llamó mi atención nuevamente.

Quizás influenciado por el talión que exigíamos todos los residentes de Nueva York en esa época. Alguien tenía que pagar y muy bien podía ser un tiburón.

Le dije a James que reanudara los planes que habíamos olvidado. No tardó mucho en hacerlo. Al día siguiente me dijo que el viaje era en dos semanas y ya tenía reservado mi puesto.

La rápida respuesta no fue una sorpresa para mí. En los meses que siguieron a la tragedia, James y yo nos volvimos amigos cercanos. Conocí a su familia y hablaba con ellos con frecuencia. Los padres de James se hacían llamar Mr. M y Mrs. M (Por Murtha).

Sin embargo había una condición. Supuestamente, como iniciación todos aquellos que van a pescar tiburones por primera vez, deben ejecutar una maniobra llamada The Lap (La vuelta) Lo cual consiste en que una vez que el barco esta mar afuera, el novato debe saltar al agua posiblemente infestada de tiburones y darle una vuelta al barco.

Les dije que lo haría de espaldas. James me dijo que de todas maneras el tenía el record en su familia ya que había hecho un Double Lap (Doble Vuelta). Dije que lo haría también, de espaldas. No me creyó pero dejó de retarme al darse cuenta que cualquier cosa que dijera simplemente lo iba a doblar. Me fui a mi cubículo e inmediatamente me puse a pensar en la excusa que daría al llegar a mar abierto para no hacerlo. En la oficina había apuestas 9 a 1 a que no lo haría. El uno era yo.

Salimos de Nueva York un sábado a las dos de la mañana directo de la oficina. Cogimos un taxi a Penn Station para agarrar un tren que James calculó mal y perdimos sin remedio. Agarramos otro taxi hasta Manhasset, donde vivían sus papás, nos montamos en la pick up del hermano y tres horas más tarde nos despertamos en Montauk.

Nos detuvimos por café tres veces. El camino era interminable a medida que la autopista se transformó en carretera y esta lentamente dio paso a calle.

A las 5 de la mañana finalmente pusimos pie en el club náutico de Montauk y sin esperar un nudo en el estomago hizo que por un instante me arrepintiera de venir hasta aquí para tan estúpida prueba. Pero ya era muy tarde para echarse para atrás.

El barco era más grande de lo que esperaba. Era un Chris Craft de 50 pies que se bamboleaba suavemente a un metro del muelle apretujado entre otros yates. El nombre del barco me hizo sentirme como una cucaracha. Braveheart.

James salió de la camioneta, caminó hasta la orilla del muelle y brincó dentro del bote sin esperar por mí. Yo no estaba seguro de que pudiera hacer lo mismo.

El sol no había salido, pero ya el cielo se pintaba de rosas y púrpuras. Hacían al menos 30 grados, pero mi mandíbula titiritaba como si el invierno hubiese llegado repentinamente. Mastiqué el chicle que tenía en la boca lo más rápido posible tratando sin éxito de disimular el temblor. Por suerte James se adentró en los camarotes y no lo vi más hasta que estuve en el bote. Mire a mi alrededor. No había nadie que pudiese verme y esto me hizo sentir más tranquilo.

El nudo en el estómago había escalado lentamente hasta la garganta y una ganas incontrolables de ir al baño me atacaron cuando llegó a la orilla del muelle. El metro que separaba el muelle del bote me pareció un kilómetro. Miré hacia el agua. Estaba sucia con vasos de Mcdonalds flotando en lo que parecía ser una mezcla de aceite y hojas secas. No podía dejar de pensar en el ridículo que iba a hacer una vez que cayese en esa agua sin contar la infección. Me imagine a James contando la historia en la oficina y trate de tragar saliva, pero no pude y casi me ahogué con el chicle. Lo escupí en el agua y se quedo flotando sobre un pedazo de algo que parecía una caja de cigarrillos.

Parado en la orilla del muelle recé como un pánfilo que todo saliera bien. Lancé mi morral hacia la bañera y casi lo paso por encima hasta el agua del otro lado. Por suerte pegó de una caña de pescar y cayó en cubierta sano, salvo y seco.

No había de dónde agarrarse y la cubierta estaba un metro y medio más abajo del muelle. Qué coño me dije y salté. Caí estrepitosamente. James salió de la cámara con una taza de café humeante y me encontró arrodillado en suelo. Qué carajo estás haciendo? me preguntó. No le respondí y él no volvió a preguntar.

La mitad de mis miedos cedieron apenas puse pies en la nave de fibra de vidrio. La mandíbula se detuvo y las manos, que se habían mantenido apretadas se relajaron. Sentí un alivio inmediato.

El bote estaba en calma. Quien quiera que estuviese allí estaba dormido y así me lo corroboró James. Sentía como si acabara de bajarme de un ring con Mike Tyson. Le pregunté a James dónde estaba el baño y me señaló el final de un pasillo que conducía a los camarotes. Caminando hacia él vi una litera en un costado y sin poder evitarlo caí de espaldas y me quedé dormido sin darme cuenta. Durante dos horas soñé con peces gigantes y un perro acuático que me mordía las piernas.

Me desperté cuando se encendieron los motores y voces de hombre empezaron a gritar como si algo estuviese mal. Me di cuenta de que el ladrido del perro de mis sueños era el ruido del agua golpeando contra el casco del barco. Me toqué las piernas. Todo parecía estar en orden. Vi hacia el fondo del pasillo. Mr. M. vestido como un modelo de Náutica me observaba desde la cocina. Sentí que debía levantarme, aunque no quería, y así lo hice.

El papá de James mide como un metro cincuenta y cinco. Parecía tener unos 50 años y estar en buen estado de salud. Tenía unas piernas flacas que terminaban en unos mocasines sin medias que eran idénticos a unos que yo había tenido años atrás. Mientras caminaba hacia él empezó a gritar ordenes a quien sea que estaba afuera de la cabina.

Le extendí la mano y me presenté. Por alguna razón me estrechó la mano con toda la fuerza que tenía. Yo hice lo mismo. Me preguntó si James y yo habíamos venido a dormir o qué. Le respondí que habíamos tenido una noche muy larga. Me preguntó que si James me había enseñado esa excusa.

Caminé hasta mi morral que conseguí donde mismo lo había tirado cuando salté al barco. Saqué la botella de Pampero Aniversario y de vino que había traído como obsequio para él y Mrs. M. Las agarró sin mucho interés y las dejó sobre la cocina. James se bebería el ron una semana más tarde en su casa según me confesó después.

Pregunté que qué podía hacer. Me respondió con una sonrisa. No te metas en problemas y me recomendó que me fuera a dormir de nuevo porque estábamos al menos a 5 horas de nuestro destino. Le dije OK y regresé a la cama. En el camino abrí una puerta y vi James echado en una cama durmiendo con la boca abierta. Me acosté y me desperté un segundo después a las ocho de la mañana cuando el yate empezó moverse. Sentía que no había dormido desde 1978. Fui al camarote de James. Ni siquiera se había movido. Bastardo, pensé. Dejarme solo aquí sin siquiera presentarme a nadie. Lo halé de una pierna y lo desperté. ¿Qué pasó viejo?, me preguntó. No soy tu viejo y más vale que te levantes. No volvió a moverse.

Aparte de James, Mr. M y yo estaban a bordo Rob y Kevin. Los dos eran viejos amigos de Mr. M y en alguna oportunidad habían tenido sus propios botes. Kevin lo había perdido en un divorcio. Rob lo había tenido que vender para pagar las cuentas del hospital tras sufrir un accidente a principios de los 90. Rob todavía cojeaba por el accidente y tenía paralizada la mitad del rostro. El ojo derecho cerrado en todo momento.

El bote se deslizó por la inercia del primer impulso a través de la bahía donde estaba el club. Había unos yates del tamaño de un vagón de metro y de varios pisos, pero la mayoría no pasaba de 50 pies. En todos había alguien haciendo algo y saludaban al vernos pasar y el papá de James respondía tocando la corneta.

Kevin abrió dos gaveras de hielo que se escondían en el suelo de la bañera. Olió a demonio por un segundo antes de que prendiera unas bombas que lavaron las cavas y echaron el agua podrida en la bahía. En el agua miles de pescaditos se pelearon por los restos de lo que fuera que había estado en las cavas.

Mr. M guió el bote dentro de una estación de servicio para botes y un tipo sin una pierna nos amarró al muelle. Ahí echamos gasolina y el tipo sin una pierna empezó a llenar la cavas con hielo usando una carretilla. Tras un sólo viaje de ver lo imposible me hice cargo de la carretilla y llené las cavas hasta el tope. Le pregunté a Kevin si así estaba bien y me dijo que sí. Me preguntó si estaba listo para hacer The Lap. Mr. M y Rob se rieron desde detrás del timón. Sólo díganme cuando lleguemos a territorio apache y me echo al agua, les respondí. James me dijo que ibas a hacer el Lap doble de espaldas, eso sería un record en este barco, dijo Rob y todos se rieron.

Maldita sea mi boca, pensé y me senté en la silla sobre la baranda de estribor. Me habían salido jodedorcitos los compañeros de viaje.

El barco salió de la estación de servicio y maniobró entre isletas donde estaban las oficinas de los guardacostas y la directiva del club. 5 minutos más tarde estábamos en la boca de la bahía. Eran las nueve de la mañana.

Había al menos 20 yates a nuestro alrededor, la mayoría regresando al club. Y en la costa se veía una hilera interminable de carpas y surfistas elevándose y desapareciendo sobre las olas. El sol quemaba deliciosamente sobre la piel a medida que nos acercamos al faro de Montauk, última cosa que veríamos de tierra firme antes que esta desapareciera por completo una hora más tarde. Mr M aumentó la velocidad al máximo cuando le pasamos por un lado haciendo que la proa se levantara y que casi me cayera al agua. Otra vez escuché risas en la cabina de mando.

Hey Gustavo, todavía no llegamos a donde tienes que echarte al agua, Ja ja ja, gritó el señor Murtha.

Lo ignoré y fui por mi cámara. Le tomé fotos al Faro de Montauk hasta que desapareció.


Kevin y James

Poco después de comenzar el viaje me acosté a dormir de nuevo. Ningún sueño esta vez. Al despertarme había muchísima actividad en popa. 6 gruesas y largas cañas de pescar colgaban de la parte de atrás del bote y 2 dos más a cada lado. Líneas de nylon se estiraban al menos 30 metros detrás del yate. Cada una de ellas arrastrando lo que James me explicó eran señuelos.

Cada señuelo era una pieza de plástico en forma de pez que saltaba fuera del agua con cada ola que atravesaba. Supuestamente la idea es que en caso de pasar sobre un banco de atunes, algunos crean que estos son peces de verdad y los ataquen. De los señuelos cuelgan anzuelos escondidos dentro de una macarela.

Aún faltaba tirar algunos señuelos y me puse a ayudar a armarlos y a echarlos por la borda. Varios yates se veían a diferentes de distancias de nosotros. Todos iban perseguidos por un montón de señuelos saltando en el agua como delfines.

Fui a la cocina y me prepare un desayuno con lo que conseguí en la nevera y después subí al segundo piso del yate, donde estaban todos sentados al lado de Mr. M frente al timón. En silencio todos escuchaban la radio. Me senté al lado del papá de James y me puse a leer la carta que reposaba al lado del timón. No la entendí y me puse a escuchar la radio.

En alguna parte varios pescadores se intercambiaban información acerca de donde habían visto actividad en el agua. Casi todo el mundo decía que se devolvían a puerto sin haber pescado nada. "OH, shit", dijo el papá de James. Este agarró el radio y gritó, "Este es Murtha desde el Braveheart. ¡Por Dios Santo! ¿Alguien se va a casa con algo?" Tras un largo silencio alguien respondió. "Yo me llevo a casa un Atún aleta azul de 500 libras".

Atún aleta azul es la cosa de la que está hecha el sushi.

¡Eso es!, respondió el papá de James. ¿Dónde? preguntó al mismo tiempo que los demás que escuchaban. El hombre respondió. Mr. M se vio con Kevin y Rob. Unas dos horas, se dijeron. Calculó combustible, vio la hora y por último me vio a mí.

Gustavo, quiero que te montes en la torre de observación y me digas si algo se mueve que no se olas. Yes Sir, le dije y sin preguntar nada subí las escaleras del andamio de aluminio que llevaba hasta el puesto de observación tres pisos más arriba.

Todo parecía moverse. El mar estaba tranquilo. Aparentemente era uno de los mejores días que todos en el bote habían visto en todas sus vidas. Pero aun así, las pequeñas olas parecían aletas y lomos por todas partes. Me prendí un cigarrillo y me senté. A menos que viera un pez bailando la macarena no iba a avisarle nada a nadie. Nunca había visto la diferencia entre una ola y un pez dando la vuelta en la superficie del mar así que no tenia punto de comparación. Pero pronto me pareció que si veía una aleta la iba a reconocer y me sentí ansioso de hacerlo, pero nada pasó. Ni una sola puta aleta se asomó fuera del agua. Una hora más tarde nos acercamos a una boya y el barco bajó la marcha. Alrededor de la boya parecía que el agua estaba hirviendo. ¡Fiiiin! (aleta), grité al ver peces saltando fuera del agua. Pero nadie me respondió. Bajé y con excepción de Mr. M todos habían desaparecido.

Todos preparaban sus cañas de pescar dentro de la cabina. Le dije a James que me diera una y me dio una que parecía la más vieja. El nylon estaba lleno de nudos. Qué hago, le pregunté. Todos se rieron. Pescar, sigue tus instintos, me respondió. No hay tiempo para explicaciones. Salió de la cabina y se deslizó por el lado externo de la cabina hacia la proa. Rob tomó mi caña y con su solo ojo bueno me explicó como desatar los nudos. Aparentemente habían sido hechos a propósito. Y después me dio una caja de herramientas llena de anzuelos y cebos. Elegí uno, lo anudé como James me había enseñado en la oficina y me fui a proa deslizándome como todos los demás, con la caña en una mano, y la otra en la baranda externa del bote. Las olas que rompían contra el casco saltaban hasta las rodillas.

Me asomé al agua. Tres anzuelos volaron sobre mi cabeza y se estrellaron en el mar cerca de la boya. Vi a Rob, Kevin y James y traté de captar como agarraban las cañas. James había recogido toda su línea y se disponía a lanzarla de nuevo. La irguió sobre su cabeza y sostuvo el anzuelo con la mano libre. Después empezó a mover la mano que sostenía la caña hacia adelante y hacia atrás, casting, creando un ocho de nylon sobre su cabeza que con cada ida y venida se hacía más grande hasta que finalmente lanzó la caña violentamente hacia adelante y el anzuelo salió disparado unos quince metros mar adentro. No había manera de que yo pudiese hacer lo mismo.

Para empezar, el carrete de esta caña no se parecía en nada al que había usado en la oficina. Practiqué lo más rápido que pude hasta que le hallé la maña. Erguí la caña. Moví el brazo hacia adelante y hacia atrás. El nylon hizo círculos sobre mi cabeza y cuando por fin lo solté se estrelló contra la ventana de la cabina. Me sentí como un retrasado mental, pero gracias a Dios todo el mundo estaba demasiado ocupado como para darse cuenta de mi estupidez. Volví a intentarlo.

Rob haló un pez. Un Mahi-Mahi colgaba de la línea. Enrolló lentamente, y en la misma línea venía otro más grande aún. Y al final del nylon, uno pequeño que me saltó en un pie, de donde Mr. M lo agarró con las manos y lo echó en un balde. La línea de Rob aprendí más tarde tenía varios anzuelos a todo lo largo.

Vi dentro del agua. ¡Mierda! grité. Había como cien Mahi-Mahis dando vuelta en el agua. A los Mahi-Mahi les gusta colocarse debajo de cualquier objeto flotante y por eso estaban debajo de la boya.

Qué belleza, qué belleza, gritaba el papá de James. Lancé mi anzuelo y éste viajó unos cinco metros y cayó en el agua, pero como tenía mucho plomo se hundió deslizándose hasta donde yo estaba. Lo podía ver a través del agua viniendo hacia el bote. Había atravesado un calamar con el anzuelo, y podía ver los tentáculos moviéndose en el agua como si estuviera vivo.

Volteé hacia atrás. James y Kevin sacaban ambos sus anzuelos con sendos peces. El papá de James los recogía con una red y los metía en un balde. Todos gritaban de excitación.

Volteé otra vez hacia mi malogrado anzuelo justo cuando un Mahi-Mahi viniendo desde el fondo lo mordió y trato de darse a la carrera con un arco iris de colores brillándole sobre el lomo. El carrete empezó a dar vueltas como loco. Agarré uno, Agarré uno , empecé a gritar.

Eso es todo Gustavo, soltó el papá de James volteándose hacia donde estaba yo y caminó hasta ponerse a mi lado.

Era un animal bello. Mi primera presa. El agua era clarísima y a través de ella lo podía ver ir y venir cambiando de rumbo como si desapareciera y apareciera otra vez yendo hacia el lado contrario a la misma velocidad. Aprieta la línea, me dijo Mr. M haciéndome recordar súbitamente todo lo que me había enseñado James en la oficina.

Apreté la línea para que fuera más duro para el pez halarla, y le di vueltas al carrete para acercarlo al bote. Al pez no le gustó la idea y saltó un metro fuera del agua para hacérmelo saber. Inmediatamente volvió a saltar metro y medio en el mismo sitio y al caer en el agua se lanzó en picada hacia las profundidades como si no hubiese apretado la línea ni un poquito.

¡Ups! Gustavo agarró un saltarín, gritó Mr. M y todos se voltearon hacia él justo cuando este salía del agua saltando por tercera vez alumbrándonos con su piel. Pensé que nunca en mi vida iba a olvidar ese momento.

El secreto, James me había dicho, es cansar al pez. Entre tú y el pez, el primero que se canse pierde. Y como yo no estaba nadando ni saltando fuera del agua sentí que tenía la ventaja, lo cual corroboré cuando el Mahi-Mahi empezó a nadar sin la misma intensidad. Apreté y halé hasta tenerlo cerca del bote. Recogí la línea y hale la caña hasta que salió del agua. El pez se batió como si estuviera electrocutándose con la luz del sol. Échalo aquí, me dijo el señor Murtha, moviendo la red hacia el pez y envolviéndolo con esta. Lo batió fuera de la red en la cubierta y se fue hacia donde Rob sacaba otra hilera de Mahi-Mahis.

El Mahi-Mahi convulsionaba en el piso. Lo agarré y le halé el anzuelo que tenía incrustado en un labio y lo sostuve con las dos manos para verlo. Jamás había visto un Mahi-Mahi pero me pareció el pez más hermoso del mundo. Sin embargo, ya empezaba a perder los colores, que como los de la mariposa se me quedaban pegados de las manos.

¿Qué vas a hacer?, me gritó el papá de James, darle boca a boca, tira la maldita cosa en el balde y trata de agarrar otro. Todos se rieron a carcajadas.

Tiré el anzuelo otra vez con la misma carnada. Jalé y solté haciendo que el calamar se moviera. Por momentos parecía que un pez iba a picar pero al final le pasaba por un lado y se iba. Volví a tirar el anzuelo pero al caer al agua no había ni un pez dentro de ella. Dónde se fueron, gritó James. Aquí, dijo Kevin desde la popa. El barco, a la deriva, había dejado atrás la boya. Todos corrimos hacia atrás pero para cuando tiramos los anzuelos los peces se habían ido en serio.

El papá de James le dio retroceso al yate haciendo el menor ruido posible pero ya no había nada.

Así es, un momento están, al otro no, dijo Rob recogiendo la línea vacía. Maldición, dijo Kevin. Vámonos, gritó el papá de James desde detrás del timón y arrancó a toda marcha haciendo que el balde con los Mahi-Mahis se volteara en el piso y se acumularan en una esquina. Kevin los cogió y los echó en una de las cavas.

Me senté en la silla de pescar y me vi las manos. Me las olí. James me puso la mano en el hombro. Así aprendí yo, me dijo. Yo también gritó el papá de James desde arriba. Carajos, así aprendimos todos dijo Kevin. Sentí mi corazón golpeándome las sienes.

¿Es lo mismo con los tiburones? pregunté. Es lo mismo hasta con las mujeres dijo Kevin. Halar y soltar, halar y soltar hasta que las tienes colgando de los pies pidiendo aire. Todos nos reímos juntos, por primera, desde esa mañana. Empecé a sentirme parte del equipo.


James

El resto de la tarde no vimos nada moverse. Estábamos a 200 kilómetros de la costa y a 1200 millas del fondo y el mar parecía una foto de no ser los montones de yates que de la nada empezaron a aparecer en el horizonte a medida que nos acercamos al cañón. Al llegar el atardecer, papá de James apago los motores y ancló contra una boya. Conté 38 barcos alrededor nuestro.

Pasé toda la tarde arreglando mi caña. Le cambie el carrete, el anzuelo y el cebo por uno plateado que parecía un pescadito. También cambie el plomo por uno que pesaba la mitad. El bueno de Rob me enseño como tirar la línea correctamente.

Rob tenía su historia. A pesar de parecer un hombre blanco era de origen indio. Le pregunté que qué le había pasado en el ojo. La pregunta le sorprendió y miró hacia sus zapatos por un segundo más largo de lo que debía para que yo no me diera cuenta.

Rob pasa los inviernos en Alaska. Ama la naturaleza y en noviembre de cada año viaja a Fairbanks y contrata un helicóptero para que lo tire dentro de la espesura glacial del Parque Nacional Denali. Allí le da instrucciones al piloto para que lo recoja una semana después exactamente en el mismo lugar. No lleva consigo más de lo estrictamente necesario y el reto esta en cazar para vivir. Rob lleva consigo un rifle pero la idea es cazar con arcos y flechas que el mismo pasa todo el año construyendo. Ya sabía de donde James había sacado la idea de comer sólo lo que cazara.

Esto lo había hecho desde que pudo pagárselo, a los 25 años, pero en 1992 un incidente casi le cuesta la vida. Estaba en el tercer día de su travesía en Denali y todavía no había cazado nada. Lo poco de fruta, salchichas y carne enlatada que tenía la estaba racionando sin mucho éxito y con toda seguridad no iba a durar hasta el final del viaje. Preocupado transitó hacia un área donde hacía un par de años atrás había visto una osera en unas piedras cerca de un río.

El sabía muy bien que si hay algo que no debe hacerse es jugárselas con la madriguera de un oso. Si por mala suerte había oseznos en la cueva podría vérselas negras. Pero no iba por los osos, sino por el río. Donde hay osos, hay salmones y se imagino que aunque no era temporada quizás podía hacérselas con un par de peces.

Al llegar a la orilla del río inspeccionó por peces pero no vio nada. Saco la red que llevaba en su morral y camino corriente abajo siguiendo el ruido que hacía una cascada. No muy lejos, en un cruce tras una matorrales la encontró. Tres osos, uno adulto y dos pequeños pateaban salmones que trataban de saltar un escalón en el río. Rob se escondió detrás de los arbustos. Los osos no son animales nocturnos, así que si esperaba lo suficiente quizás tendría el chance de acercarse y agarrar unos peces el mismo. Guardó la red en el tope del morral y empezó a ver hacia la copa de los árboles. Buscó uno que sirviera para colgar una hamaca para dormir alejado de cualquier animal curioso.

Encontró uno a sus espaldas, a unos cien metros de los osos. Era perfecto. Un gigantesco pino azul seco con el monte Mckinney al fondo. Tiró su morral al suelo y sacó de el unos pinchos para ponerle a los zapatos. Paso la correa alrededor del tronco y empezó a escalar con la hamaca entre los dientes amarrada alrededor del cuello.

Al llegar a las primeras ramas empezó a golpearlas con los pies para saber si eran lo suficientemente fuertes para sostener su peso. Al patear una de ellas un puñado de nieve le cayó en la cara desde una de las ramas superiores y lo cegó. Con los ojos cerrados oyó crujir la rama que había pateado y un segundo más tarde la oyó caer al suelo 6 metros más abajo. Cuando logro recuperar la visión vio su morral aplastado por la rama, y al subir la mirada vio a un gigantesco oso corriendo hacia donde estaba él. Se le heló la sangre.

Empezó a bajar, pero este proceso siempre es lento. Sabía que estaba en peligro y bajar era quizás una locura. Un oso herido de muerte puede vivir lo suficiente como para matarlo y empezar a comérselo. Pero los osos también trepan árboles. Tendría que hacer algo asombroso como volarle la tapa de los sesos, a un blanco en movimiento mientras este aún se encontraba lo suficientemente alejado para salvar su vida. Cuando estaba a tres metros del piso saltó al suelo.

El oso estaba a unos 50 metros. Trato de levantar la rama. Era demasiado pesada. 40 metros. Empezó a halar el morral manteniendo la calma. Imposible. Estaba atascado. 30 metros. Tomó el cuchillo que tenía en el tobillo y cortó el fondo del morral y halló el rifle, lo haló con toda su fuerza. 20 metros. Sabía que tendría que hacer más que disparar. Tendría que disparar un par de veces al menos. Sin fallar. Y después montarse en el árbol tan rápido y alto como pudiera.

15 metros. Se arrodillo. Apuntó al pecho del oso y apretó el gatillo. El disparo detuvo al oso en su carrera. Se paró en dos patas como sorprendido de lo que fuese que estaba sintiendo, y empezó a correr gruñendo como si el disparo sólo lo hubiera molestado más. Rob volvió a disparar y vio la bala estrellarse contra un árbol detrás del oso. Había fallado.

Tiro el rifle al suelo pasó la correa alrededor del árbol y empezó a subir tan rápido como podía. No había subido dos metros cuando sintió al oso golpear el tronco. Bum! Todo el árbol crujió como un trueno. Siguió subiendo ignorando al animal. Volvió a sentir los ataques del oso. Bum Bum Bum. Vio al oso echarse hacia atrás y correr hacia adelante como un toro y golpear el árbol con las dos patas de adelante. La nieve estaba llena de sangre.

Repentinamente sintió como si le hubieran dado un cachazo en la cabeza. Vio estrellas de todos los colores, y perdió la coordinación. Clavó los pies a la madera y se abrazó al árbol. Al toser vio su propia sangre en la corteza seca. Con cada golpe que daba el oso caían más ramas desde las alturas. Y estas lo golpeaban sin piedad. Pensó que iba a caer pero de pronto todo se detuvo.

Estaba temblando y podía sentir su propia sangre correrle garganta adentro. Trago saliva y sintió algo duro bajándole al estomago. Tocándose con la punta de la lengua se dio cuenta de que había perdido un incisivo superior.

Vio hacia abajo. El oso estaba escalando el árbol apenas medio metro debajo de él. Se olvidó del dolor y empezó a escalar él también. Le dolía todo. El oso lanzó un zarpazo y le despegó un pie del tronco. Se encogió hacia arriba como una oruga. El oso volvió a golpearle y esta vez quedó colgando de las manos. Su correa aguantada por una deformidad del tronco. Hasta aquí llegué, pensó, y volteó hacia abajo sólo para ver al oso golpearlo en la cintura con una garra y mandarlo como si fuera de goma, volando hacia el suelo.

Lo último que recuerda haber visto fue el árbol desde el suelo y al oso volteándose sobre la rama y cayendo sobre él. Se despertó algunas horas más tarde. Ya era de noche y el oso muerto yacía sobre su pierna derecha. No podía moverse, le dolía demasiado. Lo único que pensó fue en el helicóptero. Si no llegaba al punto de encuentro en tres días lo dejarían allí hasta que un grupo de rescate lo consiguiera quien sabe cuantos días después. Ignoro el dolor y se haló el mismo de debajo del oso como pudo. Mientras hacía esto se desmayó de dolor. Volvió a despertarse en medio de una leve nevada y pensó que no había remedio, iba a morir ahí, lejos de todo, por un estupido error. Pero estaba tan cansado y adolorido que le pareció bien. Si cerraba los ojos y ya no sentía más el mordisco que le estaban dando en la rodilla sería feliz.

Volvió a despertarse a media mañana, completamente cubierto de nieve. Al abrir los ojos abrió uno solo. Más nunca pudo abrir el otro. El dolor había retrocedido y como pudo salió de debajo del oso. Se arrastro hasta el morral y vio hacia donde los osos habían estado pescando horas antes. El río estaba desierto.

Saco una lata de Spam del morral, la abrió y se la trago casi sin morderla y como no le quitó el hambre hizo lo mismo con las otras latas. Al terminar las enterró en la nieve, tan profundo como pudo para no atraer el olfato de ningún otro animal. Sacó el cuchillo grande que tenía en el morral, se arrastró hasta el oso y se lo clavó donde la pierna se convierte en cintura. En la nieve alrededor del oso montones de pulgas y garrapatas yacían congeladas. Una vez que la sangre había dejado de fluir se lanzaban del barco como ratas. Nunca había visto tal cosa y se preguntó por que hacían eso. Se rascó el brazo y se sintió una protuberancia que no había tenido antes. Volteó el brazo y vio una inmensa garrapata llena de sangre como una morcilla. Arrancó el cuchillo del oso y aplastó la garrapata con la hoja. Con todo lo que había pasado y lo que iba a pasar una garrapata era una tontería y deseó estar cubierto de ellas en vez de estar en la situación en que estaba.

James salió de la cabina. ¿Qué está pasando? preguntó. Rob me cuenta la historia del accidente, le dije. Me volteé hacia Rob y le dije que terminara. Resumió diciéndome que había cortado la pierna del oso y se había arrastrado con ella hasta donde el helicóptero lo recogería.

Gran historia, dijo James. ¿Le contaste lo de los lobos que se acercaron en la noche atraídos por el olor del oso? Rob no respondió y caminó hacia la cabina. Esa la dejo para el próximo viaje de pesca sino me quedo sin historias, dijo sin voltearse y se dejó caer en un sofá que había en la cocina. Me debes Rob, le grite viendo hacia el horizonte. 5 minutos más tarde, mientras practicaba con James lo oímos roncar como un borracho. Gran tipo me dijo James, un poco loco, pero definitivamente uno de mis héroes personales. Desde ese momento ha sido uno de mis héroes también.

Un atardecer en alta mar es una de las cosas más impresionantes que pueden experimentarse. El cielo cambia de azul, a púrpura, rojo, verde, amarillo naranja y cuanto color exista que nunca hemos visto. No había luna esa noche perolas estrellas brillaban tan fuerte que se reflejaban en el agua tranquila del mar. Curiosamente, a pesar de la lejanía de la tierra había aves volando por todas partes. Algunas gaviotas, pero sobre todo unos pajarillos grises y pequeños que volaban en parábolas subiendo un metro y cayendo en el agua. Se comían unos insectos como unas libélulas mínimas que volaban por todas partes como una plaga.

James me dijo que guardara la caña y me pidió que lo ayudara a cortar la carnada. Sacamos un balde de una de las neveras llenas de sardinas congeladas. Chum. Y la empezamos a cortar sobre una tabla de plástico que pusimos sobre el borde del espejo. Sacábamos las sardinas y las cortábamos en pedazos pequeños que tirábamos al agua y veíamos hundirse por al menos 5 minutos antes de desaparecer donde la luz del yate ya no llegaba. En la lejanía risas, radios y conversaciones inentendibles llenaban el aire. James puso un disco compacto y apenas empezó a tocar la música. Le dije que viera al cielo. Como una cortina, una aurora boreal se movía de derecha a izquierda con gran majestuosidad. Las había visto en fotos pero ninguna le hacía justicia. El espectáculo era increíble. Una de ellas fue como la explosión de un fuego artificial y se extendía por el cielo encima de nosotros y cuando desapareció dejo al descubierto la vía Láctea entera que iba desde el horizonte en popa hasta el otro lado del mundo en proa.

James me dijo que nunca visto tal cosa. Ni en libros. Le dije que apagara las luces y allí nos quedamos un rato viendo al cielo explotar en silencio. Deseé que todas las personas que conocía estuviesen conmigo allí en ese momento. Era algo que no iba a poder contar sin quedar como un mentiroso. Pensé en mi novia y la extrañe profundamente.

De pronto se prendieron las luces y salio el papá de James con los ojos rojos. Había estado durmiendo. ¿Qué es esto? preguntó. ¿Me van a salir románticos este viaje? ¿Ya empezaron a tirar carnada? Yo levante el cuchillo para que lo viera. El gruño y se metió de nuevo en la cabina.

—No dejen una pulgada de este océano azul, a los tiburones les gusta rojo. Y tiburones es de lo que queremos llenar las cavas.

—Es verdad, respondió James.

Yes sir, respondí yo. Y tiramos carnada en el agua hasta que habíamos vaciado dos baldes. El mar estaba completamente rojo y ya no se veía mucho hacia abajo. Sacamos dos baldes más y seguimos hasta que el CD se repitió cinco veces. No podía esperar esperar a ver un maldito tiburón.


Azul

Cerca de la medianoche Rob me suplantó cortando chum y fui a echarme en la litera. Me lavé las manos con todo lo que había pero seguían oliendo a pescado podrido. No me importó mucho. Puse la cabeza en una almohada y me dormí profundamente y de inmediato. Minutos antes, contemplando la aurora boreal, tan alejado como jamás había estado de la sociedad pensé en las razones que me habían llevado hasta allí.

Ningún conocimiento es inútil. Pero algunos son más importantes que otros. Y lo que había aprendido durante ese día ciertamente no se sentía que estaba por encima de nada. Después de todo, yo tenía 32 años y me las había arreglado bastante bien sin necesidad de pescar nada en mi vida. ¿Quién coño necesitaba enfrentarse con un oso para demostrar algo? ¿O comerse sólo lo que uno ha matado con sus propias manos?

Por otro lado, las historias James y Rob me habían impresionado como genuinas y no como simplones deseos de demostrar que entre las dos piernas le colgaban sendos testículos. Demostrar que eran, más que hombres, machos en el estricto sentido de la palabra.

Tristemente eso era lo que yo intentaba demostrar, aunque fuese sólo a mi mismo, que más allá de todas mis limitaciones y frustraciones, de un mundo entero lleno de hombres más arrechos que yo, yo también tenía algo especial.

Era una cuestión de orgullo herido y tuve que aceptarlo al verme ahí, disminuido, echando peces muertos tratando de engañar algo que en caso de enfrentarnos mano a mano, sería invencible.

Me sentí como un guapo de barrio. Tratando de ser algo que no era, de la única forma que podía. A puro pulso. Hace dos mil años pescar o ser capaz de caerme a coñazos con un tipo más grande que yo hubiese sido vital. La ley del más fuerte hubiese determinado mí supervivencia a punta de selección natural. Pero ya no eran dos mil años atrás. Este era el siglo veintiuno, y hoy en día el equivalente a ser capaz de arponear una trucha con una rama es ser capaz de graduarse en una universidad y conseguir un buen trabajo. Era lo mismo, los humanos no habíamos dejado de cazar o pescar, sólo habíamos cambiado la forma de hacerlo. Ser grande y ágil había sido sustituido por ser inteligente y vivo. Habilidades que de no tenerse pueden condenarte a la muerte como lo hubiese hecho no poder caminar a un Homo Habilis.

Al ver a James y a Rob y a Kevin, y hasta al papá de James aullando mientras sacaban peces del agua me di cuenta del verdadero sentido de lo que hacían. No trataban de probarse nada a si mismos, simplemente se divertían, era un hobbie. Era entretenido pescar Mahi-Mahis y ahorrarse comprar el pescado en el supermercado. No hay nada como pescado fresco. No hay nada de malo en pescar y comer. Jesús mismo había sacado miles del agua para darlos de comer a su gente. ¿Pero era éste el mismo caso con un tiburón? Yo quería cazar un tiburón por que quería levantarme triunfante sobre la bestia y apaciguar el profundo primitivismo que me había despertado el ojo negro que me veía todos los días desde la nevera. No quería comerme un tiburón. Quería matarlo. Quería verlo arrastrarse fuera del agua pidiendo perdón sin esperanza. Quería explotarlo desde lo lejos con un rifle como en las películas. Pero esto me golpeó de repente como lleno de falsedad. ¿Qué podía probar con esto? ¿Qué la raza humana es superior a los escualos?

Ningún animal del planeta, enfrentado con el hombre y sus armas, tiene el más mínimo chance de sobrevivir. Eso ya lo sabía todo el mundo. No había nada que probar. Al menos no aquí.

Entonces un golpe fortísimo en el casco me despertó súbitamente.

Abrí los ojos. Pensé en Steven Spielberg. Escuche en silencio con la cabeza levantada de la almohada. Un segundo golpe más fuerte me sacó de la cama y corrí a popa. Escuche shark varias veces antes de llegar.

La caña de pescar estaba doblada como una gran D en las manos de Kevin. Sus brazos aguantándola con gran esfuerzo. Los dientes mordiéndole el labio inferior.

¿Qué es? pregunté. No sabemos, me respondió alguien. La caña se movió de lado a lado como si un gigante submarino jugara con ella, y cada vez que la caña volvía extenderse y la línea se destensaba oíamos un golpe fuerte debajo del barco.

Es un tiburón con toda seguridad. Un Mako quizás, dijo Rob. sólo estos se molestan tanto al ser enganchados que atacan los botes. Maldije mil veces haberme dormido. Me asomé por la borda con una linterna y apunté al agua. El nylon se movía increíblemente rápido de un lado a otro como jalado por el mismísimo demonio. Había millones de calamares en el agua. Transparentes pero rojizos. Con los tentáculos caían en retroceso sobre pedazos de pescado muerto, lo agarraban con los tentáculos y desaparecían sin dejar rastro.

Es tu turno, me dijo Kevin y me ofreció la caña. Me puse el cinturón de pesca y monté la caña en la base. El carrete estaba cerrado casi al máximo, a un clic de no permitir que el nylon corriera pero el tiburón la halaba igual como si fuera una bolsa de té. ¿Cuánto llevan aquí?, pregunté. Desde la 1, respondió James. Vi mi reloj. Eran las 3 y 10 AM. 2 horas de lucha con algo que no sabían que era.

El animal empezó a meterse debajo del bote y a caer en picada. Pensé que iba a perder la caña que estaba doblada hasta del punto de casi tocarme los dedos con la punta. El nylon se deslizó lentamente sobre el borde de estribor. Dale línea, me dijo James. Le solté un clic. El animal jaló el carrete como un trompo dándole vueltas como una licuadora. De hacer clic...clic...clic pasó a clic, clic, clic.

De pronto se detuvo y la línea flotó sobre el agua. Aprieta el carrete, me dijo Kevin. Lo cerré completamente. Ahora enrolla el nylon sin halar el pez, quebrando el cuerpo hacia adelante en la cintura. Así lo hice. El tiburón parecía haberse quedado quieto.

Ahora enderézate, me dijo Rob susurrando no sé por que razón. Levanté el cuerpo y sentí el peso inmenso del animal. Era como halar un carro por un limpiaparabrisas. Lo podía visualizar flotando en el agua mientras yo lo jalaba hacia arriba por la boca. Repítelo mientras puedas, me dijo James asomándose por la borda con una linterna en la mano. Yo recogí línea y halé unas diez veces, entonces empezó a correr y sentí como si se hubiera roto el nylon. La caña volvió a su forma original con un latigazo hacia atrás y me tiró de culo contra la silla de pesca. ¿Qué pasó?, preguntó Kevin. No sé, le respondí, creo que corto la línea, no siento nada del otro lado. Empecé a enrollar tan rápido como podía sin hacer ningún esfuerzo esfuerzo. Definitivamente lo habíamos perdido.

Mientras halaba oímos algo saltar fuera del agua a nuestras espaldas. Volteamos. En el aire un tiburón de casi tres metros daba la vuelta en el aire y caía de media espalda en el agua. Al caer salpicó el bote, flotó en la superficie por un segundo y después salio disparado como una pelota de Jai-Alai.

La caña empezó a doblarse otra vez. La agarré con todas mis fuerzas. La cerré poco a poco tratando de controlarlo a punta de puro cierre hasta que sólo hubo un clic cada tres o cuatro segundos, pero sin dejar de halar. La caña se doblaba al máximo otra vez. Me doblé en la cintura y halé mientras me enderezaba. Lo vimos saltar a unos cinco metros de popa. Al caer al agua todos los calamares desaparecieron sólo para reaparecer nuevamente en una nueva ola que llegaba desde estribor.

Podíamos verlo debajo del agua. Dobla y recoge, susurró de nuevo Rob. Así lo hice, limpiándome el sudor con los hombros. El animal peleaba como si estuviera agarrado de algo. Pensé en el juego de tirar la cuerda. Podíamos verlo mascando la macarela que colgaba del anzuelo. Lo dientes saliéndole de la boca en todas direcciones en varias hileras. Estos eran más bien pequeños y cuando dejaba de halarlo se le metían todos hacia adentro, como si fuera una dentadura falsa. Estaba a unos dos metros debajo del agua. Se volteó y trató de correr otra vez dándonos la espalda. La cola inmensa sobresalía como un metro encima de la superficie. Parece un Trescher, dijo Rob. James apuntó la linterna a la aleta dorsal que sobresalía del agua completamente erecta. No, es un Azul, le respondió Kevin. Es demasiado delgado para ser un Trescher.

Poco a poco lo halé hasta que estuvo al lado del barco y golpeó el casco con la cola. Me asomé al agua y lo vi flotando. Lo halé hasta que quedó perpendicular al bote. Se había rendido. Parecía respirar inflándose y desinflándose como un perro rabioso. Estaba cansado de pelear por sobrevivir. Es un azul, confirmó Rob y todos asintieron, incluyéndome.

James lo envolvió con una red al final de un mango. El animal era inmenso, más largo que el ancho de la popa. La piel gris parecía secarse al contacto con el aire y cuando se volteaba parecía como si el blanco de su parte anterior era un color que no había visto nunca antes. Del lado izquierdo de la boca sangraba donde el anzuelo se le había clavado en un cachete. O lo que sea que llamen al lado de la boca de un tiburón.

A pesar del tamaño, postrado contra el barco y echado boca arriba, el animal daba lástima, haciendo que cualquier intención de matarlo desapareciera de mi cabeza. Pensé en las viejas películas de gladiadores. En esas donde el que salía ganador de una trifulca le perdonaba la vida al vencido y sentí ganas de hacer lo mismo. Al final, ya habíamos ganado, no hacía falta matarlo. Ya sabíamos que de querer podíamos hacerlo. El cuerpo flacucho se estremecía cada vez que tocaba el espejo del barco.

El ojo negro estaba cerrado con su membrana protectora. Estaba seguro de que íbamos a matarlo y no quería verlo.

¿Qué hacemos?, preguntó Kevin. Todos vieron hacia el animal sin decir nada. No sé, dijo James y Rob desapareció en la cabina. Pocos minutos después salió con unas tenazas. Súbelo un poco me dijo. Lo halé, y éste se movió un poco, sin duda tratando por última vez de escapar, pero no tenía fuerzas. La línea apenas se movió. Rob se puso unos guantes y acercó sus manos hacia la cabeza del animal. Lo agarró por la punta de la nariz y le desenredó la línea de la cabeza. Me pareció insólito lo que hacía y me lo imagine trepando el árbol con el oso a sus espaldas. Que bárbaro.

Agarró el alambre que sostenía el anzuelo y lo mordió con el alicate. Tung. Sentí que la caña retrocediendo y dar un latigazo en el aire. El animal no se movió. No sabía que lo habíamos soltado. Flotó a la deriva por una unos segundos. James le había quitado la red de encima y no había razón para que no se fuera. El agua lo subía y bajaba como si estuviera muerto y poco a poco lo alejó del bote. La cicatriz de una lucha previa con otro anzuelo mal curada debajo de la boca. Era un tiburón con suerte. De pronto se volteó sobre si mismo viendo hacia nosotros, flotó por un segundo, desaparecieron las membranas de los ojos y se lanzó en picada hacia las profundidades levantando la cola como una ballena. El agua nos salpicó a todos en la cara.

El tiburón azul, no tiene sistema urinario me dijo Kevin, excreta la orina por la piel. Eso hace que su carne sea incomible. Pensé en Venezuela. En Falcón el tiburón azul se come como cazón. Por eso se lava tanto antes de cocinarlo.

Recogí toda mi línea y caí de espaldas en la silla de pesca. Ya caerá otro me dijo Rob. Uno bueno. Para mi ese era perfecto, le dije, pensando en el tamaño que tenía, pero James me dijo que no era un pez de premio. Que ya habían sido pescados otros más grandes. Le dije que no me importaba, que si algo había aprendido hoy era que no tenías que luchar a muerte para vencer. Que tirarlo en la lona era más que suficiente.

Rob y Kevin se fueron a acostar y James y yo echamos unas líneas y nos pusimos a tirar más chum en el agua.

Mi primer tiburón, le dije. Es una mala noche, me respondió. Usualmente a esta hora ya hemos atrapado al menos dos y un montón de atunes también. En la distancia un barco se lleno de gritos y de un momento a otro se empezaron a escuchar unos Bam, Bam, Bam, en la cubierta. El Bam, Bam, Bam, se confundía con una campana que repicaba en alguna parte. Bam, Bam, Bam, clang, Bam, Bam, Bam, clang. Vimos gente moviéndose mientras continuaba el traqueteo. Cuando paró oímos que alguien descorchó una botella de champaña. ¡Guao! alguien como que agarró un buen atún, dijo Kevin desde adentro. Me imaginé el atún convulsionando en el piso y empecé a cortar sardinas más rápido. Sorpresivamente un atún sonó como una mejor presa que un tiburón. Nunca en mi vida había visto un atún así que me lo imagine como aparece en las latas, grueso y con la boca abierta. Lleno de aletas. No tenía idea.

A las cuatro y media paramos de echar chum en el agua. Bueno, parece como que nos vamos con las manos vacías, me dijo James lavando su cuchillo en el agua. No están vacías, tenemos 8 Mahi-Mahis en la cava, seguro mañana agarramos más, le corregí. Mañana es hoy, me dijo y se fue a echar en el sofá, pero Rob estaba ahí. Se echó en la butaca que había al lado. Busqué mi cámara y me fui a la proa.

El amanecer fue increíblemente lento. Era de día una hora antes que el sol apareciera. El agua estaba tan tranquila que parecía que flotábamos en una bañera. Era como cristal y las olas no rompían en espuma, simplemente subían y bajaban como si fueran de gelatina. Éramos el juguete olvidado de algún niño.

Con el zoom de la cámara espié dentro de los botes más cercanos. No había actividad. Había gente durmiendo en todas partes. Proa, popa, control de mando. En uno a un hombre le colgaban los pies fuera del bote. Volví a pensar en Steven Spielberg. Gracias Dios esto era la vida real.

De repente algo me pareció extraño. Empecé a espiar a los vecinos metódicamente. No conseguí lo que buscaba en ninguno de ellos. Todos los barcos estaban llenos de hombres. No había una sola mujer en cientos de kilómetros a la redonda. Quizás si, pero no la veía y definitivamente no hacía gran diferencia. Este era territorio de hombres, y lo que sea que buscaban aquí, era algo que una mujer no necesitaba.

Quizás esto si era una prueba después de todo.

El sol salió exactamente a las 5 y 50 y podría jurar que vi la luz correr desde el horizonte hasta el yate como un tsunami. Nunca había visto tal cosa. Simplemente era como si hubiesen prendido una lámpara en cuarto oscuro en imposible cámara lenta. Rojos, Verdes, Azules y Amarillos aparecieron por todas y aunque suene ilógico la brisa empezó a soplar, golpeándome la piel quemada con una suavidad que agradecí. Las olas empezaron a crecer y el bote empezó a mecerse. El sol empezó a levantarse con flojera sobre el horizonte, y se le podía ver directamente sin dificultad. Era rojo intenso, pero apagado. Parecía ser otro sol del que se había ocultado la noche anterior. Me quede viéndolo hasta que estuvo su diámetro por encima del agua y el cielo empezó a aclararse. Me eché de espaldas. Aún podían verse las estrellas y los planetas como un mapa y jugué a darles nombres. Llame a una Venus por que era azul, Marte a otra que era roja. Había ese grupo que siempre me ha parecido la osa mayor y decidí que la cola era la estrella polar. Me cansé y cerré los ojos. Me imagine que volaba a gran altura y estaba viendo hacia abajo. Entreabrí los ojos. Se sentía como si estaba a miles de metros sobre la superficie y que todas ésas pequeñas lucecitas eran barquitos sobre un mar inmenso. Había unas pocas nubes en el cielo. Entonces algo llamo mi atención. Era una estrella, parecía iluminar más que todas las demás. Era de un amarillo intenso y por un momento me pareció que se movió un poco. Entrecerré los ojos para verla mejor. Se estaba moviendo lentamente y hacia el sol. Pasó por encima de la osa mayor y mi estrella polar y empezó a desaparecer a medida que se acercaba al sol. Pensé que era un satélite solitario, pero una explosión casi imperceptible me hizo cambiar de idea. Yo había visto uno una vez y había sido más rápido y lineal. Este parecía dudar en sus movimientos y de pronto brilló con una luz blanca sobre la luz roja del sol y cayó rapidísimo desapareciendo antes de llegar al agua. Cerré los ojos, pedí un deseo y me quede dormido.


A tuna que tuna tuna

Cuando me desperté el yate se movía. El sol había cambiado de posición, pero no mucho. Sin embargo el cielo estaba completamente azul y sin estrellas. En popa James y los otros se alistaban para echar al agua los señuelos que habíamos recogido el día anterior. Poco a poco el señor M. aceleró, quebrando la tranquilidad del agua y fuimos echando uno a uno los peces de plástico, dándoles línea hasta tenerlos a unos treinta metros del bote.

El barco no viró pero íbamos de regreso.

Todos nos fuimos a la cabina de mando. En la radio se preguntaban si alguien había visto algún cardumen. Aquí, allá. A medianoche, esta mañana. El papá de James escuchó atentamente y le preguntó a Rob y Kevin que pensaban. Decidieron que lo mejor era dirigirse a un punto que estaba camino a casa. Me ordenaron subirme a la torre de observación otra vez. Yes Sir, respondí y escalé con más seguridad que la primera vez.

El día estaba mucho mejor que el día anterior. Había un poco más de olas, pero no muchas. Casi todas causadas por botes que parecían ir en la misma dirección que nosotros.

Me senté, monté los pies sobre el timón auxiliar y observé. Atrás nos seguían los peces verdes saltando como locos entre las olas. Pensé que era inútil, pero deseé que no fuese así. Hacia adelante no había nada sino agua y cielo, subiendo y bajando rítmicamente, tratando de marearme inútilmente. Me quedé dormido.

Al despertarme oí al papá de James hablando por radio lo que me parecieron puras incoherencias. Vi hacia abajo. Kevin y Rob se reían a carcajadas de algún chiste que alguien dijo en la radio. Más abajo James practicaba hacer nudos en la silla de pesca. Volteé hacia adelante. Una aleta inmensa color blanco leche salió del agua a estribor. Me levanté creyendo haberlo imaginado, esperando a verla otra vez antes de avisarle a los otros. La aleta se volvió a levantar detrás de las olas que dejaba un yate a unos cien metros de nosotros. Grité. ¡Fiiiiinnn! El papá de James preguntó que donde y le respondí que a estribor. Inmediatamente bajó la marcha y yo bajé deslizándome por las escaleras con las palmas de las manos.

El bote pasó lentamente al lado del pez. Era beige oscuro y del ancho de una cama matrimonial. Más alto que largo y torpe al nadar. Es un Sunfish, me dijo James, está prohibido pescarlos. Y además saben a demonio. El pez nos pasó al lado. Tenía una boca chiquita y no lucía apetitoso en ningún sentido. Parecía flotar de lado, como si tuviese herido o algo. En la panza tenía una aleta aún más larga que la que tenía en el lomo. OK, eso es todo, gritó Mr. M, la próxima vez trata de ver algo que podamos pescar Gus. Maldije entre dientes y me volví a subir a la torre.

Ahí pasé dos horas viendo aletas donde no había. A punto de gritar otra vez al menos 20 veces, y todas las veces había esperado. No habían más que malditos Sunfish por todas partes. Echados de lado en el como si estuvieran tomando sol. De repente de ahí venia el nombre.

Decidí voltearme y no ver un coño. No sé si el papá de James me caía bien o no y no me interesaba si pasábamos de largo todos los peces del mundo. Me dolían los ojos de enfocar sobre las olas tratando de ver algo que tenía un océano entero para salir a tomar un aire que no necesitaban. El tipo era un hueso duro de roer.

No habían pasado 30 minutos cuando empezó a haber actividad en popa. Donde una vez saltaban los peces verdes, ahora saltaban unos negros gigantescos. Holly shit!, grité. ¡Fiiiiiinnnnn!

¿Dónde?, preguntó Kevin desde abajo. Atrás, le respondí. "¡God damn it!", gritó el papá de James. ¡Buen trabajo Gus¡, remató mientras yo bajaba casi sin sostener la escalera.

Aún no había picado ninguno. Pero al menos una veintena de atunes saltaban a la par de los peces verdes. Observamos con atención el espectáculo. Estaban tratando de morder los cebos pero las olas los movían demasiado. Iban en zig-zag siguiéndonos de cerca. Al caer al agua, en vez de devolverse seguían de largo y se abrían por un lado del yate pasándonos a una velocidad que hacía parecer que no nos estuviéramos moviendo. El atún es uno de los animales más rápidos y resistentes del océano había leído en alguna parte. Lo cual era bueno y malo a la vez. Era sumamente débil y un golpe infortunado podía matarlo fácilmente. Estaba hecho para escapar, no para luchar. Entonces uno mordió un anzuelo.

Ese uno que saltaba que era una preciosidad. Era sin exagerar del tamaño de medio Volkswagen. Ahí va un viaje a las Bahamas saltando en el agua, dijo Rob. Le pregunte que quería decir. Me recordó un palafito que había en el club náutico que decía "Se compra atún por la libra". El atún tenia el tamaño para que cada uno de nosotros se embolsillara un par de miles dólares.

El animal saltaba como si estuviera entrenado, pasando entre anillos invisibles flotando sobre el agua. Era imposible no pensar en la imposibilidad de que lo hiciera. El bote iba al menos a 50 kilómetros por horas y este saltaba como si el agua tuviera un metro de profundidad y estuviese impulsándose con piernas. Me imaginé con la plata en el bolsillo y empecé a gritarle. ¡Vamos muchacho, Vamos! ¡TU PUEDES!

Pero no podía. Viajaba un par de segundos debajo del agua, la aleta dorsal apenas asomándose, saltaba como si lo estuvieran disparando con un cañón y caía un par de metros más adelante sin romper el agua como un campeón olímpico. Así lo hizo unas cinco veces más y entonces empezó una carrera hacia nosotros. La aleta cortando el agua en medio de las dos olas que dejaba el bote como una navaja. Estaba apenas a dos metros detrás de nosotros. Lo único que se le veía era la aleta, el resto se confundía con el agua oscura. Deseé tener un rifle y dispararle en la cabeza si eso me iba a dar mil dólares. Pero no había rifle, ni creía que nadie en el bote me iba a dejar usar uno.

Entonces el atún empezó a derivar. Hizo una finta a la derecha después otra a la izquierda y se lanzó a la otra vez derecha violentamente, pasando el bote al doble de la velocidad a la que íbamos. Una nube de reflejos amarillos, verdes y plateados pasó por debajo del agua siguiéndole. El volkswagen era el líder de la tropa. Un atún pequeño salto de agua y pareció que casi iba a caer en nuestro pies, pero paso por encima de una esquina de la bañera sin problemas. El cardumen se alejó rápidamente en lo que parecía un pedazo de mar hirviendo y poco después desapareció dejando una ola que se mantuvo corriendo hasta que las que dejaba el bote la confundió con el resto del océano. Ahí fue cuando vimos que uno de los señuelos se alejaba de nosotros. Uno había picado pero iba tan rápido que ni siquiera había halado de la línea.

Rob agarro la caña y la tensó. Inmediatamente vimos al animal saltar a unos 30 metros. No era el gigantesco que queríamos, pero me alegraba de que fuese cualquiera. El papá de James apagó los motores. El animal era fuerte, halaba de Rob como un demonio pero no con la misma intensidad que el tiburón. La caña nunca se dobló como lo había hecho la noche anterior. Roblo haló con fuerza, bajando el cuerpo, cerrando el carrete y levantándose otra vez, hasta que lo tuvo tan cerca que lo veíamos debajo del agua. Cualquiera que haya peleado con un perro por una media puede imaginarse lo que estábamos viendo. El atún tiraba con fuerza, casi sin moverse, como si estuviera pegado a una pared con un clavo, y Rob hacía lo suyo soltando y halando cuando debía. Kevin agarró la red y la echo al agua. Haciendo palanca sobre la baranda haló hacia arriba y el atún salió del agua. No era muy grande. Media como medio metro pero Kevin estaba pasando trabajo manteniéndolo en el aire. Rob recogió la línea y lo dejó colgando por la boca. Después, lentamente, y con el bote moviéndose lo dejaron nadar en la superficie del agua, cuidando de que no escapase.

Aún dentro de la red, Rob levantó al pez, se dio vuelta y lo dejó caer en la cubierta. El animal se auto flageló contra el piso como castigándose por su estupidez. Unos Bam, Bam, Bam como los de la noche anterior nos estremecieron los pies. El pez hacía un sonido como el cerrar de una tijera cada vez que abría y cerraba la boca. Kevin abrió una de las cavas y Rob empujó con el pie al pez vivo dentro de ella. El hielo se había derretido casi por completo y la cava estaba llena de agua hasta la mitad. Con el pez aún moviéndose, agarró un cuchillo y se lo clavó entre las aletas pectorales. El pez dejo de moverse casi inmediatamente.

Una hora más tarde, aún hablando del atún que descansaba en paz en la cava, el papá de James notó actividad en una boya. Nos volteamos hacia ella y vimos un montón de Mahi-Mahis saltando en el aire. Mr. M apagó los motores, dejando el bote a la deriva, moviéndonos con el puro impulso.

En el agua había más Mahi-Mahis de lo que habíamos conseguido la primera vez. Saqué la caña en la que había trabajado la noche anterior y empecé a sacar peces. No sabía si era más fácil o si había aprendido a hacerlo, pero en los primeros 5 minutos saqué 2 y al final traería al barco 3 más. Fui el que menos sacó. Los peces dieron buena lucha también. Saltaban en el agua como unas fieras, y a veces no quería subirlos al bote sino más bien soltarlos y volver a empezar el ritual de engarzarlos. Mr. M gritaba en cubierta agarrando con una red los que jalábamos a cubierta.

El yate se movió con las olas y dejó la boya atrás. Caminé por la carrilera hasta la bañera. Hice un látigo de la caña y lance el anzuelo unos diez metros. Al caer vi un Mahi al lado del bote voltear y salir corriendo hacia él. Sin detenerse lo mordió y se dio a la carrera. El carrete empezó a cliquear con fuerza y tuve que silenciarlo. El Mahi saltó dos veces en el aire sin darse un respiro. Empecé a halarlo hacia el bote. Caminaba de espaldas y me acercaba de nuevo a la baranda mientras enrollaba con el carrete. Repetí esto dos veces y la última vez, cuando halé el pez salió del agua batiéndose con furia. Me di la vuelta y lo dejé caer en el suelo.

El papá de James estaba al timón tratando de poner el barco al lado de la boya. Yo no había manipulado un pez por mi mismo en ningún momento y me di cuenta de que no sabía hacerlo. Lo agarré por la cola y se resbaló fuera de mis manos. Lo volví a recoger asiéndolo por encima de la cabeza. El pez abría y cerraba la boca silenciosamente. Busqué el anzuelo. No se veía en ninguna parte. Con el dedo forcé la boca para que quedara abierta. Veía el mar cada vez que este abría y cerraba las branquias rojas como un tomate. El anzuelo estaba enganchado en la derecha. Traté de halar la línea pero era imposible. La empujé y la saqué por el otro lado. Tenia que meterle el dedo en la boca y no me sentía como haciéndolo. Me daba grima. ¡Por Dios Santo! ¡el animal estaba vivo! Lo cambié de mano.

Trate de halarlo de nuevo. Nada. Lo empuje hacia afuera y la línea cayo a través de la branquia. Traté de ensartarla como a una aguja tratando de que el anzuelo pasara sin engancharse. No tuve suerte y el pez empezó a sangrar profusamente. Lo intenté una y otra vez. El pez parecía hacerlo a propósito. Sentía como si tuviera en las manos una cucaracha gigante. Tenía parados todos los pelos del cuerpo. Me vi a mi mismo y estaba lleno de sangre del pecho a los pies y el suelo era una sola mancha roja que caía al mar por el desagüe.

El papá de James bajó de la cabina.

—¿Qué estas haciendo?

No puedo —le respondí con un susurro.

—¿No puedes QUÉ? —me grito— Quítale el anzuelo al maldito animal.

Traté de hacerlo pero la mano se me paralizó al llegar a la boca. Simplemente no podía. Sin explicaciones. ¿Qué pasa?, me volvió a preguntar, Quítale el anzuelo y anda a sacar más.

En la proa James Kevin y Rob gritaban como si estuviesen en una montaña rusa. Tragué saliva y tiré el animal al suelo. Desangrado aun se movía el muy maldito. El corazón se me iba a salir por la boca y las manos me temblaban fuera de control.

El papá de James agarró el pez, le metió dos dedos por la boca y esta se abrió como si se iba a partir pero no lo hizo. Haló el anzuelo con fuerza trayéndose las branquias pegadas del mismo. Vamos, ya está, ve a sacar más. Me fui corriendo a la proa, pero ya era muy tarde. Todos miraban hacia el agua tratando de ver a donde se habían ido los peces. Ahí nos quedamos por quince minutos pero no volvieron a aparecer. Sin decir nada el papá de James prendió el bote, dio retroceso y salió de frente, pasando al lado de la boya hundiéndola casi por completo en el agua.

Pusimos todos los peces en la cava vacía. Kevin sacó la tabla de cortar que habíamos usado con las sardinas. Uno a uno los empezó filetear. Le dije que me enseñara y los últimos 5 los hice yo sin su supervisión. Era fácil. Se corta perpendicularmente en la cola y se pasea el cuchillo hasta debajo de las agallas por la panza. Se levanta la piel y se tiran por la borda las entrañas. Después de cortar pegando el cuchillo de la columna vertebral, se separa el filete. Terminé y me fui a proa. Me bañe con el agua que saltaba al golpear el casco.

Había montones de barcos alrededor. Todos yendo en nuestra dirección, aunque unos pocos parecían dirigirse hacia mar abierto. El papá de James bajó la marcha. Pensé que pescaríamos de nuevo. Caminé hacia popa, pero no llegue. Al lado del bote un animal inmenso se levantó del agua y echó un manguerazo de agua y gas por encima del bote. Era una ballena. Gus, corre por tu cámara, me grito el papá de James. Busque mi cámara y tome fotos de las ballenas azules que parecían tomar sol en la superficie del agua. No se movían mucho y con el subir y bajar de las olas aparecían muchas más como pequeñas islas vivientes.

Alrededor había al menos quince ballenas y el papá de James pasaba entre ellas como si fuese un camino de obstáculos. Todos los botes parecían hacer lo mismo. A ellas parecía no importarle mucho. Flotaban a la deriva, subiendo y bajando sin pensar, sabiéndose sin enemigos naturales, excepto por nosotros. Y nosotros ya no las cazábamos.

James, mira esto, dijo Mr. M. Nos salio zoólogo el muchacho. Kevin, Rob y james explotaron en risas. Yo también lo hice. Tomé fotos hasta que se me acabo el rollo y el papá de James me preguntó si estaba listo. Le dije que si. Le dio media vuelta al bote y tras pasar al lado de la última ballena aceleró al máximo.

El horizonte ero lo mismo en todos lados. Sólo una línea curva que terminaba en nada. Pensé en los antiguos fenicios y sus ideas del final del mundo. Tenían toda la razón en haber creído esto. Eso era lo que parecía, que el mundo llegaba a su fin donde el agua se separaba del aire como si fuera aceite.

Nadie hablaba en la cabina. Todos estábamos y parecíamos y estábamos agotados. Yo no había agarrado sol en un año y a pesar de mi piel morena, ahora brillaba con un rojo intenso. Se sentía bien cuando le pegaba la brisa. En la radio voces preguntaban ansiosas si alguien había avistado algún cardumen. El papá de James les respondió y les dio coordenadas. Me pareció inútil. A la velocidad que iban esos atunes ya estaban por lo menos en las costas de New Jersey. Bajé y me senté en la silla de pesca. El aire olía a gasoil pero se sentía bien estar sentado allí. Cerré los ojos y pensé en el final del mundo de los fenicios otra vez y me imagine el bote cayendo por una catarata gigante para siempre. Muriendo de inanición en la caída. Me quede dormido.

Al despertar la costa corría en sentido contrario al lado del bote. Me sentí desilusionado. Sentí ganas de no llegar nunca. Que el bote siguiera su carrera para siempre y que el sol me pegara en la cara exactamente con la misma intensidad que lo estaba haciendo en ese momento. Estaba en nirvana, pero lamentablemente no duraría mucho. Nueva York estaba a la vuelta de la esquina. Para nosotros el final del mundo si estaba al llegar al horizonte.

Modificado por última vez enViernes, 16 Marzo 2012 20:26
Gordon Milcham

Gordon es un escritor y cineasta venezolano residenciado en Los Angeles, California.

Sitio Web: https://www.toobigworld.com
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